Ilustracion de la artista vietnamita Tran Nguyen

Ilustración de la artista vietnamita Tran Nguyen.

Buena parte de los mensajes o los deseos de los días navideños están asociados a la paz y la tranquilidad. Anhelamos estar en armonía, queremos un sosiego bienhechor, una sintonía entre el ritmo de nuestro corazón y el movimiento del mundo. Todo a nuestro alrededor parece detenerse para que sea posible el descanso, la calma en nuestro espíritu. Reflexionemos brevemente sobre esta tranquilidad que traen consigo las fiestas decembrinas.

Lo más evidente es que la tranquilidad proviene de permitirnos la despreocupación. Cerramos la oficina, el taller o el negocio y, al hacerlo, alejamos de nuestra mente los afanes y obligaciones cotidianas. Tal acto de manumisión nos pone en la dimensión del reposo, de una quietud que comporta una placidez exquisita. Cuando estamos tranquilos nos sentimos poderosamente libres, desenvueltos, soberanos. Y al estar así, amparados por los dioses de la calma, renace en nosotros el talante lúdico y creativo. Volvemos a la niñez esencial, a esa edad del alma en la que todo nos provocaba alegría y asombro.

Por estar inmersos en esa mansedumbre los pequeños inconvenientes apenas nos causan molestia, y nuestro temperamento baja el umbral de ansiedad y agresión. Al estar tranquilos dejamos de andar a la defensiva y emanan de nuestro ser, sin ningún esfuerzo, el afecto y la cordialidad. Crece la tolerancia y hasta nos convertimos en mediadores de conflictos ajenos. Por estar tranquilos apreciamos de mejor manera las cosas sencillas de la vida y las manifestaciones siempre mágicas de la naturaleza. Se nos afinan los sentidos, nos sentimos más livianos y por momentos adquirimos las características de los seres contemplativos. La tranquilidad, así entendida, es el mejor estado para que los seres humanos disfrutemos el don de la vida.

A algunas personas les queda más fácil encontrar la tranquilidad en el silencio y, otras,  la buscan alejándose de las turbulencias citadinas. Hay espíritus que aplacan su efervescencia concentrándose en la lectura y existen personalidades que necesitan de la oración o la meditación profunda para poner su alma en equilibrio. Sea como fuere, la tranquilidad es un relajante de nuestro psiquismo, una tarea de primer orden con la paz interior que es la gran reguladora de nuestras decisiones. Si no hay tranquilidad, si toda nuestra alma se halla convulsionada y en permanente sobresalto, poco a poco iremos dejando huérfana nuestra intimidad, y empezaremos a reaccionar como animales salvajes. Es la tranquilidad la que nos provee de aplomo y suavidad; la que crea un campo abonado para la ternura y las buenas relaciones humanas.

Cuánto necesitamos hoy ser unos emisarios de tranquilidad; negarnos a ser cómplices de la agresión gratuita y la celeridad de los modelos económicos deshumanizantes. Que luchemos todos, en nuestra pareja, en nuestra familia, para que a pesar de las dificultades seamos capaces de defender el beneficio de la tranquilidad. Porque si conquistamos esa pauta de convivencia, tendremos un lugar acogedor para revivificar los afectos, un ambiente regenerador para construir ciudadanía, una reserva de sabiduría para emitir los juicios más adecuados. Permitamos que la tranquilidad cante sus serenas melodías en nuestro hogar y hagámosla extensiva a la comunidad en que vivimos.  

Subrayemos, en tinta llamativa, la mayor aspiración navideña: dejar el envolvente y frenético correr del estrés, de los compromisos derivados de la sobrevivencia o las angustias laborales y ponernos en actitud de descanso. Nuestro deber es convertir los días de navidad en un tiempo para el ocio, la recreación, el juego, el cuidado de sí; hacer que el estar de vacaciones sea, efectivamente, un cambio de rutina para airear la mente y darle un recreo a esa máquina obediente de nuestro cuerpo. Démosle a la tranquilidad la oportunidad de reponer nuestras fuerzas y serenar nuestra alma.