conferencista

En mi reciente visita a la Feria del libro de Guadalajara –aunque no sólo en este evento– he constatado un problema de los conferencistas o ponentes a un panel académico. Me refiero a la poca importancia dada al tipo de auditorio o a las características del público presente. Vengan de donde vengan, hablen de lo que hablen, el proceder de los conferencistas es semejante: cumplir con leer un texto escrito o leer lo que ya se traía previamente organizado en unas diapositivas.

Son excepcionales los conferencistas que, dependiendo de su auditorio, cambian, adaptan o modifican lo ya preparado. La mayoría, hace caso omiso del público y se concentran más en no olvidar leer ninguna de las diapositivas o en terminar a como dé lugar todas las páginas de su ponencia. Es como si se partiera del hecho equivocado de concebir al auditorio como un grupo de personas homogéneo o estandarizado. Muy poco los ojos de los conferencistas indagan en las características de los presentes y menos aún en las expectativas provocadas por el título en una programación o por las generadas sobre una temática específica.

A veces esta falta de conciencia en el auditorio es una manera de enfrentar el temor a hablar en público. Los nervios escénicos parecen mermarse si se mira poco a la concurrencia o se enfoca la atención en la pantalla y la segura secuencia establecida por un power point. Estos conferencistas exponen sus disertaciones o sus planteamientos como si estuvieran instalados en una burbuja, inmunes a los gestos de apatía o de desinterés de los asistentes. Tal vez sea este mismo temor de hablar en público el que hace también que los conferencistas pierdan la noción del tiempo que llevan hablando. Su discurso carece de autorregulación. Y lo más frecuente es que deba ser el coordinador de mesa o el maestro de ceremonias quienes los corten o les anuncien los pocos minutos faltantes para dar término a su charla. Dicha advertencia, en lugar de llevar al conferencista a redondear las ideas o hacer una síntesis de los planteamientos, lo pone más nervioso, conduciéndolo a acelerar su lectura creyendo que en tres minutos podrá dar cuenta de las cinco o seis páginas restantes o del sinnúmero de diapositivas que le faltan por exponer. El resultado, como podrá adivinarse, es catastrófico: sensación de insuficiencia, de fragmentación, de incomunicación.

Es muy probable que esto suceda por tres razones que son esenciales en esto de dictar una conferencia, una ponencia o una charla. Un primer asunto, prioritario, es el de preguntar a los organizadores del evento –cuando se acepta la invitación– quién va a ser el público o a quiénes se esperan como asistentes. Esto determina el tono, los ejemplos y hasta la misma extensión del contenido del tema solicitado. El buen conferencista, con esa información preliminar, prefigura su audiencia y, desde esa palestra, organiza su disertación. Y entre más datos tenga de su público más efectiva será su charla.

Otra cuestión es la de escribir la ponencia –cuando se recurra o se solicite este medio– con párrafos de enlace o apartados bisagra que le permitan a los oyentes seguir el hilo del discurso. A veces el texto de una conferencia se escribe como si se partiera del supuesto de que el asistente lo tiene frente a los ojos, olvidándose de que el conferencista sólo cuenta con las inflexiones de su voz, con las pausas, los gestos y la dramatización de su oralidad para hacer visible lo que está leyendo. Dicho de otra forma: el buen conferencista debe escribir su texto no tanto para ser leído, sino para ser escuchado.

Un punto adicional tiene que ver con las ayudas audiovisuales. Los buenos conferencistas saben que no deben cargar sus presentaciones con demasiado texto, y que son ellos los protagonistas esenciales de una disertación. Su labor, entonces, no consiste en ser operarios encargados de pasar unas diapositivas, en actuar como amplificadores de lo consignado en cada pantallazo;  más bien su tarea principal es explicar, glosar, ampliar o profundizar lo que allí se enuncia de manera sintética o esquemática. De igual modo, al elaborar dichas presentaciones, deberá no olvidar la sintaxis propia de la imagen: color, proporción, contraste; el tipo de letra utilizada, la relación entre la figura y el fondo y la simbiosis significativa entre el texto y la imagen. En consecuencia, si el conferencista emplea un programa de presentaciones tendrá que regirse por la lógica de la comunicación de la imagen en la que se movilizan principalmente la atención, las emociones y los sentimientos del espectador. El error está en considerar que lo escrito en una diapositiva sigue siendo un simple texto; un texto proyectado.

Considero, finalmente, que si a un conferencista le interesa en verdad llegar a su auditorio, tendrá que sopesar cuándo es adecuado estar sentado o ponerse de pie, o cuándo el moverse por el escenario con un micrófono inalámbrico es más efectivo que estar en una única postura hablando detrás de un atril. La audiencia es la que regula todas esas decisiones. Es el público, poco o numeroso, el que nos indica cuándo hay que condensar una idea, cuándo pasar por alto varios párrafos y cuándo debemos dejar de leer un texto para comentarlo o hacerlo más vivo desde la frescura de la oralidad. De no proceder así, nuestra conferencia no tendrá receptores reales y, aunque tengamos muchas personas en una sala, parecerá un auditorio vacío.