Nuestro momento histórico está gobernado, sin lugar a dudas, por la figura del rehén. Un signo de lo que Jean Baudrillard llama la Transpolítica. El rehén es el resultado del encuentro de dos fuerzas igualmente violentas: el terrorismo y la brutalidad Estatal. El rehén es un ser “en medio”, una zona humana de rapiña, donde cada cual, según sus intereses, saca el mejor provecho. El rehén sirve para presionar, para evidenciar, para exigir; pero también se lo puede utilizar para hacer respetar, para consolidar o para tranquilizar. Hoy, en buena parte de nuestro continente y de nuestro mundo y, por supuesto, en nuestro país, vivimos ante el miedo al secuestro. Y el secuestro es como una extirpación brutal; un asalto a cualquier cotidianidad. Ser secuestrado es caer en la incertidumbre del rehén, es perder la voz, el nombre, el status. Es quedar a la intemperie, es asumir la condición de chivo expiatorio.

Las relaciones que existen entre la figura del rehén y la del chivo expiatorio son, en verdad, múltiples. Tanto uno como otro “pagan algo por alguien”, expían una culpa ajena. El rehén, sin saberlo, es culpable de un malestar, de una enfermedad social crónica, prolongada; el rehén es responsable, sin quererlo, de todas las desigualdades, de todos los vicios de las burocracias o de las insuficiencias del Estado. Tanto uno como otro son “garantes” de un mal tribal. Cada individuo coloca en la figura del rehén o del chivo expiatorio, una parte de sí, ya sea su carga de inmoralidad, su lastre de odio o su mera cobardía. Rehén y chivo expiatorio siempre son salvadores de culpas impropias. Y, en esa misma medida, se los detiene, se los azota o se los crucifica. Recordemos las palabras de Caifás, en el Consejo: “vosotros no sabéis nada; no pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda”. Esa es la situación del chivo expiatorio, ese es el destino del rehén; sobre ellos cae toda la violencia, si es preciso, con el pretexto de evitar una violencia mayor, comenta René Girard. Digamos, además, que las figuras del rehén y del chivo expiatorio se asemejan en el sacrificio. Uno y otro son formas o rostros de la víctima propiciatoria.

Ahora bien, cómo aparece esta figura del rehén, cuál es su origen. Podríamos recurrir a múltiples explicaciones; pero, sin ser exhaustivos, podemos afirmar que la figura del rehén brota en el mismo momento en que “alguien se siente dueño de alguien”. En esa intencionalidad de posesión (“tú eres mi criatura para…”), hay un propósito particular que convierte a un ser humano en cosa, en rehén de una decisión extraña. De ahí que desobedecer al secuestrador, al detenedor, al carcelero (ya hablaremos de las relaciones que hay entre rehén y presidiario), sea tanto como perder la vida, perder el Paraíso. De otra parte y mirando concretamente la política, el rehén emerge cuando la auctoritas cede ante la potestas, afirma el novelista Ernst Jünger; “cuando la autoridad se ha consumido hasta la última hilacha, y aparecen los dominadores, los que se imponen por la fuerza”.

He hablado anteriormente de las relaciones que existen entre el rehén y el preso. Veámoslas más detenidamente. Rehén y preso dependen de alguien y, en cierta forma, los dos son seres “condenados” que purgan una pena. Preso y rehén dependen de sus guardianes (recordemos el inhumano caso de La secuestrada de Poitiers, recogido por André Gide); preso y rehén son “encerrados”, “incomunicados”; ambos son desmembrados de sus familias, de su historia. Y las dos figuras, los dos signos, sirven a manera de escarmiento, son una forma de exhibir el castigo (otro rasgo de empatía con el chivo expiatorio). Al preso y al rehén se los muestra, se los exhibe con el fin de generar en los demás miedo: “a ti también te puede pasar…”. Así es como se instaura una atmósfera de la intimidación.

Preso y rehén pueden ser analizados con mayor claridad en un hecho: “Las dos tomas del Palacio de Justicia”, acaecido en Bogotá entre los días 6 y 7 de noviembre de 1985. Cuando me refiero a “Las dos tomas”, no utilizo una figura retórica, sino una evidencia histórica. Lo del Palacio es el mejor ejemplo para apreciar las características y el destino del rehén. Una caricatura de “Grosso” nos servirá de punto de partida. De un lado, está el rifle de “la Ley y el Orden”, del otro, el rifle de “la Justicia Social”; al centro, ensartado por las dos bayonetas, el rehén agonizante. Si el que apunta es el rifle de “la Justicia Social”, las razones que se esgrimen, son más que contundentes: “no hay”, “hace falta”, “se ha perdido”, “necesitamos”…; si, por el contrario, el que apunta es el rifle de “la Ley y el Orden”, los argumentos utilizados serán distintos, pero no por ello menos válidos: “hay que defender”, “no podemos permitir”, “debemos salvar”… El rehén se haya preso entre las dos miras de estos dos fusiles. Preso entre dos amenazas: “abran la puerta o si no les botamos una granada, esté el que esté se muere”, dice “la Justicia Social”; “cuento hasta tres y si no salen, esté quien esté los matamos”, dice “la Ley y el Orden”. Preso y sin voz: “por favor no disparen, somos rehenes, les habla el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, tenemos heridos, necesitamos a la Cruz Roja”. Pero nadie lo escucha o, mejor, todos lo oyen, pero nadie lo escucha. El rehén es un impúber del habla; siempre hablan por él. El rehén es un mediador mudo, un papel moneda, una prenda desprovista de lenguaje. “Por favor, no disparen, somos rehenes, les habla el Presidente de la Corte Suprema de Justicia, tengo dos señoras embarazadas que necesitan atención médica”. No, nadie escucha; ni siquiera el argumento más contundente de todos los posibles, el argumento de la maternidad, es tenido en cuenta. No hay razones que valgan. El rehén está inmerso en la irracionalidad, bien de origen legal o de procedencia ilegítima. El rehén es un ser sometido a la insensatez del capricho. A la improvisación.

Rehén y Nadie son la misma cosa. La dialéctica del rehén se mueve en estos dos planos: demasiado importante, demasiado insignificante. El rehén vive entre lo útil y lo inútil, entre el tesoro que debe guardarse y el desecho que se puede botar. De ahí por qué se busque como rehén a “alguien preferiblemente significativo”, a “alguien que cueste” (el rehén es un “elegido”), pero luego de ser tomado (ingerido, bebido), el rehén se metamorfosea o se convierte en Nadie: insignificante, anodino, miserable. Y lo que antes era presa, ahora se transforma en carnada. El botín se vuelve cebo. El juego que entablan el captor o secuestrador con el rescatador o liberador es el de “yo tengo el as y, por tenerlo, gobierno la partida”. Falsa tranquilidad para el rehén: “tranquilos que a ustedes no les va a pasar nada, ya que no son mi última salvación”. Falsa tranquilidad porque un as no puede retenerse por mucho tiempo; hay que jugarlo. Al rehén se lo traslada, se lo lleva de aquí para allá, se lo arrincona, se lo guarda como un talismán: “ustedes son nuestra última carta, porque para que caigamos nosotros, primero deben caer ustedes”. Logrado el objetivo, al rehén se lo abandona a su suerte. Ganada la batalla, los escudos pueden tirarse con los otros escombros.

Retomemos el caso del Palacio de Justicia y veamos otra faceta. La suerte final del rehén. Un rehén se mueve, básicamente, entre el morir y la sobrevivencia, entre ser asesinado o ser objeto de transacción. Estos son los puntos límite del rehén: si muere, el chantaje desaparece; si vive, la amenaza continúa. Lo que hace oscilar el péndulo es el margen vital del rehén. Hay dos estadios más, intermedios. Un rehén puede ser mártir o tornarse desaparecido. Cuando es mártir, la muerte deja de ser venida desde fuera y brota desde dentro (la única voluntad que posee el rehén, atenta contra sí mismo: mártir). Subrayemos que el heroísmo del rehén es su negación. Si pervive, pervive como recuerdo –como ofrenda floral–, no como persona. El mártir es el título o la metáfora como los demás se apiadan del destino del rehén. Es la compañía tardía, el respaldo inútil de sus congéneres. La cara contraria del rehén-mártir es el rehén-desaparecido: la muerte se vuelve, entonces, etérea; el anonimato se apodera del nombre. El rehén desaparece, nadie da razón de él. Ni muerto ni vivo; ni enfermo ni cadáver. El rehén desaparecido se torna ánima. Cabe decir que la suerte final del rehén no depende sólo de sus captores, sino también de los que intentan rescatarlo. Otra paradoja: el rehén debe cuidarse en dos frentes; su pecho y su espalda corren igual peligro. Si el secuestrador no le dispara, ¿cómo garantizar que el rescatador elija bien el blanco?, ¿cómo evitar la confusión?, ¿cómo evitar la balacera?

Dialogar, negociar, esa es la ley de mercado del rehén: “yo tengo esto y tú tienes aquello… mi rehén es tan valioso que, a cambio, demando tal cosa… Te cambio éste por esto…” El rehén entra a formar parte de otra ley, de la oferta y la demanda. La nueva economía se fundamenta en el cambio o, mejor, en el intercambio: trueque. Retornamos a la economía primaria de la necesidad enfrentada a la condición: “necesito sal… sí, pero a cambio de dártela exijo que…”. Un mercado que admite la rebaja, el descuento; un mercado que asume todas las astucias del comercio: “hay que seguir hablando para así ganar tiempo…”. Dentro de esta economía, ser rehén es adquirir consistencia de caramelo, de figurín. Y, además, es empezar a vivir el tiempo de la esperanza: “ahora sólo queda esperar a que el Gobierno dialogue. Estamos en manos del Gobierno. Ojalá esto no sea muy largo”. Esperanza y angustia: “por favor que nos ayuden, que cese el fuego. La situación es dramática… por favor que cese el fuego inmediatamente, es de vida o muerte… Nosotros somos magistrados, empleados, somos inocentes”.

II

El rehén está ahí, en medio, en la mitad (entre el fuego cruzado), inactivo, incómodo. Somos rehenes, “todos servimos ahora de argumento disuasorio”, todos podemos “ser utilizados para…” Nuestras voluntades se hallan condenadas, de antemano, por otras voluntades que, a la fuerza, imponen los nuevos árboles del bien y del mal. Somos rehenes. Todos tememos a eso conocido que, al darse, se torna absolutamente desconocido: “es posible que me tomen como rehén… pero, por qué precisamente a mí”. Elección y destino. De un lado el terrorismo, de otro, la fuerza Estatal. De una parte, la intimidación no legalizada, de otra, la intimidación de la ley. No estamos ante una negación crítica de los valores establecidos, pensaba Octavio Paz, sino ante su disolución en una indiferencia pasiva. Terrorismo y Fascismo no son “críticas a”, sino “síntomas de”… Hemos dejado atrás la Política y estamos en la Transpolítica (el Sistema se torna anónimo; los ciudadanos son desposeídos de sus nombres. Estamos de rodillas “ante el despotismo de los sectarios”). Hemos caído en la política de la intimidación: “debes tomar partido, te lo exijo… o eliges o te mueres”. Relación idéntica a la que acontece con la información, la publicidad o el consumismo: “o estás a la moda o estás out”.

Vale la pena decir que el terrorismo, entendido como “la agresión a un individuo para intimidar y presionar a muchos otros”, guarda una íntima relación con los Medios de Comunicación. No hay terrorismo sin espectáculo y no hay espectáculo sin escenario. La escenografía que los Medios de Comunicación diseñan, es la carta de garantía de la puesta en escena del terrorismo. Quizá hemos llegado a un punto cero de los mass-media; ese punto vendría dado por el ser mismo de la información: “acaban de colocar una bomba en… acaban de secuestrar a…” Dilema: cuento la noticia o dejo que otro medio la diga primero. El terrorismo enfrenta a los Medios de Comunicación con su contrario: el silencio. Las mass-media también son rehenes del enorme engranaje del estar preso en el círculo vicioso del “todo debe saberse”. En otras palabras, “el que tiene la bomba, tiene también la noticia”.

Se ha dicho que la solución a este “caos azaroso” estaría en armarnos; respuesta insustancial. Los captores sencillamente aumentan su arsenal. Se ha dicho también que la salida es conseguir o tener una escolta; solución falsa. Los captores fácilmente aumentan el número de sicarios. Tampoco se puede huir o hacerse el desentendido; en el mundo de la Transpolítica todos somos rehenes, somos masa. Es decir, todos somos responsables y nadie es verdaderamente responsable. Sin embargo, haciendo la claridad necesaria, hay personas de carne y hueso comprometidas al máximo. Quizá aquellos que, haciendo caso omiso al hambre ajena, a los famélicos que andan delante de sus ojos, son incapaces de hacer un corte menos en la tarta de sus riquezas; quizá aquellos otros, los dirigentes, los gobernantes, nuestra clase política. Quizá los verdaderos responsables sean los mismos que ahora temen presumir de sus haberes. Pero no son estos los únicos responsables. También los sectarios se hallan involucrados. La estrategia de un cambio social (por más necesario que sea), no puede establecerse desde la máxima: “muera Sansón y mueran los filisteos”. Sensatez es lo que necesitamos. Quizá más que valor se trata de tener un imperioso juicio; sólo así lograremos salir de la confusión.

El momento histórico que vivimos, el signo que lo prefigura es el del rehén. Ser humano sometido al vejamen, a la humillación; ser humano desprovisto de voluntad. El rehén, signo de la política Transnacional, del “Estado Nuclear”, del mundo que pone en entredicho la existencia a partir de la amenaza: guerra de potencias, poderío armamentista y, al centro, inermes, un sinnúmero de hombres llenos de miedo, implorando, gritando: “no disparen, no somos de las oficinas, somos del aseo”. Vivimos gobernados por la política del chantaje (“si no me das aquello, si no cumples mis órdenes puedo matarte, o denunciarte o privarte de tu intimidad”). Un chantaje surgido del encuentro de dos fuerzas igualmente violentas: el terrorismo y la fascistización. Vivimos sometidos al capricho de quien tiene un misil o de quien conoce nuestro domicilio. Rehenes de nuestro vecino quien ya no sabe distinguir entre el terrorista, el guerrillero y el agente secreto. Tiempo de la sospecha (no únicamente filosófica, sino terriblemente corporal). Tiempo de la desconfianza, del disimulo y la reserva. Rehenes del cuarto, de la casa (somos huéspedes de nuestro propio albergue: hostajes). Rehenes de los muros y de las rejas; rehenes de la escolta. Es difícil recobrar la confianza en el prójimo cuando se ha perdido el respeto a la vida, cuando ya la vida tiene un precio tan barato y se cree más en la eficacia de la violencia. ¿De qué nos sirve preservar un orden cuando hemos dejado a la intemperie nuestras vidas? Saint-Exupéry escribió que “la sillera de la catedral, por preocuparse demasiado tercamente de la distribución de sus sillas, se arriesga a olvidar que sirve a un dios”.

El rehén significa algo más que un estado de cosas, representa la manera como hemos jerarquizado nuestros valores. Dice nuestra ética.

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(Publicado originalmente en la revista Trocadero, Año II, N° 3, Diciembre 1986).