Los días de navidad, las fiestas del último mes, traen consigo el tiempo de la rememoración. Cada año, se “viste” de nuevo el pesebre, se decora una vez más el árbol de navidad, se reúne toda la parentela para compartir una cena. Las fiestas decembrinas exigen la emergencia de los ritos, sin los cuales dichas fechas perderían su trascendencia. Tomémonos unos minutos para reflexionar sobre este conjunto de actos y palabras propios de la celebración.
Salta a la vista que los ritos tiñen la vida cotidiana de una luz o una pátina distinta a la habitual. Cada vez que envolvemos un regalo con tanta delicadeza y esmero, lo hacemos para sumarle al objeto un valor adicional; cuando preparamos la mesa, detalle a detalle, ansiamos sumar a los alimentos un sabor del afecto o el agradecimiento. Los ritos sacralizan lo banal, impregnan de otro sentido lo más cotidiano. De esta manera, un día corriente se transforma en un evento solemne, una reunión cualquiera se muta en un evento memorable.
De otro lado, los ritos son la manera como las tradiciones perviven. A través de los rituales se sigue manteniendo una costumbre, se perpetúa una creencia o se impregna en los más jóvenes un vínculo con el pasado, con las tradiciones constitutivas de un pueblo o una comunidad. Los ritos son los heraldos de un pasado que al vociferar su mensaje en el presente establecen un puente inmediato con el porvenir. Por eso son tan importantes los ingredientes precisos para determinada receta (los que usaba la madre o la abuela), por eso son irremplazables los villancicos de la novena de aguinaldos, por eso sigue siendo tan valiosa la reunión de la familia en la nochebuena o el fin de año.
Porque los ritos poseen otra fuerza adicional: convocan, reúnen, aglutinan voluntades. Las campanas de la iglesia llaman a sus fieles a celebrar y festejar una fe inquebrantable; el deseo de ver de nuevo a la familia o los seres queridos, hace que se anhele cuanto antes llegar al hogar materno; la curiosidad por abrir los regalos pone a los niños en disposición de esperar la visita del niño dios. Los ritos llaman, convidan, congregan. Y los invitados a este ceremonial saben que no pueden presentarse de cualquier manera, que necesitan –como los reyes magos– llevar algún regalo o un símbolo para estar a tono con esa fiesta de renovación. Ni llegamos ni salimos de la misma manera al haber participado de un ritual: algo en nosotros se modifica o, al menos, sufre un revuelo emocional.
Precisamente, dadas estas particularidades de los ritos es que echan raíces en la memoria de las personas. La fiesta de hoy es motivo de recordación para la celebración de mañana. Cada rito potencia el venidero en una cadena de anécdotas, situaciones, circunstancias que, por haberse dado en dicho tiempo, se tornan inolvidables. Si no fuera por los ritos iríamos perdiendo la memoria de los hitos fundacionales de una cultura, un pueblo o una familia. Son los ritos los que nos protegen de quedar a la deriva del olvido o perdidos en el anonimato existencial.
Así que, mientras rezamos la novena, abrimos un regalo o compartimos la cena navideña, pensemos o caigamos en la cuenta de la importancia de los ritos. Démosles la trascendencia que se merecen, no pasemos por alto o trivialicemos los elementos y las maneras que los constituyen. Los ritos son talismanes potentes para la rememoración, una herencia viva de nuestros mayores y, si lo queremos, son un legado que podemos dejar a las nuevas generaciones.