Ilustración Guy Billout

Ilustración de Guy Billout.

Me encuentro a diario con dos tipos de personas: las que mantienen en su mente y en su corazón un celo por los demás, y otras que olvidan o no consideran de gran importancia el rostro del semejante. A las primeras las considero caminantes vía arteria y, a las segundas, viajeros de una sola vía. Tratemos de hacer un retrato de cada una de estas personalidades.

Las personas vía arteria por lo general piensan en los otros, en sus urgencias y necesidades, en sus gustos y preocupaciones. En la medida en que son sensibles al clamor ajeno, en cuanto atienden solícitas el rostro del prójimo, pueden actuar de manera anticipada: hacen una llamada justo cuando el otro ser más lo requiere; compran alguna mercancía, sin que se la exijan, porque conocen lo indispensable de tal objeto para alguien; se ocupan de los asuntos reales o de la sobrevivencia ajena porque piensan no tanto en el presente, sino en el bienestar futuro de tales personas. Al estar atentos a los problemas o situaciones adversas del amigo, ser amado, familiar, colega o vecino, tienen el tiempo suficiente para hacer la visita al enfermo, para acompañar a otro en una pena, para ofrecer las manos o los brazos en un evento apremiante. La personas vía arteria, por lo demás, algo traen para alguien cuando viajan; son capaces de deponer su cansancio o sus propios caprichos por satisfacer un pequeño encargo, un medicamento vital para otro ser. Cuando así actúan, las personas vía arteria consideran que han logrado uno de sus mayores cometidos: hacer feliz a alguien, ver cómo con su apoyo ese ser alcanza sus metas más anheladas. En síntesis, las personas vía arteria procuran evitar el dolor en los demás, son cuidadosas para prevenir el sufrimiento, y muy sensibles a la fragilidad de la condición humana. Son, por decirlo así, vigías de la otredad, centinelas de alteridad, protectores del prójimo. Son estas personas las que forjan convivencia, pareja, sociedad; son, en sí mismas, un medio o un símbolo del vínculo humano. Es posible que esta forma de ser y comportarse tenga mucho que ver con la crianza y con espacios de socialización claramente enfilados a la solidaridad y el mutuo afecto.

Las personas de una sola vía, por el contrario, anteponen sus necesidades a las ajenas; priorizan sus deseos, sus gustos y sus apetitos de acuerdo a su agenda existencial. Defienden a ultranza lo que quieren y, logran, a veces sin darse cuenta, herir, fracturar o menoscabar la dignidad de otros. Por tener una mirada de una sola vía se centran fuerte en el propio espacio y no logran entrever los escenarios a su alrededor. En consecuencia, les cuesta adivinar o intuir cuáles son las necesidades del amigo, del ser amado, del familiar o del vecino; poco revisan la historia vivida o compartida con alguien y con dificultad avizoran el futuro que de esas relaciones se deriva. No es que actúen así para provocar un malestar o infringir una pena; más bien es una incapacidad moral para desplazar o movilizar su yo hacia otros espacios distintos a su zona de confort. A las personas de una sola vía se les dificulta regalar, compartir hallazgos, abrir de par en par su corazón; les cuesta ponerse en la dimensión de la gratuidad. Quizá por eso mismo temen o se sienten vulneradas cuando alguien les reclama o les recrimina una omisión, una acción inapropiada, un gesto de socorro inadvertido, un descuido a determinado compromiso. Y al comprobar tales errores, en lugar de asumir el perdón o la disculpa, rápidamente se atrincheran en la justificación, se protegen tras una muralla de silencios o una premeditada lejanía. Las personas de una sola vía se sienten cómodas en las burbujas, en las torres aisladas, en los ambientes privados; prefieren no deberle nada a nadie, ni depender de otros para tomar sus decisiones. Son autárquicas, autosuficientes, autodeterminadas. Les cuesta someter su voluntad al parecer de otras voluntades o al criterio ajeno; temen que si lo hacen dejarán de ser ellas o serán sometidas por extraños. Las personas de una sola vía sufren los pormenores y las demandas de los vínculos. Quizás a las personas de una sola vía les hizo falta en sus primeros años la certeza de ser amadas o se fueron acostumbrando a no necesitar de afecto, o convirtieron con el pasar del tiempo esas penas y esas falencias en un escudo, en una caparazón protectora que, a la vez, les fue negando la posibilidad de mostrarse afables, tiernas, cariñosas hasta la médula.

Hasta aquí una distinción sucinta de estos dos tipos de personas. Por supuesto, –como sucede en toda tipología– hay matices; pero lo importante es la prevalencia de varios de esos rasgos. También puede suceder que una persona vía arteria termine, por diferentes experiencias negativas, asumiendo algunos rasgos de las personas de una sola vía. A lo mejor sea una manera de sobrevivir a ambientes adversos o negativos; sin embargo, en ellas prevalecerán varios de los rasgos arriba anotados. Igual transformación podría suceder con las personas de una sola vía, aunque tal desplazamiento implica una labor más dispendiosa: no es fácil domeñar el egoísmo cerrero y la individualidad enceguecida. Sin embargo, a través de experiencias amorosas o fraternas, mediante ejercicios contundentes de confianza, es probable que las personas de una sola vía empiecen a tener en la mente el rostro del otro, y aprendan a involucrar las necesidades ajenas dentro de sus itinerarios personales. Tal vez el pasar por situaciones de dolor o de profunda fragilidad también sea otro motivo para ese desplazamiento de perspectiva o, al menos, para caer en la cuenta de saberse incompleto, de requerir del prójimo, de necesitar ternura o acompañamiento para lograr sobrellevar el peso de la soledad o su vulnerable condición. Todo eso es posible. También cabe pensar, desde una mirada psicosocial, que los seres humanos vamos evolucionando desde nuestro primer egoísmo infantil hasta la adultez que permite albergar a los demás, con sus diferencias y sus tonalidades. A lo mejor, las personas de una sola vía aún siguen en su proceso de desarrollo humano; ese camino que, como se sabe, puede llevar todos los años de nuestra existencia.