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Ilustración de Moebius (Jean Giraud).

—¿Usted ha tenido alguna experiencia estética?

—Sí, en varias ocasiones.

—¿Podría ubicar una de ellas?

—La vez que leí en dos días, si mal no recuerdo, La muerte de Virgilio de Hemann Broch.

—¿Un cuento o una novela?

—Una novela en la que se combinan la poesía, el ensayo, la reflexión política y estética…

—¿Y qué fue lo que le sucedió?

—Primero que todo hubo una sintonía con esa obra. Estaba en el sótano de la librería Lerner indagando por otros libros, en compañía de mi amigo Carlos Paz. Por aquel entonces yo estudiaba derecho pero ya tenía metido en el corazón el deseo de retirarme y dedicarme completamente a la literatura. Sin embargo, me seguía atrayendo la política y, especialmente, la lógica jurídica y la teoría de la justicia. Mi amigo Carlos Paz, por casualidad, halló este libro y empezó a hojearlo. Encontró un parlamento y me llamó para leérmelo, como acostumbraba hacerlo, en voz alta. En ese párrafo él encontraba argumentos para que yo no dejara el derecho, para que siguiera estudiando leyes. Yo le arrebaté el libro y miré al azar otras páginas adelante. Leí mentalmente otro párrafo, e inmediatamente le contesté a Carlos, citando en voz entonada aquél apartado que contradecía y defendía a la poesía y su no contaminación con la política. Tanto mi amigo como yo estábamos maravillados. Así estuvimos varios minutos hallando en ese texto argumentos y contraargumentos a una decisión que venía madurando en mi conciencia.

—¿Y qué pasó luego?

—Pues compré el libro y salimos a la calle 13. Conversamos un poco más sobre el asunto con Carlos pero la obra me sedujo y yo lo que quería era devorarla de principio a fin. Supongo que en el taxi que detuve seguí mirando el texto de pastas verdes oscuras. En las solapas de la portada y la contraportada me enteré de quién era Hermann Broch y una síntesis apretada del contenido de la novela. Palabras más, palabras menos era una ficción sobre los últimos días del poeta Virgilio con el manuscrito de La Eneida en un cajón y su deseo de quemarla o conservarla.

—¿Y qué sucedió después?

—Llegué a la casa, comí algo ligero y me dispuse a devorar ese manjar de más de cuatrocientos cincuenta páginas. Creo que esa noche seguí de largo. Tengo viva esa emoción y ese conflicto entre Augusto y Virgilio; tengo presentes poemas y largos disquisiciones de los dos personajes principales. Recuerdo que me aprendí de memoria un apartado que dice: “Erguido es el hombre. Él solo. Pero se tumba para descansar, amar y morir”. Esta cita la utilicé luego como uno de los epígrafes en mi libro Homo Erectus en el que venía trabajando por aquellos años. Lo cierto es que amanecí conectando con el libro. Sé que me bañé de afán, me preparé algo de desayuno y seguí leyendo, dejando de lado mis clases de derecho. Ese día no asistí al Externado de Colombia. Estaba encandelillado por la prosa poética de Broch. Fascinado. Durante todo el día continúe leyendo y hacia el final de esa noche terminé la novela. No sentía cansancio, ni remordimiento por no asistir a clase.

—¿Y eso le pasa con todas las novelas que lee?

—Por supuesto que no. Creo que la novela llegó en un momento clave de mi vida. Y dado que ponía a circular mis dudas, mis inquietudes y mis anhelos, entonces, como que había un ambiente propicio para ese encuentro.

—¿Podríamos decir, en consecuencia, que la experiencia estética requiere de ciertas condiciones para darse?

­—Yo creo que sí. O mejor, si no hubiera estado viviendo esa situación vital pues, quizá, no hubiera tenido la misma resonancia, el mismo eco interior. Creo que influyó también que el conflicto de fondo de la obra era entre la política y el arte, que en últimas era mi mismo dilema.

—¿Había, por decirlo así, cierta identificación?

—De alguna manera. Eso es fundamental. Si no hay ese vínculo o esa relación es muy difícil que se tenga una experiencia estética. Por eso son tan claves los rituales, los contextos, las condiciones previas para que una obra logre “tocar” a un lector o a un espectador. Pienso ahora en algunas de las salas y en la iluminación del museo de El Prado. Y esas largas sillas de madera puestas estratégicamente para vivir a plenitud la contemplación. Obvio, si hay todo eso pero falta una zona de afectación en el lector o en el espectador pues lo más seguro es que no se dé o se produzca parcialmente dicha experiencia.

­—¿Suena un poco complejo todo esto?

—En la práctica es bastante sencillo. Asistes a ver una película (no lo haces con la intención de tener una experiencia estética), pero en la medida en que va proyectándose la cinta hay asuntos, diálogos, personajes, ambientes con los que te vas identificando (mímesis, las llamaba Aristóteles) y, entonces, poco a poco, dependiendo de ciertas condiciones y marcas personales, terminas con los ojos llenos de lágrimas o con el corazón con ganas de explotar dentro de tu pecho.

—¿Por qué hablas de ciertas marcas personales?

—Porque puede suceder que tú salgas conmovido, transformado y emocionado hasta el tope y otros asistentes a la sala apenas les haya parecido una película muy semejante a tantas otras. Eso que te cuento lo viví con Muerte en Venecia de Visconti. Estuvimos en cine varios amigos, y que yo sepa sólo a mí me afectó tanto la lucha de Aschenbach buscando a Tadzio en medio de la peste en Venecia. Quizá porque yo en esa época estaba en esa búsqueda. Quizá porque los creadores de arte andan como él buscando la belleza.

­—¿Qué otra condición sería clave para tener una experiencia estética?

—Te repito que este es mi caso. Puede que con otras personas sea diferente. Porque en últimas, y esa es la fuerza fascinante del arte, es que en cada persona es diferente. Pero, volviendo a tu pregunta, me parece que para darse la experiencia estética se requiere una especie de concentración o entrega a una obra específica. Fíjate que en el caso de la novela de Broch estuve metido en ella durante varias horas sin “desconectarme”. Rompí con la rutina de estudio y me entregué a esa novela como mi única preocupación. El resto desapareció o quedó como un brumoso telón de fondo. Y en el caso de la película de Visconti recuerdo que después de haber caminado varias cuadras conversando con los amigos, después de haber compartido varias cervezas en “El griego” hablando sobre el film, llegué a mi casa y me concentré en mi diario a escribir sobre esa cinta. Es más, de allí salieron varios textos titulados “Buscando a Tadzio”. La idea era seguir conectado con la película. Y al otro día busqué la novela. Porque aunque yo ya había leído José y sus hermanos, aún no había devorado esta obra de Thomas Mann.

—¿La experiencia estética es más asunto de intensidad que de cantidad?

—Creo que sí. Supongo que hay personas que alcanzan esa intensidad en pocos minutos y otros que requieren de una mayor exposición para alcanzar dicho estado.

—¿Se me ocurre ahora que algo semejante ocurre con el arrebato de los místicos?

—En algo se parecen esos dos estados. Por eso para los místicos es tan importante el ayuno y la meditación. Es muy difícil tener una experiencia estética o una experiencia mística sin concentración, sin una atención imantada desde un único punto. Todos los sentidos se convierten en aliados o están enfocados hacia esa obra o hacia aquello que ha capturado la médula de nuestro interés.

—¿Cabría mencionar otras características de la experiencia estética?

—No sé si será otro rasgo, pero por tratarse de una experiencia, debe involucrar los sentidos, las emociones. Por eso Hans Robert Jauss consideraba que la base de una experiencia estética estaba en la aisthesis, en los sentidos. Es a través de los diferentes sentidos como entramos en contacto con una obra de arte. Oído, vista, tacto. Y si los sentidos no están educados, si no han estado expuestos a este tipo de manifestaciones seguramente no atraparán su atención. No sobra recordar que los sentidos se educan. Y cuando los sentidos se forjan, cuando están expuestos a estas manifestaciones del arte, les será más fácil reconocer dichas manifestaciones y provocar la conmoción o el entusiasmo el en lector o el espectador. Por supuesto, ese trato continuo se convierte en experiencia, es decir, en memoria, en historia personal. Creo que la experiencia estética en este sentido cambia o se transforma según el caudal de experiencia del lector o el espectador. Lo que hace ese caudal es preparar de mejor manera los sentidos para apropiar o percibir una obra de arte.

­—¿Y no habría una experiencia estética natural, por decirlo así?

—Supongo que sí. Pero alguien, una persona o una comunidad, debió ayudar a valorar ese paisaje o esa música como algo valioso o importante. Por eso creo que dependiendo las culturas cambian los criterios para valorar estéticamente una obra artística.

—¿O sea que uno aprende a tener experiencias estéticas?

Entiendo que una experiencia, cualquiera que sea, implica pasar los sentidos y las emociones por el cedazo de la reflexión. Y, al hacerlo, se vuelven memoria, memoria encarnada. En este sentido, se aprende una disposición y un sentido de la experiencia estética. Así como en el gusto. De allí el valor de la educación y los procesos formativos en la familia o en espacios como la escuela…