Por recomendación de mi apreciada amiga Penélope Rodríguez quien, a su vez, había recibido la sugerencia de su hija Shalila, empecé a leer Ser Mortal. La medicina y lo que al final importa (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018) del cirujano norteamericano Atul Gawande. Leer este libro ha sido una experiencia conmovedora y me ha puesto a meditar sobre la fragilidad de lo humano, la vejez, la enfermedad y la responsabilidad ética de los profesionales de la salud.
La obra mezcla la narración y el tono ensayístico. Gawande nos va llevando a través de la historia de sus pacientes y, a partir de tales testimonios, saca conclusiones sobre el papel de la medicina, las instituciones geriátricas y hace preguntas fuertes sobre esa última etapa de los seres humanos, cuando la enfermedad toma la delantera y se está en manos del saber médico, de los familiares y de una lógica social que poca atención presta a la dignidad del enfermo terminal. El cirujano echa mano de las voces de sus pacientes que enriquecen la descripción de los casos clínicos, ofrece estadísticas que avalan sus intuiciones, nos pone frente a los ojos el itinerario de los viejos, desde cuando luchan por mantener la independencia hasta el momento en que claman ayuda para poder “dejarse ir”.
Gawande, en una prosa limpia e interpelativa, pone sobre la mesa lo que implica la “experiencia de envejecer y morir”, pero señalando repercusiones éticas, dilemas morales, cuestionamientos sobre el papel de la familia y las instituciones de salud. A pesar de centrarse en el contexto norteamericano, los planteamientos y las conclusiones por él expuestas pueden ser aplicables a otras realidades y enfermos semejantes. Bien pudiera decirse que el hilo transversal del libro es una reflexión sobre el cuidado del otro, del otro cuando es radicalmente frágil y habitado por el dolor. En esta perspectiva, aunque a primera vista el tópico del texto sea la muerte, lo que soporta el núcleo del libro es el cuidado de la vida.
La obra es un descarnado e íntimo testimonio de la enfermedad terminal de un padre narrada por su hijo. ¡Hay tanta fuerza en dicho relato!, tanta sinceridad en los dilemas más íntimos de un médico con este tipo particular de paciente, que durante varias de sus páginas no pude evitar recordar mi propia historia, durante la enfermedad y la agonía del viejo Custodio. Quizá el libro sea un símbolo o un homenaje a su padre quien, a pesar de las circunstancias, “hizo todo lo posible para conservar la dignidad en aquellas circunstancias”.
Son agudas las críticas que hace Gawande a las casas geriátricas, a las salas de cuidados intensivos y a la falta de tacto de los médicos en la manera de acompañar tanto a los enfermos como a sus familiares durante esta etapa de “asumir la finitud”. Especial atención presta el autor al estilo de comunicación empleado por el médico y a las “conversaciones difíciles” que debe utilizar cuando a la par de hablar con verdad, también necesita estar dispuesto a favorecer las “decisiones compartidas” con el paciente. Tal vez por todo ello el cirujano ve con buenos ojos los cuidados paliativos en la medida en que, como dice él, “nuestra meta por excelencia no es una buena muerte, sino una buena vida hasta el final”.
Apenas para provocar la lectura de esta obra transcribo algunas de las ideas e interrogantes formulados a lo largo del texto: “Nuestra renuncia a examinar honestamente la experiencia de envejecer y morir ha incrementado el daño que infligimos a las personas, y les ha negado el consuelo básico que más necesitan”; “si, a medida que envejecemos, vamos apreciando cada vez más los placeres y la relaciones cotidianas en vez de los logros, lo que poseemos y lo que adquirimos, y si eso nos parece más satisfactorio, por qué esperamos tanto tiempo para hacerlo? ¿Por qué esperamos hasta que somos viejos?”; “el pavor ante la enfermedad y la vejez no es únicamente el temor a las pérdidas que uno no tiene más remedio que soportar, sino también el temor al aislamiento”; “los profesionales de la medicina se concentran en el restablecimiento de la salud, no en el sustento del alma”; “si ser humano es sinónimo de ser limitado, el papel de las profesiones y las instituciones dedicadas a la atención –desde la cirugía hasta las residencias geriátricas– debería consistir en ayudar a las personas en su lucha contra dichos límites”; “la física, la biología y el azar son los que se imponen en última instancia en nuestras vidas. Pero lo cierto es que tampoco estamos indefensos. El valor es la fortaleza de reconocer ambas realidades. Tenemos margen para actuar, para dar forma a nuestra historia, aunque, con el paso del tiempo, sea dentro de unos límites cada vez más estrechos”; “creemos que nuestra misión consiste en garantizar la salud y la supervivencia. Pero en realidad, es mucho más que eso. Consiste en hacer posible el bienestar. Y el bienestar tiene mucho que ver con las razones por las que uno desea estar vivo. Esas razones cuentan no solo al final de la vida, o cuando sobreviene la debilidad, sino a lo largo de toda nuestra existencia”.