Ilustración de Edward Bawden.

Ilustración de Edward Bawden.

El pavo real y la gallina cenicienta

El pavo real miraba con desdén a la gallina cenicienta. “Muy opaco es tu vestido”, le decía. “Nada de lustre tienen tus plumas”, volvía a recriminarle mientras extendía su hermosa cola multicolor. La gallina lo observaba con curiosidad. “¿Y no sufres por tan pobre vestido?”, preguntó orondo el pavo. “No, dijo la gallina, mi mayor orgullo no está en mis plumas, sino en mi vientre: otros se benefician del huevo que pongo todos los días”.

 

El cuervo y el ruiseñor

—No sé por qué dicen que es el canto más bonito —dijo el cuervo a un grupo de compinches.

—A mí me parece un canto igual al de otras aves —volvió a comentar, moviendo su larga cola para mantener el equilibro.

Subidos en la rama de un alto cedro los cuervos escuchaban a su camarada.

—Además, ese canto es débil, casi que ni se escucha…

El viento avivó el canto del ruiseñor y fue como una bofetada para el cuervo que con su pico buscaba alimento entre las hojas.

—Yo mismo poseo un repertorio que ya quisieran escuchar los habitantes de este bosque.

Y sin que sus acompañantes confirmaran el comentario, empezó a entonar unos graznidos gruesos, repetitivos, sin ninguna melodía o unidad tonal.

—¿Escucharon? La fuerza de este canto es digno de alabanza…

Los compinches asintieron con la cabeza y se sumaron en un coro que parecía más un croar de ranas que una alborada de pájaros.

El viento trajo de nuevo el canto del ruiseñor, tanto más hermoso cuanto disonante era la voz de los cuervos.

—Ese canto me molesta, irrita mis oídos —dijo el cuervo.

—Deberíamos alejar esa ave de este árbol…

Los secuaces del cuervo aceptaron la invitación y levantaron el vuelo hacia la copa del árbol donde estaba ubicado el ruiseñor.

—Vamos, vamos… que se vaya con su trinar a otra parte…

El ruiseñor que no había escuchado nada de la conversación entre los cuervos, apenas tuvo tiempo de huir al ver llegar a su rama una avalancha de alas y de picos agresivos.

—¡Qué tristeza! —dijo el ave— ya no lo dejan a uno tranquilo para tratar de imitar, con este canto, la alegría que siente el corazón al llegar un nuevo día.

 

El cerdo choncho y el gato criollo

El gato miraba al cerdo comer desaforadamente. Le sorprendía ver cómo su colega de granja devoraba yucas, plátanos, maíz y cuanta cosa encontraba a su paso. Pero lo que más le asombraba era el afán con que ingería todos esos alimentos. Subido en una mesa, con timidez increpó al puerco que lo escuchó sin levantar el hocico:

—Y por qué come usted con tanto afán?

El cerdo refunfuñó alguna respuesta que resultó confusa en medio del ruido al triturar una montaña de desperdicios.

—¿Y cuándo sabe usted que ya está lleno?

El cerdo ni siquiera se inmutó. Decepcionado de este diálogo fallido, el gato bajó de la mesa y fue a acomodarse en una banqueta cercana.

El cochino, después de hozar en un barrial buscando lombrices, se echó cerca de la cocina de la casa y empezó a roncar. Esta situación se repitió muchas veces. El gato pudo notar que con los años el puerco engordaba más y más. Hasta que en un diciembre, los chillidos del cerdo cuando lo iban a matar, llevaron al gato a profundas reflexiones:

—Mejor ser flaco y seguir con mi dieta de tomarme poco a poco el platillo diario de leche y algún ratón casual. De esta manera mantendré muy lejos el cuchillo del amo.

 

El toro de lidia y el buey manso

 “No sé cómo aguantas ese yugo todos los días”, le dijo el toro de lidia al buey robusto. El colega, cabizbajo, seguía comiendo su concentrado, detrás del cercado que los separaba. “Yo no me aguantaría ni un día esas labores”, agregó el toro raspando con una de sus patas el prado. El buey levantó la cabeza y dio una respuesta con toda tranquilidad: “Uno se acostumbra a lo que parece imposible”. El toro replicó: “A mí, si llegaran a castigarme como a ti, embestiría con toda mi violencia al vaquero de turno”. El buey repuso con serenidad: “Yo no siento rencor por quien me alimenta y me da techo”. El toro continuó: “A mí me hierve la sangre y enloquezco cuando veo un lazo o una cuerda que intentan detenerme”. El buey miró al toro con extrañeza: “Mi defensa es mi calma; con mi lentitud controlo a los que me hostigan”. La conversación entre las dos bestias corpulentas fue interrumpida por la llegada de un camión. Eran los encargados de conducir el toro de lidia a la plaza. El buey vio al toro embestir una y otra vez a quienes intentaban meterlo en el vehículo. Escuchó después los bufidos del animal, su pataleo, y la algarabía victoriosa de los vaqueros cuando acabaron con éxito aquella faena matutina. “Tarde que temprano ese hervor en la sangre conduce a buscar la propia muerte”, pensó el buey, a la par que continuaba degustando el desayuno.

 

La urraca encandilada

Cuentan que una urraca se dedicó a guardar en su nido metales, anillos o cosas brillantes parecidas. Llevaba dichos objetos a su dormitorio, construido en la rama de un alto árbol. Los demás habitantes del bosque la veían ocupada en esta labor de amontonar baratijas que tuvieran un lustre o un destello. Con el tiempo, la urraca poco comía y solo procuraba encontrar más de estas cosas fulgurantes o relucientes. Varias palomas contaban que desde lejos, especialmente en la mañana, se podía apreciar el resplandor que salía del nido de la urraca, pero que nadie podía acercarse hasta allí, so pena de recibir una sarta de picotazos. Se sabía también que no contenta con ese montón resplandeciente, la urraca empezó a llevar a su nido pedazos de espejos, pues se sentía orgullosa de ver multiplicadas sus pertenencias doradas en aquellos fragmentos de azogue. Y que de tanto llenar su nido de ese cúmulo de hojalata el peso de tales objetos la sepultó una noche mientras dormía. Un pájaro carpintero la encontró así, entre trozos de espejos, cubierta por las hormigas que la habían vuelto su gran festín.