
“El Lobo” de vuelta a su montaña.
Para Penélope
Cuando “El Hijo” entró a la funeraria y se dirigió hasta el fondo del salón, al mirar por la ventana de una sola vía del ataúd, notó que “El Lobo” ya no estaba ahí. Apenas quedaba el cuerpo exánime, mal maquillado y vestido con una camisa color curuba. Se apartó rápido del féretro y buscó la salida del local. Él y su mujer eran los únicos asistentes a esas horas. Recién acababan de pasar las nueve de la mañana y la neblina seguía durmiendo, perezosa, aferrada a las casas y las calles de San Juan.
Volvió a mirar hacia el fondo de la funeraria y observó que las tres coronas estaban puestas sin ninguna decoración. Pero tal hecho no lo molestó. Quizá porque allí, en ese salón, no estaba “El Lobo”, y no quedaba sino el dueño o el administrador del local que, haciendo caso omiso de la presencia de los visitantes, atendía a otro cliente sentado al frente de un escritorio metálico.
“Casi siempre la imagen de los seres vivos, especialmente cuando nos son queridos, corresponde a la que observamos en los ataúdes”, pensó “El Hijo” a la par que le daba un abrazo a su mujer. Pero en el caso de “El Lobo”, el rostro era totalmente otro, estaba vaciado de él, hueco por dentro. Quizá por eso no tuvo necesidad de llorar; porque si bien había ido a darle el último adiós a ese hombre, lo cierto era que tal misión había quedado trunca. Porque “El Lobo” ya no estaba allí; se había escapado quizá la noche anterior de la funeraria “Máxima”.
“El Hijo” recordó que esa funeraria quedaba diagonal a donde “El Lobo” iba a conseguir la carne el día domingo. Él mismo lo había acompañado muchas veces a comprar el hueso y el chicharrón “que tanto le gustaba”, y a saludar a Luis Puentes, un señor gordo que tenía las mismas facciones de otro tío fallecido años atrás. Aunque eso no debería extrañarle, puesto que en un pueblo pequeño todas las tiendas y todas las personas terminan conociéndose.
Las lágrimas no acudían a sus ojos. Tal vez porque ya habían salido en abundancia el día anterior al leerle a su madre un pequeño texto en homenaje al hombre fallecido. En todo caso, imaginó que “El Lobo” se había fugado a escondidas a tomar la flota de la rápido Tolima, de afán, como le gustaba andar a él, ya con dos bultos amarrados con una cabuya en los que seguían frescas las cebollas, los tomates, las zanahorias, además de unas panelas, varias libras de café y chocolate, un pan oloroso, las libras de carne y una mantecada que había comprado donde “Chelo”, en la heladería más importante del pueblo.
“El Hijo” alcanzó a ver a “El Lobo”, o imaginó que el bus tricolor ya estaba pasando por el lado del monumento de la virgen y seguía hacia arriba en busca de La Rioja, escalando con sus pies de caucho las montañas de San Juan. Eso supuso “El Hijo” mientras encontraba en el celular el teléfono de Biatica, a quien deseaba darle un abrazo solidario. El abrazo de la condolencia.
La mujer estaba muy afónica. Quizá “El Lobo” se había llevado con él su voz, sus palabras de más de 65 años de convivencia. Una hermana de Biatica habló por ella y le dijo dónde se encontraban. Hubo una confusión con la dirección, pero fue la memoria infantil de “El Hijo” la que lo condujo hasta donde estaba la esposa de “El Lobo”.
Una sobrina de Biatica salió a recibirlos. Luego del ritual del reencuentro, de los saludos al grupo numeroso de familiares que estaban desayunando, “El Hijo” halló a Biatica y se confundieron en un abrazo de recuerdos comunes, de afectos incansables, de navidades y vacaciones pasadas. Todo eso se juntó en aquel abrazo. Por eso fue tan largo, porque uno no puede en tan pocos segundos hacer confluir la historia compartida de tantos años.
“El Hijo” notó que Biatica se aferraba a él con el gesto de los niños pequeños, con esa angustia propia de los que sienten que pueden perderse en una gran ciudad. Después siguió el abrazo de la mujer con su esposa. Y también fue intenso, prolongado. “El Hijo” vio que las lágrimas de Biatica se habían aposentado. El dolor estaba inmóvil, como los ojos de agua que aparecen en los potreros de Caracolí. Impulsivamente le acarició el cabello cano y trató con la mirada de ofrecerle valentía para lo que vendría más tarde, a las dos, cuando estaba programado el entierro.
En el momento en que “El Hijo” y su esposa dejaban la pequeña casa, “El Lobo” ya estaba pasando por la Vuelta del diablo y observaba por la ventanilla del bus el sinuoso río Magdalena, abajo, en el plan del Tolima. Esa planicie verde que tanto amaba y de la cual había venido su padre, el patriarca que abrió las montañas de Capira. “El Lobo” vio a todos los habitantes de Armero, divisó las calles con vendedores de frutas, y los árboles florecidos. “Su Armero del alma”, el Armero de su juventud. El pito de la flota lo volvió a concentrar en varias reses que pastaban al lado izquierdo de la carretera.
Momentos atrás, todavía en el pueblo, “El Hijo” se encontró con una de las antiguas habitantes de La Laguna, la señora Rosalba; ella lo reconoció y le preguntó por la familia. Cruzaron unas cortas palabras y prometieron verse luego en la funeraria. “El Hijo” y su mujer, después del corto encuentro, buscaron al conductor del expreso que habían contratado ese domingo de marzo. Pasaron algunos minutos hasta que el hombre apareció con la disculpa de que venía de la iglesia de rezar por el difunto.
Una llovizna ligera hizo que las tres personas entraran al automóvil. Apenas llevaban una hora en aquel lugar. Tomaron la salida hacia Pulí, doblaron a la derecha, pasaron por la iglesia donde los padres de “El Hijo” se habían casado, y giraron hacia la salida del pueblo. A “El Hijo” le seguía rondando en la cabeza la imagen de las tres coronas y el féretro solitario en aquel local desprovisto de compasión y respeto por los muertos.
Más adelante, “El Hijo” se percató de otro vehículo en el que iban unos familiares a cumplir con el sagrado deber de acompañar al difunto. Prefirió decirle al conductor que siguiera de largo, como de largo iba el bus en que se desplazaba “El Lobo”. Él estaba pasando por El Prado y veía sentados, en una banca, a varios jornaleros conocidos: Urbano, Ramón, Mario, Don Alipio… Se sorprendió de ver a los coterráneos despedirse de él, con las manos arriba, moviéndolas como si fueran las alas desplegadas de una paloma.
Horas después, cuando la funeraria se llenó de familiares, de curiosos, de dolientes y conocidos, cuando Biatica tomó asiento en los sillones del local y se empezó a rezar el rosario, “El Lobo” ya le había dicho al conductor del bus que lo dejara en El Piñal. La flota se orilló para que bajara el pasajero. Varios ojos, muchos ojos, vieron descender a “El Lobo” e ir a reclamar hacia atrás, en el baúl, los dos costales con el mercado. Tomó uno de ellos en cada mano y se abrió paso entre mulas y caballos, entre risas de paisanos y música popular. Llegó hasta una bodega contigua a la tienda y se encontró con la sonrisa de su hermano, Antonio. Allí abrió uno de los costales y sacó su contenido. Después, usando el poncho como protección, se echó uno de los bultos al hombro y, con la otra mano, levantó dos talegas de tela decoradas con rayas azules. Sin decir nada, por algo lo llamaban “El Lobo”, cruzó el vestíbulo de la tienda y empezó a caminar rumbo hacia la casa de sus ancestros. Aunque pareciera extraño, “El Lobo” no sentía el peso de aquella carga; todo le parecía muy leve. Ni tan siquiera las hojas del pasto yaraguá rozaban su brazos.
En la funeraria el rezo se propagaba por toda la calle. Pero era una oración no para el muerto, sino por los asistentes; una especie de duelo rítmico para aceptar la ausencia definitiva. Y aunque la hermana y las sobrinas, la esposa y los otros familiares, aunque todos los que lo conocieron juraban que el difunto estaba escuchándolos, la verdad era que “El Lobo” ya iba llegando a la segunda puerta de golpe de la Laguna y había atravesado, de un salto, El Desagüe. Los perros de los Guzmanes lo reconocieron y le ladraban con una insistencia inusitada.
Antes del mediodía, el automóvil con “El Hijo” y su mujer llegaron a Vianí. Para hacerle un homenaje al hombre muerto, “El Hijo” decidió hacer un pequeño mercado: un gajo de popochos, esos plátanos pequeñitos de sabor único; una docena de guayabas que olían igual a aquellas otras de su niñez; un racimo de plátanos rebosantes de amarillo como los que su padre traía de La Guásima; varios aguacates, una cuajada, y unas libras de tocino “bien carnudo”, como el que colgaba Luis Puentes, allá en esa fama pequeña de San Juan. Todo eso se fue guardando en el baúl del automóvil plateado. Enseguida, se dirigieron a un pequeño local y pidieron unas tazas de aguadepanela con queso y almójabana. A pesar de que las tres personas conversaban de otras cosas, “El Hijo” seguía recordando el vacío salón de la funeraria. Terminado el refrigerio el vehículo tomó la vía hacia Bogotá.
Más tarde, en la iglesia de San Juan, cuando el sacerdote dijo una homilía sin mayores esfuerzos, todos los feligreses se condolieron naturalmente por el muerto. Los únicos que notaron algo extraño fueron Domingo y David, Don Manuel y Nélson, quienes sacaban en vilo el ataúd. Les llamó la atención que el féretro no pesara tanto, pero lo achacaron a que el difunto por esa enfermedad ya estaba muy flaquito y había perdido la corpulencia de antes. Pero no era cierto, porque “El Lobo” ya había llegado a la cima de otra montaña y acababa de escuchar las voces de la señora Josefina y su hijo Serafín. A “El Lobo” le pareció que estas personas también lo saludaban o se despedían. En todo caso, al mirar al fondo la extensa montaña de Lomalarga y percibir cómo el aire le entraba a los pulmones, tuvo la sensación de que era muy liviano, de que flotaba en el aire. Rápido empezó a descender y de una carrera llegó a un alto y pudo divisar la casa de Don Manuel y más abajo la de Custodio, y aún más en la hondonada, llegando a la quebrada de Aguas Claras, el rancho de Guillermo. De todas las casas subía el humo y se escuchaba el canto de los gallos y el gorgoteo de los piscos. Luego miró hacia el norte y percibió las tejas de zinc de la casa esperada. El ladrido de los perros era inconfundible: “Peter”, “Barcino”, “Tarzán”… lo estaban reclamando.
A esa misma hora “El Hijo” y su mujer también llegaban a su casa. La madre de él salió a recibirlos y a preguntar con detalles cómo les había ido. La mujer de “El Hijo” fue la que reconstruyó los pormenores de aquella visita relámpago. “El Hijo” empezó a desempacar los sabores y los recuerdos de esa tierra. Por un momento se vio repitiendo el gesto de “El Lobo” sacando las piñas y los plátanos, las yucas y las naranjas, el pollo “compuesto” y las arepas de maíz pelado envueltas en hojas de plátano soasado, cuando venía a visitarlos hacía mucho tiempo en el barrio Ricaurte. Desocupadas todas las bolsas, sentados en el comedor, las tres personas comenzaron a almorzar. “El Hijo” no dejaba de pensar en lo poco familiar que le había resultado la cara del difunto.
Hacía las tres de la tarde los familiares y dolientes salieron de la iglesia y empezaron la romería hacia el cementerio; la fila de vehículos iba detrás del carro mortuorio. En el preciso instante en que el sacerdote pronunció las últimas palabras, antes de depositar el cadáver en la sepultura, en ese momento, cuando arreciaban las lágrimas y las voces de aliento querían salvaguardar a la viuda de esa pena, justo en esos segundos “El Lobo” llegaba a la casa blanca de puertas naranjas y era recibido por una comitiva de manos y abrazos. Una de sus hermanas, Purificación, le recibió las bolsas, y su madre, la vieja Ñoa, le ofreció una totumada de limonada fresca. Se sorprendió de que estuvieran allí otros de sus hermanos, Isarel y Lucila. Pero lo que le produjo mayor alegría fue ver a Saúl, el que se había matado, acercarle una banqueta para que descansara de tan larga travesía.
Por eso lo que sepultaron en el cementerio de San Juan, donde las cruces son azules y blancas, no fue al auténtico “El Lobo”. No. La gente que salió de aquel lugar, siempre resguardo por la neblina, no supo, como tampoco Beatica, que lo que quedó resguardado en ese hoyo en la tierra no fue él. Apenas era su cáscara, el bagazo sin jugo, porque “El Lobo” verdadero ya estaba sentado hacía tiempo en otro sitio, y conversaba animadamente con su hijo reencontrado.
Henry Pabón Gómez dijo:
Buena tarde maestro Fernando, soy Henry Pabón Gómez, estudiante de maestría en docencia El Yopal, trabajamos sobre la interdisciplinariedad entre lenguaje y matemáticas con la doctora Daysi.
Estoy escribiendo un cuento sobre el cero y deseo presentarlo a los estudiantes de grado 10, pues, quiero desde las matemáticas incentivar la escritura empezando por la narrativa.
También, quiero compartirlo con usted para que me haga el favor de obsequiarme un comentario. mil gracias.
VIVENCIAS DEL CERO
Por Henry Pabón Gómez
El niño se quedó llorando y la maestra para contentarlo se acercó y le dijo: ¡ven te enseño un número que vale nada! Por su puesto, al niño eso no le interesó, pero al cero si le dolió mucho la exclamación de la maestra. Desde luego, al cero los niños de preescolar lo pintaban igual que a los otros números, pero él vivía triste porque comprendió, escuchando a la maestra, que valía nada.
Al llegar a grado primero cambiaron la profesora. Así que, cuando el cero se enteró de dicha situación, suspiró y pensó muy hondo: ¿será que en realidad valgo nada? Mientras lo pensaba llegó el nuevo profesor de matemáticas y le propuso un jueguito a los niños, que consistía en contar de uno en uno, luego contar de dos en dos y así hasta el nueve. Situación que hizo que los niños, con ese nuevo profesor, se divirtieran de lo más hermosísimo, mientras el cero esperaba que ¡de pronto! uno de los niños se atreviera a contar de cero en cero.
Bueno, pasado el tiempo, el cero ya en grado quinto no comprendía el porqué de su existencia, pues con cada profesor que se encontraba comprendía que las palabras de aquella profesora, de preescolar, se hacían cada vez más ciertas. Si recordaba la suma, comprendía que ningún valor le aumentaba a su colaborador, o si recordaba la resta, ¡que por lo menos algo negativo hiciera! de igual manera no quitaba algún valor a su compañero. O peor aún, la multiplicación lo llenó de terror porque su acompañante desaparecía y el quedaba solitario.
Para empeorar las cosas, la división ni siquiera se puede hacer entre cero, porque ningún número se cedería como respuesta, ni siquiera él mismo. Mejor dicho, de esta manera, ¡cuál es la razón de que un número haya sido creado para tales situaciones!
La vida continúa y en bachillerato, llegó el momento de que el cero enfrentara su situación con la potenciación y la radicación. En la radicación y cuando el hacía las veces de base en la potenciación no le sorprendió que la respuesta fuera cero, bien lo sabía que él valía nada. Pero, algo lo sorprendió, cuando subió como exponente a la parte alta con ánimo de arruinar toda su existencia, se dio cuenta que todo se convertían en uno, hecho que le proporcionó una gran alegría. En su momento de dicha, se preguntó ¿habrá algo más en esta vida que me proporcione otra alegría?
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Henry, gracias por tu comentario. Celebro que estés buscando estos caminos narrativos para favorecer el aprendizaje de tus estudiantes. Sobre tu cuento: lo siento mejor logrado en los párrafos uno, dos y tres; pienso que habría que trabajarlo más en los dos últimos párrafos. Centra todo en tu personaje (el cero), síguele la pista al conflicto (el no valer nada). Desde esta perspectiva, reorganiza el primer párrafo (porque parece una historia sobre un niño). Hay que trabajar fuerte en la resolución del conflicto (el párrafo final). Van otras cosas más puntuales: en el primer párrafo: obvia el “desde luego” o busca otra alternativa; en el segundo: destaca más “el nuevo profesor” y no tanto “la profesora”, suprime “ísimo”, porque ya hay un “más” que precede a “hermoso”. Tercer párrafo: aconsejo omitir “bueno”, recomiendo aclarar la segunda línea, tal vez así: “pues con cada profesor que se encontraba comprobaba lo dicho por aquella profesora de preescolar…”; ten presente la concordancia en el tiempo que empleas a lo largo del relato. Ojalá estas sugerencias te ayuden a cualificar tu escrito.
Henry Pabón Gómez dijo:
Mil gracias maestro por tus sugerencias. me concentraré en la cualificación del escrito y te reenviare el nuevo. Buen día.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Henry, gracias por tu comentario. Quedo a la espera de la nueva versión.
Henry Pabón Gómez dijo:
Buena noche maestro Fernando, he logrado unos cambios en el cuento y lo comparto para conocer tu apreciación que es infinitamente importante para mí.
Mil Gracias
EL NÚMERO QUE VALE NADA
Por Henry Pabón Gómez
Estando el cero en preescolar se sentía muy feliz al igual que los otros números dígitos. Los niños los dibujaban y pintaban de los más bellos colores. Mientras el cero se divertía con esa gama de rubores se dio cuenta que la maestra lo señalaba y les expresaba a todos niños sin ninguna corrección: ¡este número vale nada! Por su puesto, a los niños no les interesó en absoluto y siguieron sus obras de arte, pero al cero sí le dolió mucho la exclamación de la maestra.
En sus primeros días de grado primero, un poco preocupado, el cero en repetidas veces suspiraba y pensaba muy hondo: ¿será que en realidad valgo nada? Un día mientras lo pensaba llegó el nuevo profesor de matemáticas y le propuso un jueguito a los niños, que consistía en contar de uno en uno, luego contar de dos en dos y así hasta el nueve. Situación que hizo que los niños, con ese profesor, se divirtieran de lo más hermoso, mientras el cero, a un lado y olvidado, esperaba que ¡de pronto! uno de los niños se atreviera a contar de cero en cero.
Pasado el tiempo, el cero ya en grado quinto no comprendía el porqué de su existencia, pues con cada profesor que se encontraba comprobaba y recordaba lo dicho por aquella profesora de preescolar: ¡este número vale nada! Si recordaba la suma, comprendía que ningún valor le aumentaba a su colaborador, o si recordaba la resta, ¡que por lo menos algo negativo hiciera! de igual manera no quitaba algún valor a su compañero. O peor aún, recordar la multiplicación lo llenaba de terror porque su acompañante desaparecía y el quedaba solitario.
Ya cansado de dicha situación, en un momento de alteración, el cero decidió llegar a lugares donde ningún niño lo imagina y saltó al puesto de divisor mientras uno de los niños se disponía hacer una división. Todos los otros dígitos quedaron confundidos al no saber entre quienes formar la respuesta mientras el cero estuviera ahí. Lo intentaron con él mismo, pero tampoco funcionó. Por último, el ocho y el nueve tomando su posición de dígitos mayores, dijeron: si el cero vale nada, es imposible partir algo en nada. De esta manera, exclamó el nueve ¡cuál es la razón de que un número haya sido creado para tales situaciones!
Para el cero, su existencia se convirtió en algo muy confuso, cómo es posible ser un número y al mismo tiempo valer nada. ¡Es algo que no tiene lógica! Aún más, el cero llegó a creer que en bachillerato ya no lo tendrían presente y que su existencia llegaría solamente hasta primaria. Pero no fue así, también el cero junto con los otros nueve dígitos pasó bachillerato. Llegó la radicación y con cara triste no le sorprendió que raíz de cero es cero, en algo le ayudó que raíz de uno también es uno. En la potenciación, también vio con asombro que tanto él como el uno con cualquier exponente formado daban ellos mismos como respuesta. Empezó a crear la idea de que de pronto el uno iba a empezar a sufrir también sus martirios y que él tendría un número amigo que lo comprendería y ayudaría.
Estando en los ejercicios de la potenciación y recordando sus momentos en la división, el cero tomó la decisión de saltar a lo más alto y tomar el puesto de exponente, todo tan bien pensado que si seguía con la misma suerte se lanzaría para desaparecer por completo. Estando allí arriba y sus compañeros al ver su intención temían por lo que pudiera pasar. Empezaron a formar números en la base y con gran sorpresa el número amigo del cero aparecía siempre como respuesta. El cero entró en un momento de dicha y aun sabiendo que vale nada se preguntó ¿habrá algo más en estas matemáticas que me proporcione otra alegría?
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Henry, gracias por tu comentario. Noto un buen avance en esta nueva versión. Van algunas sugerencias: en el párrafo dos, revisa el uso de “primero”. Creo que el párrafo cuarto y el último merecen trabajarse más. Pon las afirmación del cero entre comillas. En el párrafo cuatro noto que cambia la situación narrativa que traías; ahora los dígitos parecen ser otros actores. Pienso que es mejor mantener el ambiente con el que empezaste. Fíjate que el párrafo cinco recupera ese pacto con el lector. Sugiero pensar mejor la resolución del conflicto. Habría que buscar una situación acorde a todo el desarrollo de la historia.
Henry Pabón Gómez dijo:
Mil gracias maestro por tus sugerencias. Haré los nuevos cambios del escrito y te reenviare el producto. Buen día.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Heny, gracias por tu comentario.
Henry Pabón Gómez dijo:
Buena noche maestro Fernando Vásquez, tengo la nueva versión del cuento. Te la comparto con mucho aprecio y te doy mil gracias por todas las sugerencias que me has dado y que me puedas seguir dando.
OCURRENCIAS DEL CERO
Henry Pabón Gómez*
Estando el Cero en el aula de preescolar, se sentía muy feliz igual que los otros números. Pues, los niños les dibujaban y pintaban con los más lindos colores. Mientras el Cero se divertía con esa gama de rubores, logró darse cuenta que la maestra lo señalaba y decía a los otros niños sin ninguna moderación: ¡este número vale nada! Por su puesto, a los niños no les interesó en absoluto el comentario y, siguieron construyendo sus obras de arte, pero al pobre Cero sí le dolió mucho, la humillante exclamación de la instructora.
En los primeros días de primaria, evidentemente preocupado, el Cero suspiraba y pensaba en voz alta: “¿será que en realidad valgo nada?” Un día mientras reflexionaba llegó el nuevo profesor de matemáticas y les propuso un jueguito a los niños, el cual consistía en contar de uno en uno, luego contar de dos en dos y así hasta el nueve. Con la implementación de estas herramientas lúdicas, el profesor logró que los niños, se divirtieran sobre manera y fueron de lo más felices. Mientras tanto el Cero, sintiéndose excluido y un tanto rechazado u olvidado, esperaba que -de pronto- uno de éstos pequeños se atreviera a contar de cero en cero.
Pasado el tiempo, y el Cero ya en grado quinto aun no comprendía el porqué de su existencia, pues con cada profesor que se encontraba, comprobaba y recordaba lo expresado por aquella profesora de preescolar: ¡este número vale nada! Si analizaba la suma, comprendía que ningún valor le aumentaba a su colaborador, o si se refería a la resta, ni siquiera algo negativo sucedía, pues no quitaba ningún valor a su compañero. O peor aún, si era la multiplicación lo llenaba de terror, porque su acompañante desaparecía y, él resultaba un ser absolutamente solitario.
Ya cansado de aquella situación, el Cero en un momento de rara ofuscación, porque éste siempre se había caracterizado como resignado, decidió llegar a lugares donde ningún niño lo imagina y saltó al puesto de divisor, mientras uno de los niños se disponía hacer una división. Qué situación más confusa y espeluznante para el Cero, ahí como divisor, ni siquiera se podía obtener una respuesta. ¡cuál es la razón de que un número haya sido creado para tales situaciones!
Para el Cero, su existencia se convirtió en algo muy dudoso. En tal sentido, pensaba: “Cómo es posible ser un número y al mismo tiempo valer nada”. Es algo que no tiene lógica. Aún más, el Cero llegó a creer que en bachillerato ya no lo tendrían presente y que su existencia llegaría solamente hasta primaria. Pero no fue así, también el Cero junto con los otros nueve dígitos pasó a bachillerato. He ahí que llegó al punto más álgido, cuando aún con su carita triste no le sorprendió que raíz de cero fuera cero. Y aunque algo le ayudó que raíz de uno también es uno. También vio con asombro, en la potenciación, que tanto él como el uno, con cualquier exponente daban ellos mismos como respuesta. Allí empezó a fomentar la idea, que de pronto el uno iba a empezar a sufrir también sus martirios y, que él tendría un número amigo que lo comprendería y seguramente le ayudaría.
En medio de los ejercicios de la potenciación y recordando sus momentos en la división, el Cero tomó la decisión de saltar a lo más alto y ubicarse como exponente, todo tan bien pensado que, si seguía con la misma suerte, se lanzaría en actitud cuasi suicida para desaparecer por completo. Desde allí, el Cero vio con sorpresa que, con cualquier base, siempre su compañero, el uno, lo saludaba como respuesta. Ahí, el Cero entró en un momento de aparente dicha y, aun sabiendo que vale nada, se preguntó y reflexionó para sus adentros “¿habrá algo más en estas matemáticas que me proporcione otra alegría?”
Desde allí, en lo alto, no terminaba de pensarlo cuando vio a lo lejos, formados de manera muy ordenada a unos números que valen menos que él, que además lo veían como algo muy especial, pues ellos sabían que el Cero era el centro que los separaba de los números positivos y, por tanto, el Cero representaba la alianza entre la infinitud de números. Ya fuera para crear los números más pequeños que quizás pudiésemos imaginar o para crear los números más grandes jamás pensados.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Henry, gracias por tu comentario. Celebro tu persistencia para ir cualificando tu cuento. Tu relato fluye más en la primera parte. Desde el cuarto párrafo, si lo analizas bien, se pierde un tanto el tono narrativo y se empieza a notar una escritura expositiva. Todos esos párrafos valdría la pena revisarlos. No tienes que explicarlo todo; lo importante es no perder el conflicto que moviliza tu cuento: “el cero no vale nada”. Y pasadas algunas peripecias (la primaria), mirar si algo semejante o no ocurre en el bachillerato. El final del relato es otro asunto para afinar: ¿Cómo va a descubrir el cero que sí vale algo? Ese es un punto clave en tu historia, que debes trabajar más; pero no usando medios expositivos, sino a través de la misma narración.
AURA CECILIA ARDILA MALAVER dijo:
Maestro sus escritos me instruyen, me orientan, me confunden, me animan; pero éste en especial me tocó el alma; me está sirviendo para entender la partida de alguien que aún no he podido asimilar. Lo he leído ya como cinco veces y cada vez encuentro un motivo para reflexionar….hoy me animé a decirle gracias, porque con sus palabras también se siente consuelo…esperanza….ilusión…y . no sólo academia
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Aura Cecilia, gracias por tu comentario.
profejesusolivo dijo:
Buen día, maestro.
Quiero unirme a esta catarsis que se debe hacer cuando un ser querido decide pasar al plano de la inmortalidad, el cambio de existencia.
Un bello atisbo de recuerdos encontrados para traer al plano de lo inmortal un ser querido que perdurará para siempre. Él, no se ha ido, por el contrario, permanece ahí, en cada reminiscencia de los seres queridos. Maestro, usted con su perspicacia logra tejer, en sublimes detalles de ese “El lobo”, una forma de catarsis con agudeza de palabras tejidas en un cuento que por su profundidad, conquista cada escondrijo de conciencia del que lee con detenido acento estas líneas. Una sensible manera de hacer que perdure en la historia un ser querido que ha dejado huellas imborrables.
No faltará quien se pregunte cuál es la historia, qué es, verdaderamente, lo que sucede o sucedió. Y yo diría que no hay nada más diáfano que decir “Por eso lo que sepultaron en el cementerio de San Juan, donde las cruces son azules y blancas, no fue al auténtico “El Lobo”. Los seres queridos, jamás se quedan en un solo sitio, ellos rondan por laberintos nunca antes transitados. Por senderos, llevando una luz del recuerdo, no se han ido, siempre permanecen perennes como la hierba velando por los suyos. Es un verdadero placer haber hecho un poco de catarsis al igual que usted al delinear la trama de su ser querido “El lobo”.
Con aprecio, Jesús
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Profejesusolivo, gracias por tu comentario.
ANA ELSA SEPULVEDA dijo:
Maestro, que hermosa forma de hacer un duelo. estas palabras reconfortan vidas que agobiadas por las perdidas, aún lloran a sus muertos.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Ana Elsa, gracias por tu comentario.