Doctorado Honoris causa

Quiero agradecer, antes de leer estas palabras, al Consejo Superior, al rector, hermano Alberto Prada Sanmiguel, y al Consejo académico de la Universidad, por este honor que enaltece mi nombre, pero también exalta el oficio de enseñar.

LAS TENSIONES DEL SER MAESTRO

La profesión de ser maestro no es un oficio fácil ni siempre efectivo. Está determinada por las variables de cómo son los enseñantes y, desde luego, por las particularidades de los aprendices. Es una labor que alberga una buena cantidad de vocación y el necesario estudio para alcanzar el rango de una profesión de servicio. Con el tiempo he ido comprobando que nuestro quehacer se mueve en tensiones u oscila entre fuerzas si no opuestas, al menos, dispares. Bien vale la pena aprovechar esta ocasión para compartir algunas de ellas, no solo como un testimonio de lo que considero esencial de ser maestro, sino con el objetivo de seguir aclarando lo que somos como educadores.

  1. Guardianes de la tradición y entusiastas de la innovación

Es indudable que los maestros somos los custodios de tradiciones, de valores y de una herencia cultural. Por nosotros perviven o se mantienen determinadas creencias y un conglomerado de artefactos del pensamiento que han sido tallados por anteriores generaciones. Damos voz al pasado y, al hacerlo, subrayamos saberes, obras, nombres y un conjunto de ideas consideradas valiosas para la humanidad. Así que, al cumplir esta labor de guardianes del legado espiritual de otros pueblos y otras épocas, somos los heraldos vivos de lo permanente y digno de conservarse en la memoria de los hombres. Pero, además, los maestros también procuramos avizorar el futuro, divisar horizontes para las nuevas generaciones. Esto nos lleva a mantenernos alertas, a releer el pasado y actualizar, con sentido crítico, lo que hemos recibido como tradición. Cuando así actuamos, nuestra labor es invitar a innovar, a diseñar otros mundos posibles, a crear condiciones insospechadas. Nuestra tarea, entonces, es poner en la mente y en los corazones de nuestros estudiantes la semilla de la inconformidad, el entusiasmo por el emprendimiento, la pregunta por lo posible. Como se ve, lo que hacemos cotidianamente los maestros es sopesar y poner en la balanza el pasado con el porvenir.

  1. Transmisores de Información y tutores de la formación

Los maestros siempre hemos tenido un gusto y una experticia en determinado saber que nos interesa transferir a otros. Ese conocimiento hace parte de nuestra experiencia y lo hemos llegado a cualificar con sofisticadas didácticas disciplinares. En las aulas explicamos y procuramos dar a conocer los fundamentos de una profesión o un oficio y nos sentimos a gusto cuando nuestro ejercicio de enseñar se convierte en feliz aprendizaje. Sin embargo, nuestra tarea va más allá de dominar una asignatura. Los maestros, de igual modo, tenemos que habérnoslas con seres de carne y hueso, viviendo una particular etapa de su desarrollo, y en muchos casos con problemas y circunstancias adversas. En consecuencia, además de prodigarles un saber a los estudiantes, a los maestros nos corresponde formarles un carácter, templar sus emociones, procurar modos de convivencia y favorecer el autocuidado y la autocrítica. Salta a la vista: los maestros tenemos una responsabilidad académica y, al mismo tiempo, una responsabilidad social de acompañar y cuidar a personas afectables y situadas en una realidad específica.

  1. Creadores de vínculos fraternos y encargados de la distancia correctiva

Si hay algo que muestra nuestro talante como maestros es la forma de crear vínculos. Mediante una vigorosa comunicación interpersonal y una disposición para la escucha, vamos tejiendo relaciones con nuestros discentes, vamos estableciendo puentes del afecto y de la camaradería. Además de explicar y exponer, conversamos con nuestros aprendices, compartimos experiencias, nos hacemos cómplices de sus peripecias existenciales. Porque queremos ser más que eruditos profesores, indagamos en la historia de vida de cada uno ellos, nos esforzamos por saber sus nombres y hasta conocemos sus estilos de aprendizaje. No obstante, para que la relación pedagógica conserve su consistencia, de igual modo necesitamos tomar distancia para exigir los compromisos establecidos, pedir las tareas a tiempo, señalar una falta y sancionar cuando sea necesario. Somos maestros porque no a todo decimos que sí, ni siempre actuamos de manera complaciente. Ponemos límites, corregimos comportamientos, hacemos cumplir unas normas. Cuando así procedemos, procuramos hallar el tono adecuado, el tiempo oportuno y la dosificación en nuestras amonestaciones. En definitiva, a la par que establecemos relaciones de fraternidad con nuestros aprendices, también tomamos distancia para reprenderlos, evaluarlos o regular sus conductas indebidas o inadecuadas.

  1. Potenciadores de capacidades conocidas y descubridores de talentos inéditos

Los maestros, desde los que educan a los más pequeños hasta los de niveles universitarios, buscamos por todos los medios potenciar las habilidades, las aptitudes que ya traen nuestros estudiantes. Buena parte de nuestra labor cotidiana consiste en identificar, impulsar y desarrollar esas capacidades de los aprendices. Somos maestros porque creamos condiciones para que esas capacidades innatas se potencien y para que al ponerlas en contacto con el acervo de la cultura se cualifiquen. Claro, nuestra labor no termina ahí. Nos interesa también explorar en talentos inéditos que los mismos aprendices desconocen o no tienen la suficiente fortaleza interior para darles su justa valía. Este oficio de entrever capacidades desconocidas es de los más gratos de nuestra profesión. Aquí el trabajo nuestro se hace más sutil, porque debemos descubrir esas potencialidades y tejer un camino posible para que afloren y despunten como si fueran revelaciones maravillosas o tesoros ocultos. Ofrecer condiciones para el reconocimiento de esas otras inteligencias desconocidas es uno de los rasgos distintivos de nuestra experticia o de la sabiduría en el oficio de enseñar. En consecuencia, los maestros impulsamos y acrecentamos en nuestros estudiantes sus inclinaciones y habilidades conocidas, y a la vez, hallamos e impulsamos sus talentos inexplorados.

  1. Fomentadores del pensamiento crítico y promotores de esperanza

Los maestros, hoy más que nunca, caldeamos el pensar y muy particularmente el pensamiento crítico. Nos interesa que nuestros aprendices aprendan a relacionar, a contrastar, a argumentar, a analizar el mundo que viven. Queremos que ellos sepan de su disciplina, por supuesto, pero nos parece más importante que tengan herramientas idóneas para resolver problemas, para sospechar y preguntar, para tomar distancia comprensiva y juicio crítico. Aunque nos guía el saber, nos interesa profundamente el cultivo de la reflexión y la cualificación de los procesos del pensamiento.  De otra parte, además de aguzar el pensamiento de nuestros estudiantes, los maestros les prodigamos cierta confianza o determinada fe para que no sucumban al escepticismo o a la avalancha negativa de la realidad en que viven. Proveer ese optimismo vital, esa capacidad para mantener en alto la esperanza, es una de nuestras tareas más delicadas, si en verdad nos interesa formar personas aptas para construir sociedades más democráticas, más justas, más incluyentes. Porque afianzamos la esperanza es que los maestros no comulgamos con el derrotismo o la pasividad cínica. Así que, de un lado impulsamos la sospecha para descomponer críticamente la realidad y, de otro, afirmamos la confianza para lograr reconstruirla.

  1. Ejemplos de calidad profesional y referentes morales de una vida íntegra

Por la manera como organizamos responsablemente nuestro quehacer, por la forma como planeamos nuestras acciones, por lo actualizado de nuestros contenidos, por las investigaciones que nutren y soportan nuestra enseñanza, gracias a todo ello, los maestros somos ejemplos de profesionalismo para nuestros estudiantes. Al oírnos y vernos en clase, al leernos o saber de nuestra trayectoria académica, a los aprendices les servimos como un referente disciplinar, como un punto de inicio o una posible zona de desarrollo. Porque asumimos con dignidad y altura todo lo que hacemos y porque nuestro discurso refleja el estudio permanente, es que ganamos el respeto académico y la credibilidad en un campo del saber. Pero, no sólo somos ese tipo de ejemplo; de la misma manera, encarnamos ciertos valores o determinadas virtudes que instauran una forma de ser y comportarse con los demás. Al ser justos, al ser honestos, al mostrar entereza y disciplina, nos convertimos en modelos de conducta, en hitos morales para los más jóvenes. Este lugar de referencia no es un asunto menor, pues de esos comportamientos es que se deriva la autoridad, esa distinción que los estudiantes nos reconocen porque ven coherencia entre lo que decimos y hacemos, entre nuestras palabras y nuestros actos. Salta a la vista que servimos de punto de mira y excelsitud en una rama profesional pero, de igual modo, de raseros éticos en la forma de comportarse como es debido o llevar una vida íntegra.

Cierro estas aproximaciones sobre el ser y el quehacer de los educadores, subrayando el hecho de la tensión que impregna nuestras actuaciones. Quizá, al igual que los arcos de calidad, tendríamos que ser cimbreantes, flexibles, para no hacer la fuerza solamente en uno de los extremos. Se me ocurre ahora que tal vez esta sea la mayor lección que se va aprendiendo después de muchos años en el oficio docente: la de ser más tolerantes con nuestros aprendices, la de aumentar el caudal de nuestra paciencia cuando las cosas no salen como deseamos y la de aprender, con humildad, que aunque convencidos señalemos una estrella en el firmamento, cada estudiante debe encontrar en ese cielo su propia luz.

Muchísimas gracias.