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Ilustración de Adam Quest.

Es una fuerza o un deseo interior el que nos impulsa a escribir. Desde adentro, de lo más profundo, tal presión nos impele o nos lleva a emborronar cuartillas. Tal ímpetu va como dibujando nuestra existencia para delinear una opción de vida, para perfilar ciertos temas obsesivos o un tono particular para expresar aquello que nos acomete. No es una presión que se pueda identificar con toda claridad o que podamos datarla en un tiempo específico; son tantas las condiciones que la afectan o la enriquecen, tantas las variaciones y transformaciones a la que está expuesta, que uno termina aceptándola como si formara parte de su piel o de su destino. Esa fuerza interior por escribir es algo que, a pesar de nuestras obligaciones o nuestros propios impedimentos, abarca todos y cada uno de nuestros nichos vitales.

Podría pensarse que ese deseo tiene antecedentes claramente definidos. Una tierra de origen, una historia personal, cierto tipo de experiencias, alguna disposición o talento, pero todas esas posibles respuestas son apenas indicios de algo mucho más fuerte y vigoroso. Se escribe, al menos en mi caso, por una necesidad. Desde luego es importante el contexto y el tiempo en el que estoy inmerso; de eso no cabe duda. Pero no es un determinismo. Bastaría tan solo observar a todas esas otras personas, familiares o coterráneos, que aunque fueron marcados por esas mismas condiciones, no han sentido esa necesidad de escribir que yo siento. Además del ambiente, de la familia, de las experiencias, el deseo de escribir está muy vinculado a una forma personal de percibir y sentir la vida. Y así como para muchas personas el mundo y su acaecer poco o nada importan, para otras, ese mismo escenario puede convertirse en su lugar de preocupación, en su mesa de trabajo. Hay algo íntimo en esto de la necesidad escribir; a lo mejor, en cualquier arte. Por eso, a pesar de las cualidades o los defectos, más allá de las búsquedas por el éxito, el que escribe tiene un compromiso consigo mismo, con sus urgencias interiores, con sus preguntas fundamentales, con su conciencia, si se quiere. Se es escritor, se es artista, porque se renuncia al autoengaño, porque se mira de frente al fondo de lo que irremediablemente somos.

Cabe decir aquí, de una vez, que ese deseo, que ese magma del espíritu, necesita de ciertos conductos para lograr su mejor explosión, para alcanzar su mayor plenitud. A esos caminos, andados y desandados por la tradición literaria, algunos los han llamado técnicas del oficio. Son tan variadas como extensas; se aprenden leyendo y viéndolas encarnar en otros escritores; se dominan enfrentándose a ellas cotidianamente, haciendo que nuestro cuerpo obedezca las bridas de nuestra mente. Pero el mero dominio del oficio de escribir no es garantía para saciar o calmar el deseo por escribir. Muchas veces, aunque los conductos no sean los idóneos, aunque sean torpes los recursos literarios, uno puede notar cómo la fuerza de expresarse, el deseo de gritar, se sobrepone a tales debilidades en la gramática, y saca su boca y su lengua y sus palabras para no reventarse por dentro, para no explotar, para continuar viviendo. Dígase lo que se diga de una obra, guste mucho o poco, lo cierto es que dicha expresión es el testimonio de un ser humano, agitado y convulsionado por su propia caldera espiritual, por un personal y profundo movimiento tectónico.

Por supuesto, esta necesidad de expresión anhela encontrar algún lector con el cual sea posible comunicar o compartir una angustia, un dolor, una esperanza. Tal vez de esa manera la convulsión personal de escribir sea una faena menos solitaria y, al mismo tiempo, se produzca ese lazo mágico, ese estrechón de manos invisibles que es toda lectura. Allí, en ese encuentro, el deseo abrasador de escribir logra, en cierta medida, aplacar su fiebre o servir de motivo para que otros seres se conduelan, se entusiasmen, reflexionen o reconozcan las variadas y ricas experiencias de que está hecha la vida.

Quizá, sea ese el sentido profundo que hay detrás de publicar una obra: el de ofrecer a otros ojos y a otros corazones una señal, un llamado, un gesto escrito capaz de convocar —alrededor del fuego de un libro—, los brazos solidarios, las afinidades del espíritu, el placer del reencuentro entre hermanos de la tribu. Sólo así, sentados alrededor de esa lumbre personal que es también un fuego común, la palabra circulará de nuevo y el narrador de cuentos podrá, con alegría y placer, llenar de significado el silencio y la oscuridad de la noche.