Fue un sábado cuando el ensayista aceptó recibirme en su casa. Así que, siguiendo los consejos de mi tutora de investigación, llegué diez minutos antes de lo convenido.
Me atendió en una sala amplia en la que había dos bibliotecas enormes a cada lado de una chimenea. Un cuadro de un ángel, puesto en medio de las dos filas verticales de libros, servía de guardián a nuestra charla.
—¿Y entonces, está investigando sobre los procesos de composición escrita?
—Sí —me apresuré a responder. Luego agregué: —es una investigación de la Maestría que adelanto en la Universidad. Nuestro proyecto está centrado específicamente en los textos argumentativos.
El ensayista me observaba con curiosidad.
—¿Le molesta si grabo esta charla?
—No —me respondió, sonriendo.
Durante largos minutos hablamos de variados asuntos relacionados con su pasión por la escritura; de su gusto por la docencia y su preocupación, cada vez más acentuada, por el papel de la educación en los procesos de pensamiento.
Una señora de rostro afable y manos jóvenes entró a la sala para ofrecerme una bebida. Opté por un tinto. La señora salió del recinto con la misma discreción con la que entró.
—¿Por qué cree usted que es tan difícil escribir ensayos? —le pregunté.
El ensayista dejó por un momento el espaldar de cuero del sofá y buscó un contacto más cercano.
—Porque el ensayo exige tener una voz personal. O por lo menos, lanzarse a pensar por cuenta propia.
Los ojos del ensayista buscaron la azalea que había en el antejardín de la casa.
—Y eso es algo que nuestra educación poco tiene en cuenta.
La conversación se centró durante los siguientes minutos en la diferencia, tantas veces mencionada por él, entre el consumidor de información y el productor de conocimiento. Varias veces habló del subdesarrollo del pensamiento y de una pereza para ir más allá de lo ya sabido.
La señora entró a la sala con el tinto. En una pequeña bandeja estaban un pocillo sobre un plato y, encima de una servilleta, una cucharita. Dos bolsitas de azúcar reposaban al lado derecho de la bandeja.
—Gracias —le dije a la señora.
La mujer respondió con un gesto cordial. Luego desapareció en absoluto silencio.
Volvimos al diálogo. Hablamos de otros asuntos relacionados con la escritura argumentativa, pero lo que en verdad anhelaba era aprender “los trucos del oficio”. Me intrigaba conocer de viva voz el proceso de elaboración de esos textos que a mí siempre me han intimidado por su dificultad.
A riesgo de parecer indiscreto lo interpelé:
—¿Y dónde elabora usted sus ensayos?
—Si quiere, subamos al estudio —me respondió.
Lo que él llamaba estudio era en realidad una enorme habitación rodeada totalmente de libros. La decoración de ese cuarto eran bibliotecas y bibliotecas llenas y llenas de libros. Mi vista se sentía extasiada a la par de obnubilada. Quería ir a donde estaban esos ejemplares para hojearlos, pero sabía que no era lo correcto. La tutora me había hablado de que para el ensayista ese era un lugar sagrado.
Nos ubicamos en una pequeña mesa de madera ubicada a la izquierda de la entrada del salón y allí, rodeados por los ojos ciegos de tantos ejemplares, retomamos el diálogo.
—Este es mi taller —dijo— Aquí, en este ambiente, es que comienza todo.
Enseguida tomó una libreta anillada y acercó unos marcadores de punta fina, que estaban al lado derecho de la mesa.
—Con tantos años de experiencia, ¿debe ser fácil para usted escribir un ensayo?
—No crea. Entre más años pasa uno escribiendo más conciencia tiene de los vericuetos de la escritura. No es fácil domar este centauro de los géneros.
—¿Y cómo empieza usted a escribir un ensayo?
—Vamos a suponer —dijo— que el tema base para hacer el ensayo sea el de la didáctica. ¿Le parece?
—Sí —le contesté— No importa.
En ensayista me miraba para saber qué atento estaba a sus palabras y a sus gestos.
—Bien. Lo primero que yo hago es pensar en el tema. Si uno no rumia el tema, todo lo que venga después será perdido.
—¿Rumiar? —pregunté.
—Sí. Meditar, repensar, reflexionar un buen tiempo el tema. Esa es para mí la primera y esencial clave para escribir un ensayo.
—¿Y eso cómo se hace?
—A veces, caminando. En otros casos, como ahora, voy haciendo un listado de ideas de cosas que el tema me sugiere. O hago mapas de ideas, poniendo en el centro el tema de mi interés. —Observe acá —me mostró señalando la pequeña libreta argollada de hojas blancas.
Pude ver que había escrito varios textos. En unos casos era una sola palabra y, en otros, dos o tres palabras formando una frase. También había signos que señalaban una diferencia, por ejemplo: el signo de desigualdad entre pedagogía y didáctica. Varias flechas divergentes salían de algunos términos.
—Esta es una etapa bastante intuitiva o creativa. Busco relaciones, establezco distinciones, voy explorando subtemas del tema en cuestión. Para eso empleo los colores de los marcadores.
—¿Sus estudiantes dicen que para usted este recurso es muy importante?
—Sí. Los diversos colores me ayudan a ir discriminando la información. Son una especie de filtro o de lente para que la mente se mueva en diversos niveles o para atraer el pensamiento hacia diferentes direcciones. Y tienen además un componente lúdico, muy valioso en este momento de la escritura del ensayo.
—¿Siempre es así?
—Casi siempre. Aunque utilice como libreta no estas hojas sino las infinitas páginas de mi mente. Pensar es poner a nuestra memoria y a nuestra imaginación en pos de un mismo objetivo.
Hubo un silencio. El ensayista dejó de mirarme y se concentró en terminar un triángulo de color rojo.
—Entre más se rumie el tema mejor será el resultado —afirmó, sin levantar la mirada.
—¿Cuánto tiempo puede usted durar en esta etapa?
—Eso depende de qué tan familiarizado o qué tan nuevo sea el tema para mí. Pero en todas las ocasiones a eso es a lo que más le dedico tiempo. Horas, a veces días, con sus respectivas cuotas de sueño.
—¿Durante el sueño?
—Claro. El inconsciente es un gran colaborador en esto de rumiar el tema. La mente sigue trabajando cuando uno tiene interés en un asunto particular. Y hay hallazgos sorprendentes, descubrimientos que sólo el sueño puede facilitar.
La primera hoja ya había sido llenada y el ensayista empezaba a garabatear la segunda. Se detuvo un momento y, como quien le comparte a un extraño un secreto, me dijo:
—Elegí el tema de la didáctica porque ya llevo mucho tiempo pensando en él. Es un tema, por decirlo así, “trajinado”.
Enseguida se levantó de la silla y se puso al frente mío en actitud docente.
—Y cuando el tema no lo tengo suficiente rumiado, pues lo que hago es investigar. Para eso están los motores de búsqueda de internet y esta biblioteca. Me pongo a revisar libros o fuentes relacionadas con el tema. Es una especie de deriva alrededor del asunto. Es posible que esa deriva me lleve a alguna librería para conseguir un texto referenciado que desconozco o a buscarlo en alguna biblioteca excepcional, como la de la Javeriana.
El ensayista movía sus manos acompasadamente con sus palabras. Aunque no me perdía de vista, a veces escudriñaba con sus ojos los títulos de los ejemplares de la biblioteca que estaban justo detrás de mí.
—¿Y todo ese proceso cuándo termina? —dije.
—Ese proceso dura hasta cuando uno ya tiene la tesis. La preescritura acaba cuando ya se tiene formulada una postura personal frente al tema.
El ensayista volvió a tomar asiento. Cogió la pequeña libreta. Revisó lo que había escrito y, al inicio de la tercera hoja, redactó dos líneas. Enseguida tachó dos palabras. Noté que escribió el texto de nuevo. Al final de un tercer intento, tomó la libreta con su mano derecha y me leyó el resultado:
—La didáctica es un saber práctico mediante el cual el conocimiento se transforma en aprendizaje.
En ese instante no supe qué decir. Aunque venía leyendo desde hacía un semestre sobre el tema, me sorprendió aquella frase. Así que opté por asentir con mi cabeza.
—¿Y cómo sabe uno que la tesis es buena?
El ensayista adivinó mis dudas. Se acomodó las gafas. Mientras pensaba la respuesta detuvo su mirada en un amplio ventanal por el que se podían ver los tejados vecinos.
—A veces la tesis es buena porque es bastante original, o porque presenta de entrada una sospecha sobre algo incuestionable, o porque ya es en sí misma una lectura crítica de algún hecho o situación social. Desde luego, a veces la tesis es buena pero no así la argumentación ideada por el ensayista.
—Me puede explicar.
—Mire. La mitad del ensayo está en tener una tesis; la otra mitad es la argumentación.
El ensayista se levantó y me invitó a seguirlo. Caminamos varios metros. Al lado de una de las bibliotecas de la habitación el ensayista continuó hablándome:
—Esta es la sección de didáctica. Aquí está mi arsenal para buscar argumentos de autoridad. Fíjese.
El ensayista me indicaba con pericia tres estantes, de doble hilera, en la que estaban los libros dedicados al campo de la didáctica. Tomó un texto de portada azul y blanca, lo abrió delante de mí y empezó a leer unos subrayados sobre la importancia de la didáctica para la profesión docente. Después pasó otras hojas del libro y continuó leyendo.
—¿Se nota que ese libro ya lo tiene releído?
El ensayista cerró el libro y me mostró la portada.
—Este es un texto de madurez de Ángel Díaz Barriga. Él es una de las autoridades en este campo. Pero hay otros autores que están aquí esperando prestar su voz para reforzar mi tesis. Acá están Alicia Camilloni y también Comenio y Edith Litwin. Todos ellos han escrito y reflexionado largamente sobre el tema que me ocupa, el de la didáctica. Por eso pueden ser mis aliados con la tesis que le leí.
—¿Y si uno no ha leído previamente el libro?
—Pues le toca empezar a leer y leer, a ver si en esa lectura aparece de pronto una línea, una frase, que pueda servir como refuerzo a la tesis de uno. Esa es una tarea lenta, pero indispensable si es que desea obtener argumentos de autoridad pertinentes y consistentes.
—¿Todo ensayo necesita presentar argumentos de autoridad?
—No siempre. A veces podemos usar otros tipos de argumentos. Analogías, ejemplos, o usar las operaciones lógicas del pensamiento. Uno puede argumentar con una buena inducción o con una deducción de lógica impecable.
El ensayista y yo volvimos a la mesa que nos servía de centro para nuestro diálogo. El libro de portada azul y blanca buscó un lugar entre la libreta anillada y la caja transparente en la que estaban acomodados los marcadores de punta fina.
—Si se ha dado cuenta, aún no he redactado ni un párrafo del ensayo. Hasta ahora tengo mi tesis y estoy buscando mis argumentos. Ya tendré tiempo de enfrentarme a la redacción: el segundo momento de escribir un ensayo.
—¿Y qué implica ese segunda etapa?
—Lo que sigue es una labor artesanal, de buscar las palabras adecuadas, de ir componiendo los párrafos, de pulir, de tachar y volverlo a intentar. Mucha concentración y mucha persistencia. Eso es lo que se requiere, o al menos es lo que yo necesito.
Revisé el guión de entrevista y lancé otra pregunta:
—He leído que para usted son fundamentales los conectores. ¿Por qué?
Al ensayista se le iluminaron los ojos.
—Los conectores son lo que permite darle continuidad a la argumentación. Yo los he llamado bisagras textuales porque cumplen ese papel: articulan, conjugan, sirven de amarre. Si no fuera por lo conectores las ideas quedarían sueltas y los párrafos desarticulados. Son los lubricantes de la escritura ensayística.
Con disimulo observé mi reloj. Ya iba a ser medio día. Sin que me hubiera dado cuenta ya estábamos cumpliendo las dos horas de entrevista. Así que, me apresuré a hacer las preguntas de cierre.
—¿Qué autores son los que han sido sus más grandes influencias?
—Uno de los más importantes, además de Montaigne, está allá arriba.
El ensayista me señaló con sus ojos una hilera de libros color crema ubicada en el estante superior de una de las bibliotecas.
—Alfonso Reyes. Un mexicano que enseñó a escribir a muchos latinoamericanos. Un mexicano que nos dio a beber la tradición clásica de una manera clara y profunda. La prosa de Alfonso Reyes ha sido mi escuela secreta, mi punto más alto de referencia. ¿Ha leído, por casualidad, “Notas sobre la inteligencia americana”?
—Todavía no —respondí, un tanto avergonzado.
—Se lo recomiendo. Es un texto clásico no sólo por el contenido sino por la forma como el mexicano estructura el ensayo.
—Tengo una última pregunta: ¿qué consejos les daría a los que empiezan a escribir ensayos?
—La primera recomendación es que no empiecen a redactar sin haber pensado largamente el tema de su ensayo. Que no tengan miedo de presentar su tesis, así no parezca al inicio una idea de grandes alcances. Otro consejo es que hagan un esbozo, un plan de lo que va a ser su escrito. Esa carta de navegación ayuda mucho a los novatos ensayistas para que no se pierdan o fracturen sus ideas. Que investiguen y se documenten. Que no se conformen con una única perspectiva de un asunto. Y lo más importante, que lean y relean cada línea infinidad de veces, para que corroboren si su texto mantiene una línea argumental a lo largo de todos los párrafos.
Entusiasmado por la charla o motivado por la confianza del entrevistado, me animé a pedirle un autógrafo. Saqué de mi maleta un libro muy conocido del autor y se lo ofrecí para que rubricara este encuentro. El ensayista se sintió feliz. Acarició el libro, ajado por el uso, se detuvo en algunos de mis subrayados, buscó entre su saco un esfero plateado, volvió a la primera página del texto y, bien abajo de mi nombre, me escribió una dedicatoria. Como yo estaba de pie no alcancé a ver aquel corto mensaje. Preferí guardarlo para leerlo después. Además, necesitaba con urgencia tomarle una foto al entrevistado. Ese también era un propósito de aquel encuentro.
—Si lo prefiere, vamos a la sala de lectura; allá podemos aprovechar la luz de la calle.
—Claro que sí —le respondí.
Atravesamos un zaguán de piso brillante y llegamos hasta otra habitación en la que, como la anterior, había bibliotecas en todas las paredes. Estaba sorprendido. Antes de que yo lo interrogara el ensayista satisfizo mi curiosidad.
—Esta habitación es el templo de la literatura.
Mientras elegíamos un sitio cercano a una de las ventanas, el ensayista me confesó que ahí estaban sus textos sobre poesía. Y que diagonal a la lírica estaban los dedicados a la novela y pegados a ellos los de cuento. Al otro lado los de teatro y los de crónica… Pero fue cerca a los textos de poesía que el ensayista eligió el sitio para sacarle la fotografía.
—Es que un ensayista si no lee poesía tiende a escribir muy denso, se torna poco comunicativo. La palabra poética contribuye a la que la prosa se vuelva dúctil, maleable… Más cercana al lector. La poesía contagia al ensayo de las potencias de la imaginación.
Tomé varias fotografías. En todas ellas el ensayista no miró a la cámara sino que escudriñó por la ventana los cerros de la ciudad.
***
El ensayista me acompañó hasta la puerta. Nos despedimos, acordando una segunda sesión de entrevista unos quince días después. Yo estaba muy satisfecho. Aunque era mi primera entrevista sentí que había cumplido a cabalidad las indicaciones de la tutora: lejos de hacer un cuestionario oral había logrado mantener un diálogo genuino con el entrevistado. Me detuve al llegar a la primera esquina de ese barrio silencioso. Rápidamente saqué el libro que me había autografiado el ensayista. Leí el pequeño texto escrito en tinta negra. La letra no era tan legible. Lo que había escrito mi entrevistado me lleno de orgullo: “Bernardo: las ajadas páginas de este libro son el mejor homenaje que un lector puede hacerle a un escritor, y son el preludio de una futura amistad”.
Ahí mismo, de pie, saqué mi celular y escribí varios chats a mis compañeras de equipo de investigación, dándoles el parte de victoria de esta codiciada entrevista. Ellas participaron de mi alegría. Después busqué un taxi en una de las avenidas cercanas. A ninguna de mis dos compañeras de grupo les conté lo que me había escrito el ensayista en la dedicatoria. Quizá para preservar lo que allí él me anunciaba o porque en toda investigación, eso lo sé ahora de primera mano, hay descubrimientos personales que rebasan las objetivos académicos.
Richar Adrián Rojas Alfonso dijo:
El haberme detenido ante la lectura “El Taller del Ensayista” y a la experiencia en la producción de “un tema vuelto tesis en cuatro párrafos” durante el nivelatorio, llego a la conclusión que la elaboración de un buen ensayo es como un sensible boceto, los pensamientos al igual que los matices, implican armonizar una forma agradable.
La conformidad consiguiente de esta mixtura es lo más profundo de los ensayistas; no alcanza que las ideas de un ensayo sean agradables, deben ser además, como los compendios de un cuadro, enérgicos y atractivos, para que puedan revelar las tesis verificadas por las explicaciones de una escritura seductora.
Desde este punto de vista un ensayo se firma para ser enterado, por tanto el lector que se aproxima a él, lo crea por la escasez moral de la utopía, de la expectación y del revelación que pueda poseer, en conclusión me uno a lo que menciona Octavio Paz: “El texto es un lenguaje que al usarse se reproduce y se vuelve otro”.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Richar Adrián, gracias por tu comentario.