Vendedores ambulantes de Pedro Ruiz

«Vendedores ambulantes» (2009) del pintor bogotano Pedro Ruiz.

Si hay algo que nos identifique, no sólo a los colombianos, sino a toda nuestra América Latina, es la diversidad en comidas, vestidos, ideas, credos, ritos y, por supuesto, ritmos. Una diversidad que no implica exclusión de los otros elementos. Sincretismo, es más adecuado decir. Entre nosotros conviven, perviven y se contrapuntean, la devoción mariana, la superchería, la magia, el misticismo oriental, la brujería y también el vals, la cumbia, la salsa, el bambuco, el merengue, el paseo, la balada, el jazz, el rock… y también el estudioso de los antiguos textos grecolatinos, el versado conversador de taberna, el petulante cínico, el maestro, el esnobista, el sibarita o el lector de periódico, sobre todo de las páginas deportivas… Digo que conviven, no que se rechazan. Y esto se debe a que nuestras pequeñas ciudades, casi siempre vistas como un pueblo con edificios en el centro, son el punto de convergencia de la diáspora campesina, del desarraigo, de la huida de la violencia, así sea sólo como una memoria amarga; pequeñas ciudades, en donde se reúnen multiplicidad de aspiraciones, esperanzas, recuerdos y, por supuesto, el tinte o los tintes particulares de la región, de la vereda, del pueblito vigilante de la niñez. Esta imbricación hecha de sangre y memoria, afortunadamente nos hace –a veces, con peligro– aptos para recibir todo lo extranjero.

Basta ver un camión de servicio público, su consola, para llenarnos de este tipo de espíritu; basta ir a nuestros barrios para constatar el juego de variación entre el tendero, el señor de la fama; Don Julio, el de la panadería, Don Prudencio, el del granero que es también la miniplaza de verduras, frutas y cerveza… entre el señor de la droguería, y el del pequeño restaurante que siempre vende caldo con costilla. Basta ir a este espacio cultural, para convencernos de nuestro sincretismo que no es mero mestizaje, sino estado de tensión, de conformación, de metamorfosis. Al ser un continente demasiado joven, vivimos la tensión entre el recuerdo mítico y el imperativo histórico de una toma de posición ante los demás espacios culturales, ante los rostros de otros tiempos y otras geografías. Nuestro sincretismo es el resultado de haber sido colocados de pronto, súbitamente, en la historia de Occidente, violentándonos un proceso propio, distinto. Y es el resultado también, de haber podido asimilar tanta alabarda, tanto arcabuz, tanta espada, a punta de astucia, malicia, ingenio de curare y seducción de india. Aún los grandes centros comerciales, todas las metrópolis, conservan en su esencia, este espíritu sincrético nuestro que reúne, en un mismo punto, lo diverso.

Ante tal panorama, a uno le corresponde asumir una cuota de tolerancia y al mismo tiempo, un valor de diferenciación. Hablar de mejor o peor, de bueno o malo, cuando se hace referencia a las manifestaciones artísticas, artesanales, culinarias o musicales, es una necedad. Mas sin embargo, creer que todo es confusión, es un desatino peor. El bambuco y el pasillo, junto al río, el pescador y el lucero, junto al Mohán y la Madremonte; la cumbia y el mapalé, al lado del sonido del mar, del cimarronaje, del palenque y las antiquísimas historias de cadenas y muerte; el merengue y el paseo, junto al pueblo hecho de bahareque, junto al sol canicular y la sabana; el galerón y el joropo, al lado de la inmensa llanura, ese otro mar… en fin, la montaña, el río, la llanura, el valle, el mar o la selva, todos estos ambientes y ritmos se consolidan en nuestra identidad. Cada región –no sé si llamarlas folklóricas– aporta un ritmo diferente, como son distintos los tamales, la lechona, el sudado, y el sancocho, que dependen de la sazón de la región y de la tradición inherente a su elaboración. No suena lo mismo la hoja de plátano, el guadual, la ola, la ululante caña o el viejo guayacán; como tampoco vuelve a oírse igual el clamor del terruño infantil, luego de haber soportado la casa de inquilinato o el sordo y monótono repetir de los tornos. La gran ciudad trae sus otros ritmos, cercanos a la máquina eléctrica, al motor del automóvil o al indefinido pito de las computadoras.

No creo que nuestra tradición cultural sea la de la pobreza. Quizá sea pobre si la comparamos con la tabla del progreso de otras latitudes. Por lo demás, el subdesarrollo no es predicable en el arte. El ethos que informa cualquier manifestación cultural, brota o se desprende, ha escrito Octavio Paz, como un hijo maduro de la cultura que lo engendra. México nos ha enseñado tal valentía de lo propio, la actitud del que no se avergüenza. La nueva trova cubana también se ha situado en esa perspectiva. Al no reconocer nuestras producciones, nuestras creaciones brotadas de nuestro entorno y tradición, de nuestro vasallaje y nuestras luchas por romper tal dominio, al no reconocerlas, decimos, estaremos abocados a la transculturación, al neocolonialismo y, ya sabemos, que en arte, las formas no se importan, so pena de ser siempre imitación desactualizada.

II

 

Tomemos un ejemplo, de todos bien conocido, para constatar lo que he venido diciendo: “Pescador, lucero y río” de José A. Morales. Veámoslo por partes.

El pescador, que contiene la imagen del trabajo, de toda vocación no necesariamente alienada. El pescador que es símbolo de la búsqueda, al mismo tiempo que de la destreza: una mezcla entre azar y técnica. La suma de un oficio, una artesanía y el modo particular de unas condiciones de vida.

Luego, el lucero. El lucero que tiene el color de lo inalcanzable, la pasión por la altura, por el vuelo y por la eternidad de la luz. El lucero que persiste como vigía, como silencioso visor de todas las noches del que tiene la red o la atarraya, del que sale de pesca. El lucero que es siempre una ansiedad, al mismo tiempo que un amor imposible. Algo que vemos a diario, que nos asfixia con sus enormes ojos, con su brillo y que, sin embargo, no podemos tocar. El lucero, nombre de toda ilusión que aspira a ser corporeidad.

Finalmente, el río, la corriente, el constante fluir. El río que es como la vena, como la savia o como el mismo discurrir de la conciencia. El río que penetramos y que nos penetra. El río en el cual navegamos y hacia donde llevamos todas nuestras penas o nuestras alegrías. El río, hijo de la montaña. Herida de la roca y la tierra que se desangra zigzagueante, volviendo más húmeda la parcela, el cultivo; el río que embiste desbocándose y que nos aterroriza con su sequía. El río, en suma, donde se conjugan el pescador y el lucero; el pescador con su canalete y su canoa, el lucero como resplandor, como imagen que juega a perderse en la corriente.

Cambien ustedes el contexto, vuelvan el pescador un llanero, tórnenlo agricultor o artesano, llámenlo recolector, jornalero o mero campesino; cambien ustedes el lucero por una puesta de sol, por la palmera incólume, por las nubes negras y tristes, cámbienlo por la lluvia, por el arco iris, el viento o una flor; cambien ustedes, finalmente, el río por el mar, por la llanura, por el valle, por la sabana o por el desierto y no variará en nada, o en casi nada, esta confluencia de hombre, ilusión y naturaleza. Naturaleza que, por lo demás, está tan asociada a lo telúrico, al movimiento o las meras aguas, que siempre se identifican con la mujer. La mujer o el labio, la sonrisa, el lunar, la cadera o el beso. Mujer que es siempre nostalgia, como nostalgia es querer volver al bohío, al pueblo, al antiguo lugar del nacimiento.

El sincretismo se muestra en ese acto traslaticio de pescar el lucero, llevarlo al bohío y abandonar el oficio; en ese acto transfigurativo de no volver al río porque se tiene entre los brazos la ilusión, y en esos celos de la naturaleza que, a partir de la creciente, de su exceso, vuelve a apoderarse de lo suyo. El sincretismo es esa venganza de lo natural contra todo aquel que se atreve a robar su descendencia. El sincretismo es la defensa de un continente joven ante la barahúnda del tecnicismo; una forma de revancha ante la conquista brutal de la civilización.

Muerto el barquero, el equilibrio se reanuda. Arriba brilla el lucero y el río sigue su curso de reflejos y memoria de agua. Muerto el barquero, la armonía inicial vuelve a perderse entre pajonales y sombras de antiquísimos platanales.

Ya en la ciudad, el río puede tornarse calle y no nos queda sino la nostalgia. Saudade que es también identidad. Ya en la ciudad, la fábrica borra las estrellas tras su humo y el agua se inmoviliza por la pesadez de tanta escoria de máquina. Sin embargo, vuelvo a repetirlo, la naturaleza reclama una revancha. La polución no es sólo una palabra.

Y justo cuando hablamos de identidad, ese desquite del pescador, del lucero y del río, se nos convierten en la vieja cruz del abuelo, en el retrato arrugado de alguno de nuestros padres o en el amuleto de alguna tía beata. Si miramos hacia atrás, la identidad nos habla desde la sangre, desde la violencia; si miramos más, mucho más atrás, la identidad nuestra se llama invención. La invención de América, el sueño de Colón y el recorrido de un equívoco.