Ilustración de Gurbuz Dogan Eksioglu.

Ilustración de Gurbuz Dogan Eksioglu.

Un hombre nunca debe avergonzarse
de admitir el haberse equivocado,
lo que equivale, en otras palabras,
a decir que es hoy más sabio que ayer.
Jonathan Swift

 

Hay la costumbre, especialmente en la crianza y en la escuela, de castigar el error. De verlo como una mancha o un despropósito de nuestra conducta. En consecuencia, crecemos temerosos de equivocarnos, atemorizados por caer o cometer alguna falta y obstinados en desaparecer de nuestra vida esos yerros. Ansiosos por extirparlos de nuestra existencia, perdemos la riqueza de sabiduría que pueden enseñarnos.

Tales ideas de castigar y desarraigar a toda costa los errores de nuestra vida son, en verdad, un desatino. Entre otras cosas, porque el ser humano –por su misma condición– es un ser falible. Venimos a este mundo sin saber muchas cosas, torpes para otras, lentos para asimilar el acervo de experiencias que terminan por formarnos un rostro, una conducta y una personalidad. Cada cosa debe ser aprendida: desde el estar de pie hasta el saber alimentarnos; desde aprender una lengua hasta saber convivir con otros semejantes. Las costumbres, los comportamientos, los rituales, las comunicaciones, todo ello debemos irlo incorporando, asimilándolo a lo largo de nuestra existencia. Y, como ya se puede advertir, en este proceso de múltiples aprendizajes serán más nuestras fallas que nuestros aciertos, más las inadvertencias que las previsiones.

Siendo así, deberíamos ser más condescendientes con nuestros mismos equívocos. No flagelarnos demasiado por un descuido o por alguno de nuestros habituales disparates. Más que someternos a los rigores permanentes de la culpa, tendríamos que convertir nuestras omisiones en catapulta para seguir avanzando en el conocimiento de nuestra humanidad. De igual modo, sería bueno ser más tolerantes con las fallas de esas personas cercanas o aquellas otras con las que compartimos un trabajo. Aprender a comprender antes que a juzgar. Percatarnos de que sus errores en el trato o en la manera de realizar alguna actividad hacen parte de ese lento proceso que llamamos aprendizaje. Tener presente que, como decían los viejos, “nadie nace aprendido”. Entonces, si guardamos el arma de la crítica ante la primera falla de nuestro vecino, pues lograremos propiciar en él la confianza y será mucho más fácil hablar sobre esos comportamientos equívocos que nos molestan o sobre esos descuidos en determinada tarea que nos sacan de quicio. Deberíamos comportarnos así, si es que deseamos que los otros también sean benévolos con nuestros lapsus o nuestras negligencias.

No sobra recordar que son los errores los que precisamente van tallando nuestra vida. De cada uno de ellos algo aprendemos y de cada uno de ellos sacamos provecho para nuestro propio desarrollo. Con los errores, con el discernimiento sobre ellos, nos vamos forjando un cuerpo más resistente, un espíritu más sabio. Es a partir de nuestros deslices o nuestras faltas como vamos acumulando experiencia, como vamos volviéndonos “expertos” o llenos de conocimiento. Lo importante es no dejarlos pasar por alto sino tomarnos un tiempo para reconocer su constitución o sus rasgos distintivos. Mirar con tranquilidad esas negligencias o esas equivocaciones con el fin de sacar todo el beneficio, de “capitalizarlas” de la mejor manera para nuestra existencia futura. Son los errores nuestros mejores maestros porque van forjando, día a día, nuestra forma de ser o de actuar. Y las lecciones que imparten son personalizadas porque nacen o son extraídas de nuestra propia vida. De allí por qué no debemos despreciarlos o tratar de erradicarlos totalmente: porque los errores son una enorme cartilla hecha de carne y hueso.

Y hay más: si aprendemos a ser más flexibles con nuestras fallas nos quitaremos de encima una serie de presiones que nos autoimponemos como camisas de fuerza o como una espada de Damocles amenazante. Esa ductilidad de nuestro espíritu puede permitirnos sortear de mejor manera los huracanes de nuestras desventuras o nuestros problemas. Si somos demasiado estrictos con nosotros mismos, si nos mostramos tan indolentes con nuestras falencias, lo más seguro es que nos rompamos con facilidad ante los primeros golpes de la vida. Pero si es la elasticidad la que mueve nuestro corazón y nuestro entendimiento, más rápidamente asimilaremos el embate, de manera más ágil nos repondremos del impacto y estaremos otra vez de pie para seguir con nuestra lucha cotidiana.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 205-208).