Ilustración de Jeff Christensen1

Ilustración de Jeff Christensen.

Me alarma el nivel de odio que gran parte de las campañas políticas vienen impulsando o propagando en sus piezas publicitarias y en los discursos de la plaza pública. Más que propuestas de un partido, lo que se hace es lanzar frases incendiarias, descalificaciones injuriosas o flagrantes ofensas contra el opositor. Tal forma de hacer política se propaga aún más, cuando los medios masivos de información y las redes sociales se solazan con tales diatribas o siembran más cizaña en sus audiencias.

Pero ya no se trata de verdades comprobadas o de evidencias sobre determinado asunto. Eso pasó a un segundo plano. Lo que se ve ahora es la afrenta contra la persona. Lo que se pretende grabar en los seguidores es una consigna de destrucción, de destituir o acabar a ese contrincante. Y la masa, lo sabemos, es proclive a estos infundios; la muchedumbre es propensa al fanatismo y la falta de discernimiento. Por eso, cuando hay desmanes o francos ataques a la persona de algún candidato, aunque los mismos políticos se escandalicen de tales hechos, lo cierto es que es el resultado de su propia estrategia publicitaria.

Incentivar al odio resulta fácil en países como el nuestro en el que cualquier excusa, ojalá emocional, resulta un desfogue para las miles necesidades y las frustraciones personales. Odiar es una salida inmediata para aquellos a los que les han vulnerado habitualmente sus derechos o para quienes la esperanza está vedada. Promover la discordia, exacerbar las pasiones para que el presunto rival no sea escuchado, todo eso cala profundo en los corazones de los resentidos y los sometidos a las más hondas desigualdades sociales.

Claro está que el odio también es una estrategia política de los populismos. Esa fue la estrategia del nazismo y esa la de otros regímenes en los que por cuestiones de raza, religión o ideología se buscó por todos los medios disfrazar las verdaderas intenciones de quienes así manipulaban los corazones y las mentes. Los populismos desaparecen los matices; no hay gamas de colores o sutilezas para entender lo diverso. En el populismo las cosas y las personas o son blancas o son negras, y los que no están conmigo están contra mí, esa es la consigna. Lo que vale y se realza con grandes epítetos, con vehemencia ponzoñosa es que los otros, los que no comparten mi postura, van a acabar el estado, son unos traidores a la nación, son la lacra o los desadaptados que merecen eliminarse. Por eso también los populismos vuelven a desempolvar el discurso “patriotero” y la idealización de un país perfecto. Bien miradas las cosas, detrás de esos discursos de “grupo seleccionado o elegido” lo que se esconde es la más flagrante táctica de no convivencia. Más que una práctica democrática el populismo es una estrategia de guerra.

Me sigue sorprendiendo, a pesar de las justificaciones ya mencionadas, es la adhesión con que una buena parte de la sociedad le sigue el juego a estas campañas del odio. Es obvio que hay motivos comerciales o empresariales que autoponen la venda o fomentan el disimulo. Pero no es justificable que haya esa complacencia silenciosa o una actitud de ver el circo desde la barrera, sin ni siquiera llamar a la cordura a los mismos que patrocinan o son afines a sus intereses económicos. Esto no es un asunto menor. En Colombia ha habido, si es que las nuevas generaciones ya lo olvidaron, un terreno propicio para perseguir y desaparecer al que piensa diferente, para estigmatizar al vecino porque alguien desde algún púlpito lo tildó de ateo. Entonces, asumir la indiferencia ante las campañas de odio puede resultar contraproducente en el mediano y largo plazo.

Lo que sí podemos hacer cada uno de nosotros y en el radio de acción de  nuestras familias es no coadyuvar para que este virus del odio se propague. Es necesario asumir una actitud más serena, crítica, y con altas dosis de tolerancia. Propaguemos la escucha, el disenso sin agresión, la argumentación en contravía del puño, la piedra o el disparo anónimo. Que sean las razones las que se impongan y no la intimidación o el sectarismo intransigente. Más que azuzar, contribuyamos aplacando los ánimos; más que encender con el rumor mendaz, procuremos aclarar lo que a todas luces es desinformación malintencionada. Sobra decir que tal labor no será fácil: aprender a convivir siempre ha requerido mayor esfuerzo que llamar a la antipatía y la hostilidad.

Y una labor semejante tendrá que hacer cada maestro en su escuela, su colegio o su universidad. La educación no puede quedarse absorta ante tal seducción por el odio. Es prioritario que diseñemos estrategias didácticas que ayuden a las nuevas generaciones a no dejarse infectar por este modo de hacer política; es urgente que desarrollemos actividades de lectura crítica en el aula en las que podamos someter piezas publicitarias o noticias de los medios masivos al cuidadoso examen de su ideología subyacente; es vital que asumamos en nuestras instituciones de enseñanza un clima que favorezca la tolerancia, la convivencia, el respeto por la diferencia. Quizá con todas esas acciones, y con nuestro ejemplo pacifista, contribuyamos a que la politiquería del desprecio y el odio visceral no encarne en los que tienen la posibilidad de construir colectiva y pluralmente un nuevo país.