
Ilustración de Gianni de Conno.
Todos sabemos que la celebración de la natividad es el cumplimiento de una promesa. Lo que fue esperanza, al nacer el “mesías” se convierte en cumplimiento. Pero lo más interesante de este hecho es la confianza tenida por un pueblo, por una comunidad, en esa palabra empeñada, en ese pacto resguardado por la tradición. Así que, sin esa confianza, no es posible que encarne la ilusión, no es probable que renazca la fe.
Confiar es difícil porque buena parte de nuestra socialización ha estado marcada por la sospecha, por cierta malicia para sacar provecho de los demás, por las argucias de la manipulación y por conseguir nuestras metas sin importar demasiado los medios empleados. Todo eso hace que la confianza no tenga un terreno propicio para crecer. Y, si a eso le sumamos una prevención suprema a no sufrir, a no entregarnos, a no colocarnos en actitud de indefensión, pues todavía resulta casi irrealizable confiar despreocupadamente.
Claro. La confianza se hace más complicada porque abundamos en mentiras, porque nos cuesta decir o enfrentar la verdad. A veces por miedo o porque en realidad no queremos aceptarnos como somos; por eso, tejemos una tela de embustes y apariencias que terminan por minar en las otras personas la credibilidad en lo que decimos o hacemos. Nuestra falta de transparencia, esa manera soterrada y brumosa de comportarnos, nos desdibuja, nos pone en la cuerda floja de la falsedad. Cuánto perdemos por no ser auténticos, por andar cambiando de máscara, por disfrazar una carencia, una falta, una decisión equivocada.
De igual modo se torna esquiva la confianza porque no somos honestos con nosotros mismos; porque preferimos el autoengaño que un valeroso balance con nuestras limitaciones. Así que, después de estar muchos años representando esa mascarada, terminamos por no saber lo que en verdad queremos o lo que da sentido a nuestra existencia. Por andar en esa simulación, suponemos que los demás actúan de la misma manera y, en consecuencia, nos privamos de los vínculos genuinos, de las relaciones duraderas, de los compromisos reales. Dicha falta de honestidad con nuestra alma es la que termina por dejarnos varados en la soledad, el aislamiento o la antipatía agresiva.
Sin embargo, a pesar de todos esos obstáculos, vale la pena arriesgarnos y abrir nuestro corazón a manos llenas, servir desinteresadamente, ofrecer un afecto, una amistad, un amor, basados esencialmente en la tranquilidad de nuestras elecciones y en la seguridad que nos produce el actuar limpiamente. Si somos fuertes en nuestro interior, si hay una certeza esencial que nos orienta la libertad, podremos aceptar que una estrella nos guíe, que la palabra empeñada siga viva así sea en un juramento, que los vínculos sobrepasen el paso de los años. Porque el que así confía reconoce en el semejante unas condiciones como persona, mayores a sus defectos o temores; porque es tal su abundancia de ternura, de solidaridad o compromiso, que logra completar en otro ser lo que le falta para alcanzar la gratuidad, el amor genuino, la franqueza de corazón.
Es probable que pasemos por ingenuos o cándidos al actuar así; no obstante, son preferibles esos epítetos a los de resentidos o recelosos. Para qué vivir siempre a la defensiva, poniendo la malicia o la desazón ante cualquier manifestación de afecto o la suspicacia frente a determinada confesión. Mejor confiar y lanzarnos a la realización de lo imposible que permanecer encarcelados por nuestros resquemores.
Inspirados, entonces, por la tradición navideña podemos intentar confiar más en los que nos rodean. O podemos invitarlos a que se quiten por un tiempo las espinas para que sea posible el abrazo auténtico y la reconciliación. Es recomendable sanar los vínculos, hablar abiertamente de nuestros miedos al mismo tiempo que reconocemos la necesidad de compañía; es vital que apartemos de nosotros la desconfianza, la duda ponzoñosa, las aprensiones transmitidas como si fueran otra sangre, para dejar que crezca la posibilidad de la esperanza, de la ilusión que nos hace siempre mejores de lo que somos. Confiar es permitirnos recuperar la condición fraterna que nos distingue como seres humanos.