Ilustración de Joey Guidone

Ilustración de Joey Guidone.

Se escribe por placer, por el mero gusto de ver cómo van formándose las líneas, esas grafías producto de la imaginación y la mano atenta. Existe un goce especial en poblar un mundo con palabras, en dotar de límites o mojones el espacio blanco de lo ilimitado. Este goce, porque es del cuerpo y de la imaginación, es muy cercano al acto de gestar, de insuflar la vida –signo tras signo– con la lentitud de todo génesis. Pero escribir es también una manera de establecer lazos, de unir mentes y sentimientos. Cuando se escribe, así sea en nuestra cabeza, prefiguramos a otros, adivinamos el gesto de alegría o de sorpresa cuando reciba estos signos. Entonces, la escritura es ramo de flores, regalo, felicitación, solidaridad, compañía… Con la escritura iniciamos o mantenemos un vínculo, damos resonancia a una relación, rubricamos la certeza de una pasión o disolvemos el fantasma de la ausencia. Escribir, en este sentido, es decir a otro “aquí estoy”, “cuentas conmigo”, “no te he olvidado”, “aquí está mi brazo”, “no estás solo”, “dispones de mis manos”. Y todas esas cosas las pueden crear unos signos que, al juntarse de una especial forma, producen en el lector o lectora un efecto, un campo de irradiación tanto más potente cuanto necesario sea recibir dichas grafías. La escritura afecta, toca, conmueve, pone a pensar, remueve, exacerba los afectos, aguza la fantasía, reaviva la memoria. En algunas ocasiones se parece a un bálsamo y, en otras, es un potente revitalizador de nuestro ánimo.

Desde luego, escribir implica enfrentarse con las palabras. Ellas, que bien vistas son inagotables, inabordables, se ofrecen sumisas a quien bien las conocen o lleva muchos años tratándolas. De lo contrario, se esconden, fingen, parecen ofrecer sus favores cuando en verdad muestran su desentendimiento. Por eso escribir es una búsqueda con y a través de las palabras; una expedición al territorio del diccionario, una odisea entre tantos signos parecidos y extraños a la vez. Lo más seguro es que el producto final de haber escrito no sea sino el testimonio de dicha aventura en tales tierras, un diario de a bordo, un registro del encuentro con cada una de esas grafías. Y si logramos acceder a los borradores del escritor, descubriremos que tal odisea no fue solo cosa de hallazgos afortunados, sino también de escogencias equivocadas –por eso los tachones y las enmendaduras–, de tanteos o escarceos con las palabras. A lo mejor, como en todo goce genuino, escribir presupone un abandonarse a esta travesía por tierras desconocidas e inéditas. Dejarse llevar por el encuentro con las palabras, embriagarse con su ritmo; todo eso hace parte de la fascinación de escribir. Oír con atención cada palabra, casi que tocarla con los dedos, adivinar su peso o su alcance comunicativo, cada uno de estos actos –que son en sí mismos actos de amor– constituye la verdadera entrega al escribir. Por momentos es un acto mágico, sublime, de éxtasis prolongado; en otros, un rito que construye una zona sagrada para que emerjan las criaturas de la interioridad. De allí la necesidad del aislamiento para lograr a plenitud esta entrega: a solas es más fácil abandonarse a los placeres de la imaginación; cobra más fuerza el silencio, y en soledad puede uno escuchar las voces susurrantes del propio corazón. Esa parece ser la paradoja: el escritor se aísla para ir en pos de los vínculos; se aleja para delinear el rostro de la cercanía.

Cabe decir acá que a veces la escritura se resiste a estar con nosotros. Es esquiva de una manera radical. Y por más que se la busca o se la incita, a pesar de nuestro empeño por tenerla al lado y escuchar sus palabras, se mantiene impertérrita, silente, ensimismada en sus propios garabatos. Son los tiempos en que el escritor anda en “época de sequía” o que esta “bloqueado”. Nada parece útil para sacarlo de tal marasmo. Intentar escribir, entonces, es doloroso, angustiante. Miles de malos augurios desfilan por su cabeza y anda a tientas, desconcertado y abandonado de toda estrella polar. Aquí, querer escribir es divagar, vivir en un estado de nomadismo intelectual, padecer el naufragio de los dejados por la inspiración o los ángeles custodios de la creatividad. Durante estos períodos escribir es padecer la carencia de palabras. Por supuesto, siempre está la esperanza de que de pronto –de manera inesperada– reaparezcan vivas y esplendorosas, dispuestas a nuestro afán de retenerlas. Y por eso, así se esté en épocas de aridez productiva, los escritores seguimos raspando el espacio en blanco, como arqueólogos metafísicos, a ver si de pronto hallamos un motivo, un tema, un signo que nos lleve de nuevo a la veta de la producción, al valle imaginario donde reverdecen las ideas y cada pensamiento tiene su signo preciso. Tal es la esperanza, y por eso los escritores son noctámbulos, porque saben que en las noches es cuando hay la mayor posibilidad de que las escurridizas palabras salgan a ofrecer sus dones más preciados.

Retorno a mi inicio: escribir es un placer. Un acto de exploración íntima que busca ser complicidad; una elaborada alquimia en la que humildes grafías, en su justo calor y ebullición, logran transformarse en revelación de lo que somos, en espejo, en líneas tensadas para el encuentro. El goce de escribir se siente en la piel y, más hondo, en las fibras del espíritu. Por eso produce una emoción semejante a la felicidad y por eso, cuando el escribir se convierte en lectura, aparecen los cómplices, las almas gemelas, los amigos anónimos que comparten nuestra misma devoción por las palabras. En ese instante el placer se hace más intenso, porque gracias a la escritura logramos establecer un vínculo con otro ser humano, un lazo invisible capaz de trascender las fronteras y ser inmune al corroer del tiempo.