¿Quién no ha esperado en navidad un regalo? y ¿quién no ha sentido desde el fondo de su corazón el deseo de darle a un ser querido un obsequio en estas fiestas? Con cuánta dedicación se envuelven y preparan unos detalles, siempre anhelando que la sorpresa sea el supremo objetivo. Cómo brillan los ojos de los niños al tratar de adivinar lo que esconden los paquetes vistosos, protegidos celosamente por el árbol de navidad. No podría ser de otra manera: la navidad es la época del obsequio, del ofrecer a otros signos de cariño o agradecimiento. Miremos con alguna atención el significado de regalar, el simbolismo de estas manifestaciones de la estimación o la simpatía.
Un regalo, hay que decirlo de una vez, es la demostración del afecto. A través de él, mediante su contenido, expresamos muchas cosas: el apoyo recibido en un momento específico de nuestra vida, la certeza de una compañía o la complicidad en un proyecto, el reconocimiento a una tarea o un trabajo durante muchos meses, la honda estima o el profundo amor por alguien… De todo ello, los regalos ofrecen o pretenden dar testimonio. Y aunque sean pequeñas cosas o no tengan un precio comercial excesivo, los regalos aumentan su valor al bañarlos con el barniz de la gratitud, el amor o la consideración. Las cosas se convierten en objetos sensibles, en dádivas mágicas que comunican la amistad o la fraternidad, en tributos excepcionales para resaltar un sentimiento.
Dos dinámicas se gestan al interior de los regalos. La primera es la propia de quién da el obsequio. En este caso, para que el regalo sea valioso, se requiere un rastreo anterior, una indagación cuidadosa del gusto o la necesidad que se anhela satisfacer con el detalle. Esa tarea preparatoria es la que da nombre propio al regalo, y la garantía de que tal adivinación de en el blanco de la sorpresa. Después de esta elección, viene la etapa del embalaje del regalo. Ahora se trata de cubrirlo con un vestido acorde al destinatario. No es cuestión de envolverlo de cualquier forma. El regalo cobra más interés si se lo oculta con ropajes seductores. Un moño, un papel atractivo, una decoración, dotan al regalo de un hechizo digno del mensaje esperado. Posteriormente viene el momento de la entrega del regalo: aquí también es necesario crear un clima para ofrecer el obsequio, es vital que haya un ritual mediante el cual ese don llegue a las manos del destinatario. La otra dinámica proviene del que recibe el regalo. Bien sea porque cultiva esa esperanza previa o porque se siente realmente conmovido al momento de recibir el obsequio. Las manifestaciones de regocijo, de júbilo, son el festejo del don. Si no existe un abrazo en respuesta al obsequio recibido, el regalo pierde su encantamiento.
Y aunque en diciembre es costumbre el trueque de obsequios, lo más interesante del regalo es que no espera una retribución equivalente. No es un asunto regulado por la lógica del mercado o el negocio. El regalo se nutre de la gratuidad, del milagro de la dádiva, del altruismo. De allí por qué cobre tanta relevancia darle a los niños un obsequio, porque nos basta recibir de ellos una sonrisa, o su alegría al abrir el regalo o el alborozo de estrenar los juguetes. La fantasía de papá Noel –la mítica actitud del abuelo bonachón– pone en alto relieve el goce de entregar sin esperar retribución, la satisfacción profunda que entraña la caridad. El regalo se autoalimenta de la bondad o la filantropía.
Celebremos en esta nochebuena la fuerza simbólica del regalo, el vínculo emocional que posibilita entre los seres humanos. Participemos de ese rito de la entrega de obsequios, aplaudamos, multipliquemos los abrazos y los besos, compartamos la felicidad de estos aguinaldos, porque mediante esas cosas, a través de esos presentes que van de una mano a otra, hacemos un homenaje a la generosidad y, muy especialmente, exaltamos el auténtico desprendimiento.