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Ilustración de Catrin Welz-Stein.

El cuerpo es una perfeccionada obra de la naturaleza; los hábitos, una lenta construcción de nuestra voluntad.

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Dos son los arquitectos de la voluntad cuando quiere constituir un hábito: el convencimiento y la constancia.

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Sólo el futuro sufrimiento o la penosa enfermedad son los que pueden de manera súbita hacernos cambiar de hábitos.

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La dificultad inicial para incorporar un nuevo hábito contrasta con la facilidad de los hábitos adquiridos.

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Lamentamos en la edad adulta los hábitos que, por un exceso de consentimiento, no fueron inculcados cuando niños por nuestros mayores. A veces, la desmedida dulzura produce con el tiempo frutos amargos.

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Algunos hábitos pueden conducirnos a la ruina; otros, con el tiempo, se convierten en una tabla de salvación.

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En determinados casos, a la mala fortuna deberíamos ponerla bajo la protección de un nuevo hábito

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La prueba del poder de los hábitos se muestra en la dependencia que padecemos cuando a ellos estamos sometidos.

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¿Qué es incorporar un nuevo hábito? Hacer que un huésped se convierta en residente.

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El automatismo es la utopía de los hábitos.

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Más allá de los conocimientos, las clases y las tareas, la escuela sigue siendo un lugar al que vamos para proveernos de algunos hábitos.

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La razón por la cual los malos hábitos son tan difíciles de erradicar es bien sencilla: nadie acepta como esclavitud lo que alguna vez fue un acto de libertad.

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Las rutinas son la cáscara de los hábitos. Su médula, las costumbres.

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Así como para habitar un territorio se requiere tomar posesión de él; de igual modo, para adquirir un hábito es indispensable dejar el nomadismo de la inconstancia y optar por el asentamiento de un propósito.

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La verdadera y esencial valía de la crianza radica en forjar determinados hábitos.

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El hábito sí hace al monje. Pero no hablando de indumentaria, sino del carácter.

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Veintiún días, afirmaba William James, se necesitan para asimilar un nuevo hábito. Y a veces se requiere toda una vida para deshacerse de uno contraproducente.

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Fuerza de voluntad: mejor fármaco hasta ahora conocido para curar los malos hábitos.

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El hábito genuino no necesita ni premios ni castigos. Es una expresión de genuina autodeterminación.

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La voluntad, cuando de hábitos de trata, es como un árbol: necesita antes que nada echar raíces resistentes, profundas, absorbentes.

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El talento sin el apoyo de los hábitos es apenas un asomo de genialidad.

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Por andar tan preocupados del ejercicio físico hemos descuidado el fortalecimiento de la interioridad. Es saludable, por lo mismo, empezar a asistir al gimnasio de los hábitos para ejercitar la fuerza de voluntad.

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Toda tiranía es repudiada y maligna; pero la de los hábitos es deseable y provechosa.

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Los hábitos necesitan de plasticidad para acomodarse dentro de nosotros; pero, luego, es su dureza la que les garantiza larga permanencia.

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Los vicios son los hábitos que, a escondidas, aprende el cuerpo.

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Un discernimiento verdadero o un examen de conciencia sin autoengaño deberían –de vez en cuando– llevarnos, como los religiosos, a colgar ciertos hábitos.

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Analizados en retrospectiva, desde el mirador de la vejez, algunos hábitos parecerán manías y, otros, señales inequívocas de nuestra personalidad.