Ilustración de Benjamin Lacombe

Ilustración de Benjamin Lacombe.

Nuestra condición humana está signada por la fragilidad. Basta un accidente casual, una enfermedad, el paso del tiempo, para mostrarnos la delicada materia de que estamos hechos. Y a pesar de nuestra altivez o nuestro orgullo moral por no reconocerlo, lo cierto es que por ser frágiles estamos necesitados de cuidado, de protección, en muchos sentidos. Reconocer nuestra flaqueza, nuestra debilidad existencial, es subrayar la humildad, que para la tradición católica puede simbolizarse en un pesebre.

Mirarnos a nosotros mismos como seres frágiles es permitirnos aceptar los errores, las fallas, los desaciertos. No somos perfectos, no estamos terminados. Parte de nuestro desarrollo, tanto físico como espiritual, tiene que ver con este aprender de nuestras torpezas y nuestras falencias cotidianas. De igual modo, sabernos frágiles es revalorar el error no desde la perspectiva de la mancha o la culpa, sino desde la aceptación de un proceso formativo  vital. Mirarnos como seres frágiles es, además, cambiar el filtro para ver a los otros seres humanos; es permitirnos entender que convivimos o establecemos relaciones con seres falibles y desatinados.

Pero tal reconocimiento nos debe llevar también a sopesar la manera como tratamos a nuestros semejantes. Si somos frágiles, si los otros también comparten esa materia rompible y deleznable, con mayor razón tenemos que cuidar la forma como los tratamos, el lenguaje que usamos. ¡Qué definitiva es la comunicación entre los seres humanos! ¡Cómo cambiamos de actitud, según nos traten de una u otra manera! Vale la pena reflexionar, de igual modo, sobre el tipo de juicio que hacemos sobre los otros: son tan apresurados, tan incompletos, tan llenos de prevenciones, que la mayoría de las veces terminan en la calumnia o el descrédito. Porque falsamente nos percibimos como perfectos o intachables, andamos señalando al prójimo con un rasero que poco ayuda al otro y menos aún a la convivencia.

Esta constatación de nuestra delicadeza es también una oportunidad para quitarnos el lastre de las corazas, de una soberbia que raya con la altanería. Si somos débiles, si nos sabemos necesitados, es porque nuestra constitución primera, la que nos hace sociedad, estriba en la petición de ayuda, de socorro, de apoyo, de complicidad, de amor. No basta con nuestras manos. Es necesario para sobrevivir, para salir de un problema, para sortear un gran obstáculo, contar con nuestros semejantes. Es probable que esta falta de humildad –que no es humillación– responda a cierta incapacidad para comprender la inestabilidad del barro de nuestros miedos o a una necedad para cubrir nuestras debilidades más profundas. Vale decirlo fuerte: si aceptamos nuestra debilidad nos será más fácil relacionarnos y podremos depender de otros sin por ello sentirnos indignos o sumisos.

Siendo esto tan evidente, a veces es una dolencia o una desgracia la que nos pone a cavilar sobre el ser delicado de nuestra humanidad. Y aunque podría ser el resultado de nuestro propio discernimiento, son estas circunstancias adversas las que ponen un espejo ante nuestros ojos. Piénsese no más en una enfermedad que nos postra o nos incapacita para las tareas cotidianas. En esos momentos descubrimos que nos hace falta una voz de aliento, que unas manos son definitivas para aliviar un dolor, que nuestra piel es vulnerable, que podemos desmoronarnos con un viento adverso. Somos seres quebradizos en un doble sentido, porque nuestra materialidad no es irrompible ni insensible y porque nos afectan las circunstancias. Quizá esto mismo nos hace menesterosos, inseguros, transitorios.

Si nuestro cuerpo y nuestro espíritu pueden astillarse, si hay espinas que nos hieren el corazón y dolencias que nos postran, bien podemos meditar en este tiempo sobre nuestras propias fragilidades y, muy especialmente, atender las de otros seres humanos. Me gusta pensar que la Navidad nos llena el espíritu de una alegría especial para despojarnos de vanidades e ínfulas ridículas, y nos dispone el espíritu para la hermandad, para la cofradía, para la amistad sin miramientos de clase, condición o credo. Tal vez sea este reconocimiento de nuestra flaqueza personal el que nos lleve también a aprender a perdonar.