Otro aspecto propio de estos días decembrinos es la generosidad. La persona más humilde, el más pobre, se siente dadivoso o con las manos llenas para ofrecer un alimento, dar una bebida, entregar algún regalo o por lo menos mostrar un símbolo de liberalidad. Esa magia de la época navideña puede ser una oportunidad para  reflexionar sobre esta virtud tan fundamental en un mundo cada vez más inequitativo y deshumanizante.

La generosidad es un deseo de compartir lo que tenemos; de darnos a otros o estar disponibles cuando lo necesiten. Brota, por lo general, de una sensibilidad social y de un hondo sentido de fraternidad. La piedad y la condolencia, el altruismo y la filantropía son sus ríos nutricios. Y aunque tiene hondas raíces en determinadas religiones lo cierto es que se ha convertido en la manera laica de mostrar preocupación por el prójimo. De igual modo la generosidad es un medio eficaz para fortalecer los vínculos familiares y los lazos en comunidad.

Hay muchas formas de mostrar esa generosidad: desde el regalo que buscamos con insistencia, hasta la preparación de los alimentos para nuestros seres más queridos. Otras veces, la generosidad se torna en invitación, en velada para reavivar lazos de amistad o en reuniones festivas en las que damos gracias a los que nos han ayudado o han sido incondicionales con nuestros proyectos más queridos. Lo cierto es que la generosidad nos invita a romper la avaricia o la cicatería frecuentes, nos insta a compartir algo de lo que hemos cosechado; en suma, hace que nuestro espíritu descubra la riqueza del desprendimiento.

Sobra decir que la generosidad no necesariamente se expresa en objetos o cosas valiosas. También hay generosidad en la visita o el cuidado a un enfermo, en el acompañamiento a otra persona en momentos difíciles, en disponer la escucha y la atención para aquellos que necesitan compañía o palabras de aliento. Ser generosos es, en este sentido, desplazar nuestra presencia hasta las fronteras de la solidaridad, la caridad o el apoyo entre hermanos. Cuando somos generosos aumentamos nuestro radio de acción moral y sentimos en lo más profundo de nuestro ser que hay una filiación universal con  nuestros semejantes. Nadie nos parece extraño y a todos sentimos que podemos darles la mano.

Por supuesto, no resulta fácil hoy ser generosos. Se requiere un esfuerzo interior para serlo. Porque lo que se vive como valor supremo es el egoísmo y sacar provecho económico a costa de los demás. El mandato del capitalismo imperante es no compartir con nadie las propias utilidades; mejor aún, se considera un golpe de astucia quitarle al hermano lo poco que ha ganado. O sea que para ser generosos hay que dar una pelea con esos imperativos del mercado que proclaman el atesoramiento insensible y la tacañería social. Y el combate se torna más complejo pues, en muchos casos, hay que entender que la genuina caridad no es dar lo que podemos desechar sino desprendernos de cosas que apreciamos o consideramos valiosas. No se es generoso regalando nuestros desperdicios.

Aprovechemos entonces este tiempo navideño para ejercer el deber de la generosidad. Seamos menos avaros y compartamos con alegría un pedazo de nuestro pan o un poco de  nuestro vino. Dejemos por un momento el mandato del interés egoísta y hagamos de nuestro tiempo o de nuestros actos un continuo proceder dadivoso. O si se prefiere, tornemos nuestro hogar en un lugar hospitalario y llevemos a todas partes, como una proclama, el mensaje cálido de la generosidad.