Hermosa paradoja la que nos plantea Walter Ong en sus reflexiones sobre la escritura[1]. Porque si de una parte, cuando escribimos “disociamos el que escribe de lo escrito”, de otra, gracias a esa misma escisión, conquistamos la perdurabilidad.
Ong retoma una afirmación del poeta galés Henry Vaughan, según la cual “cada libro es un epitafio”[2]. Entre otras cosas porque las grafías, esos signos con los cuales trabaja la escritura, no contienen la viveza y el gesto de la vida; porque son una tecnología no natural. La escritura, nos lo recuerda Ong, es artificial. Lo que hay en su interior es vida esquematizada, seca y sin posibilidad de interpelación. Y, sin embargo, de “esa rígida estabilidad visual”, de esa “mortalidad textual” la escritura se levanta como Lázaro, el resucitado bíblico, para hablarle al lector que toca su osamenta de signos[3].
Por supuesto, el acto de escribir guarda una secreta relación con la muerte[4]. Una simbiosis igualmente paradójica. El escritor sabe que cuando escribe detiene o fija la vida de sangre y nervios cotidianos. Porque de toda la diversidad de significados que goza la palabra, el escritor elige uno, solo uno, que pueda decir lo que él siente o piensa. Digamos que excluye o elimina la variedad por un afán de precisión. El escritor intuye que tal recorte es siempre imperfecto, arbitrario, pero confía en que su elección se la adecuada para lograr comunicarse[5]. Por lo demás, sabiéndose un ser finito, acepta que no puede sino entrar en el juego de las variaciones y las permutaciones de los signos. Aunque, desde luego, guarde la esperanza de que más tarde otros accedan a su escritura.
Resulta interesante, analizar por un momento, la relación entre la tecnología de la escritura y esa otra tecnología de la fotografía: las dos son técnicas para fijar el tiempo; las dos detienen la vida para revelarla más tarde[6]. Escribir y fotografiar son técnicas que, además de demandar unos útiles específicos, subrayan lo artesanal del oficio, esa tarea de capturar lo fugaz con la finalidad de eternizarlo. La escritura y la fotografía son artificios humanos para atrapar el tiempo. Pero lo paradojal de esa cacería del instante, de ese proceso de sujeción de lo que huye, no es el valor de la presa para el presente, sino la valía que adquiere después, en un tiempo futuro. Al mirar el álbum o al leer lo escrito, lo que fue retenido en el ayer se recupera, de manera indirecta, como emblema[7] o como alegoría[8].
Reiterémoslo: el escritor, retiene el tiempo, lo embalsama en signos, para devolverlo ‒esa es su esperanza‒ más tarde, mucho más tarde, cuando otros seres de carne y hueso lleguen con sus ojos curiosos a descifrar su limitada obra[9]. La escritura es, en este sentido, una tarea de alcances lentos y tardíos. Apresa la inmediatez pasajera de la vida para transformarla en una sustancia incorruptible al tiempo.
Y al igual que las inscripciones en los sepulcros, la escritura tiene “una voluntad de conmemoración”[10], para usar un término del historiador Philippe Ariès; escribimos porque deseamos celebrar o elogiar lo que de alguna manera ya no existe. La escritura, “afirma la identidad de la vida o de las personas en la muerte”[11]. Podría decirse que los epitafios europeos del siglo XIV, esos que en sus inscripciones dirigían una plegaria a los caminantes, se asemejan mucho al propósito del escritor: lograr que el lector cuando lea su escritura se detenga por un momento y evoque o rememore. Toda escritura es una “plegaria de intercesión” en el tiempo[12]. La escritura y los epitafios recuerdan, rememoran; son, de alguna manera, “una voluntad de sobrevivir en la memoria de los hombres”[13].
La paradoja es evidente: los escribas reúnen en su oficio a la vida y a la muerte. Por eso, entre sus útiles de trabajo, además de la paleta y la caja de pinceles, llevan también el pigmento rojo y el pigmento negro[14]. Recordemos que Thot, el dios egipcio patrono de los escribas, era también un dios medidor del tiempo. Thot formaba parte de los juicios de los hombres a la hora de la muerte, junto a Maat la diosa de la pluma de la verdad[15]. Entonces, la tarea de los escribas comporta esa doble condición: detener para eternizar; encarcelar al instante con el fin de liberarlo después en la plaza de la recordación. Tal vez cada signo de los escribas esté condenado a parecer una elegía funeraria[16]. Pero no entendida como una forma para invitar al llanto, sino como una festiva labor de sortear la finitud.
Notas y referencias:
[1] Véase el capítulo IV “La escritura reestructura la conciencia” en su libro Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
[2] Op. Cit., p. 84.
[3] De allí por qué, en la lección inaugural de la cátedra “Escrito y cultura en la Europa moderna” del College de France, Roger Chartier afirmara que leer es “escuchar a los muertos con los ojos”, en Escuchar a los muertos con los ojos, Kanz, Madrid, 2008, p. 53.
[4] Op. Cit., p. 83. Esta relación fue una de las preocupaciones vertebrales de Maurice Blanchot, especialmente en su obra El paso (no) más allá, Paidós, Barcelona, 1994. Comenta Blanchot: “La escritura marca y deja marcas. Lo que le es confiado, permanece. Con ella comienza la historia bajo la forma institucional del libro y comienza el tiempo como inscripción en el cielo de los astros, por medio de las huellas terrestres, de los monumentos, de las obras. La escritura es recuerdo, el recuerdo escrito prolonga la vida durante la muerte”, p. 61-62.
[5] Piénsese en la etimología del término “escribir” y su relación con la raíz indoeuropea “skribh”, que significa, precisamente, “cortar” o “separar”. En Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor, Alianza, Madrid, 1997, p. 162.
[6] En esta perspectiva son claves los planteamientos de Régis Debray en su libro Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en occidente, Paidós, Barcelona, 1994.
[7] Cabe agregar aquí que el emblema evoca in absentia. Cotéjese el Diccionario de enciclopédico de las ciencias del lenguaje de Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Siglo XXI editores, México, 1978, p. 264.
[8] Tanto la fotografía como la escritura hablan de “otro modo” de la vida que les sirvió de referencia, en este sentido, son alegóricas. Véase, Manual de retórica de Bice Mortara Garavelli, Cátedra, Madrid, 1988, p. 296.
[9] José Saramago ha insistido en ello; en una entrevista a ĺpsilon, Público comentaba: “Gabriel García Márquez decía que escribía para gustar. Es más exacto decir que la gente escribe porque no quiere morir. Ser amado por el otro no está en nuestras manos; podemos escribir para que ocurra, y luego ocurrirá o no ocurrirá. Puesto que tenemos que morir, que algo quede. No se trata de inmortalidad… eso sería un disparate. Se trata de un reconocimiento durante algún tiempo más”, recopilado En sus palabras, Alfaguara, Bogotá, 2010, p. 243.
[10] Philippe Ariès, El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid, 1977, p. 180.
[11] Op. Cit., p. 185.
[12] Este es uno de los ejemplos de inscripciones funerarias que documenta Ariès, la de un Montmorency, muerto en 1387, y enterrado en la iglesia de Taverny: “Buenas gentes que por aquí pasáis, no olvidéis rogar a Dios por el alma del cuerpo que reposa aquí abajo”, Op. Cit., p. 187.
[13] Op. Cit., p. 230.
[14] Léanse los capítulos 5: “Alfabetización y condición social: ¡hazte escriba!” y 6: “El escriba en acción” del libro de T.G.H. James, El pueblo egipcio. La vida cotidiana en el imperio de los farones, Crítica, Barcelona, 2003. En uno de los textos de prácticas usados para enseñar a los futuros escribas se lee: “El hombre se corrompe, su cadáver es polvo. Toda su parentela ha perecido. Pero un libro conserva su memoria a través de la boca del que lo recita. Ese mejor un libro que una casa bien construida, que una tumba-capilla en el oeste”, citado por Barry J. Kemp en su obra 100 jeroglíficos. Introducción al mundo del antiguo Egipto, Crítica, Barcelona, 2005, p. 198.
[15] Sobre este punto resulta interesantísima la obra es la Richard H. Wilkinson, Cómo leer el arte egipcio. Guía de jeroglíficos del antiguo Egipto, Crítica, Barcelona, 1995. De igual modo pueden consultarse El templo del cosmos de Jeremy Naydler, Siruela, Madrid, 2003, especialmente el capítulo 12: “El final del viaje al otro mundo”, pp. 305-327.
[16] Como lo refiere Eduardo Camacho Guizado en su magistral obra La elegía funeral en la lengua española, los escritores repiten con Miguel de Unamuno: “Con cantos a la muerte henchir la vida, / tal es nuestro consuelo”, Uniandes, Bogotá, 2009, p.39.
profejesusolivo dijo:
Maestro, reciba un caluroso saludo.
Hoy, en motivo del texto que convoca, quiero compartir algunas ideas fuerza que extraje, después de haber releído el texto de Walter Ong, oralidad y escritura.
Gracias, maestro por todos los grandes aportes hechos a mi cualificación.
Subrayados importantes de la lectura de Walter Jackson Ong e ideas construidas.
Oralidad y escritura Tecnologías de la palabra.Fondo de cultura económica; traducción de Angélica Scherp, México 2001.
La escritura es tan potente que transforma el pensamiento y las expresiones de los sujetos, en palabras de Bacon, la escritura vuelve al hombre preciso.
La escritura es una forma de representación del pensamiento, las palabras hacen presencia en la escena de lo visual, gracias a esta tecnología.
Muchas características del pensamiento y la expresión dentro de la literatura, filosofía y la ciencia, no son inherentes a la existencia humana como tal, sino que se originaron debido a los recursos que la tecnología de la escritura pone a disposición de la conciencia humana.
La escritura, consignación de la palabra en el espacio, extiende la potencialidad del lenguaje…da una nueva estructura al pensamiento.
La escritura nunca puede prescindir de la oralidad, mientras la oralidad existe y ha existido sin presencia de la escritura.
El conocimiento de la escritura, restituye la memoria; no obstante, también es causal de abandonar la oralidad.
Uno sabe lo que puede recordar.
El texto libera la mente de las tareas conservadoras de la memoria.
Las palabras habladas siempre constituyen modificaciones de una situación existencial, total, que invariablemente envuelve el cuerpo.
La vista aísla; el oído une. Es el contraste que se presenta entre texto escrito y la escucha, como por ejemplo la lectura en voz alta. Es una de las tantas posibilidades de armonizar y tejer dentro de varias alternativas un mundo lleno de sentidos y significados, tanto para quien lee como para el que escucha.
La escritura reestructura la conciencia. Ésta ha transformado la conciencia humana.
La escritura, la imprenta y la computadora son formas de tecnologizar la palabra.
Para vivir y comprender totalmente se necesita proximidad y distancia, ésta última aporta a la conciencia como ninguna otra puede hacerlo. Hace referencia aquí al poder de transformación que posee la escritura como distanciadora.
El aprendizaje de una habilidad tecnológica, como la escritura, difícilmente puede ser deshumanizadora.
La escritura, esa tecnología que ha moldeado e impulsado la actividad intelectual del hombre moderno. Por ello la importancia que tiene el conocimiento de ésta en los procesos del pensar.
El giro del lenguaje oral es en esencia un cambio de sonido al espacio visual, refiriéndose a la escritura.
La invención de la imprenta marcó profundamente la palabra misma en el proceso de manufactura y la convirtió en una especie de mercancía; se refiere a la palabra vuelta escritura.
Fue la impresión, no la escritura, la que de hecho ratificó la palabra y, con ella, la actividad intelectual.
Escribir y leer, como se ha visto, son actividades solitarias (aunque al principio la lectura se practicaba con bastante frecuencia de manera comunitaria). Aquí toma valor el dar de leer, posibilidad para poner en lo oral el texto escrito que aísla.
Gracias y hasta una nueva oportunidad.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Profejesusolivo, gracias por tu comentario.