Ilustracipon de Tomasz Alen Kopera

Ilustración de Tomasz Alen Kopera.

Sigo creyendo que la Navidad, especialmente por su vínculo profundo con la infancia, es un tiempo para cuidar a otros. Un viraje de nuestro continuado desinterés por los demás a una actitud preocupada y abierta al necesitado o empobrecido. Cuidar parece ser el mandato supremo de este tiempo para lograr suturar heridas, resarcir esperanzas, darle el justo valor a la dignidad de las personas.

Por momentos ese cuidado puede ser con los más cercanos, con los familiares o amigos que de tanto compartir la cotidianidad casi no los vemos. Cuidarlos significa ofrecer una palabra de agradecimiento, hacer una invitación para reiterarles nuestro cariño o nuestro reconocimiento por sus brazos dispuestos y su acompañamiento permanente. Cuidarlos es buscar algún detalle para sorprenderlos o escribirles un mensaje “personalizado” con el tono genuino de la sinceridad. Cuidarlos es atender sus urgencias, producto de la enfermedad, la vejez o la soledad.

Desde luego, el cuidado no acaba en el círculo personal o de la parentela. Va más allá. Están nuestros vecinos o esos que denominamos “conocidos” que habitan por fuera de nuestra geografía familiar. El prójimo se convierte en otra dimensión del cuidado para llevar nuestras manos a aquellos que ya parecen sucumbir a lo soportable y no les queda sino la dimensión maravillosa del milagro.  En este caso, el cuidado del otro reverbera en Navidad porque nos sentimos capaces de albergar al peregrino o porque logramos salir de nuestro refugio para socorrer o extender el brazo solidario, la palabra de aliento, el gesto fraternal de apoyo ante la adversidad.

Cuánto ganaríamos como sociedad si cuidáramos más los unos de los otros; cómo repercutiría esto en favorecer los vínculos sociales y recomponer el tejido social. Si el cuidado del semejante remplazara a la animadversión, si nuestro cuidado estuviera primero que la ofensa o el odio prematuro, si eso hiciéramos, recuperaríamos la confianza. Y sabemos que sin confianza no es posible establecer lazos humanos, sin esa base poco crece el afecto y todo termina en la sospecha, la inquina y la maquinación para desmoronar al otro. Si uno se siente cuidador conjuga más la persona del plural que la primera persona; se conduele y deja de ser espectador de los problemas ajenos. Sentirse cuidador es propugnar por la paz entre los hombres y mujeres; es abogar para evitar las lágrimas del resentimiento social; es contribuir para que las inequidades no se perpetúen con nuestra indiferencia.

Cuidamos, en todo caso, porque la otra persona, el amigo, el conocido, el ser que amamos, nos importa en verdad. Porque nos sentimos corresponsables de su suerte o de las vicisitudes por las que ha pasado. Cuidamos porque ese otro ser merece no solo respeto, sino consideración. No vemos en él un medio, un útil o una mercancía; por el contrario, nuestra actitud es de reverencia o enaltecimiento. Cuidamos porque no sacamos provecho de las debilidades del alicaído o maltratado; cuidamos porque nos convertimos más bien en resguardo para sus angustias, en antídoto para los venenos de sus temores más profundos.

Volvamos al inicio para reiterar que estos días navideños son una buena oportunidad para cuidar a las personas. Pongámonos, entonces, en la actitud del que socorre, del que vigila, del que hace un turno de guardia para que alguien pueda dormir un poco en sus desvelos de infortunio. Seamos generosos, no escatimemos en derrochar nuestra energía para que alguien recupere un poco de su fuerza. Seamos solícitos, ocupémonos en contribuir en algo para que allí donde haya una lágrima pueda estar nuestra voz de aliento. Seamos previsores, ofrezcamos los primeros auxilios a aquellas almas silentes que a bien tienen confesarnos su más alta fragilidad.