
Ilustración de M. C. Escher.
Al partir de nuestros lugares conocidos, de nuestra cotidianidad o al alejarnos de los seres que amamos y nos quieren, lo primero que sentimos es un vacío, una pérdida instantánea. No tenemos ya los mimos y los abrazos familiares, como tampoco el resguardo de nuestros hábitos y mucho menos la consabida dieta a la que estamos acostumbrados. Nuestro corazón y nuestro cuerpo se resienten de tales carencias. Al partir, especialmente cuando los viajes son a tierras lejanas, padecemos la sensación de lo incierto o la brusca cesación de una temporalidad domesticada.
Por supuesto, esa primera sensación es atenuada por la novedad que se avecina. Nuevos territorios, nuevas gentes, nuevas formas de vivir y comportarse, ayudan a que la partida no sea tan dolorosa o al menos no tan permanente. Desde luego, hay momentos en que la evocación de nuestra tierra, de nuestros seres más cercanos, aviva la tristeza o nos evidencia, como si fuera una impronta indeseable, que ahora somos extranjeros. Cuánto se extraña, entonces, la comodidad de nuestro lecho, los colegas de trabajo, el fluir cálido de las relaciones tejidas durante muchos años. Cuánto anhelamos los alimentos más sencillos o el tener cerca nuestros objetos tutelares.
Es obvio que las partidas despiertan la curiosidad, el sentido de exploración y la no menos fascinante condición de viajero o ser en tránsito. Lo nuevo encandila nuestra atención y estimula la vigilancia para lo sorprendente. Pero las luces fulgurantes de lo desconocido no enceguecen todos nuestros recuerdos. De allí que busquemos establecer algún contacto con nuestra familia, escribir un mensaje o escuchar por algunos minutos la voz de los más íntimos allegados. Oírlos o saber de ellos es una manera de mantener los vínculos; un signo de que la partida no es definitiva. Y al hablar o saber de esas personas restituimos –así sea simbólicamente– la pérdida, la ruptura, el trazado de nuestro mapa existencial.
También las partidas abren caminos para lo insospechado y renovador. Al estar inmersos en otras geografías y con personas diferentes a las coterráneas, podemos incorporar otras rutas o diferentes personas a las ya conocidas. Ganamos en mirada y perspectiva, aumentamos nuestro capital cultural, creamos otras relaciones. Nada de eso se lograría si no nos aventuráramos a partir, si no rompiéramos con los lazos del afecto y las ataduras de la costumbre.
Sin embargo, es imposible mantenerse en el total asombro o la continua expectativa. Los seres humanos necesitan asentarse, tener un nicho, forjar una casa, construir una familia. Esto les da certeza y les garantiza afecto y reconocimiento, además de armas para vencer la soledad y saberse respaldados por un grupo forjado en la lealtad y la confianza. Por todo ello se desea retornar; ese parece ser el mandato íntimo que se mantiene agazapado en el espíritu de los que parten. Retornar es el llamado de la tribu, la invocación de la patria a los hijos ausentes.
De igual modo, el retorno es la posibilidad para el reencuentro, para testimoniar el valor de una presencia, la urgencia de ver un rostro o sentir el calor de un cuerpo. Porque las partidas tienen esa otra particularidad: muestran o dejan entrever el espacio real ocupado por las personas, la zona de irradiación provocada por su ausencia. Los que parten dejan tras de sí una estela de “vacíos” y silencios, de resonancias y experiencias únicas.
Retornar, por lo mismo, es recuperar ese hilo que por momentos parecía roto, es continuar un diálogo interrumpido, es restablecer el orden en el micromundo de una persona y en aquellos otros con los que convive o con quienes labora. El retorno recompone, reconfigura, resignifica. Al retornar, el continuum de la vida sigue su curso y el espíritu se alegra de no seguir a tientas entre tierras fascinantes y maravillosas, sí, pero ajenas y sin rostros familiares.
Entre partidas y retornos transcurre la existencia de los hombres. Ese es el destino de nuestro periplo vital. Muchas de esas partidas albergan un retorno seguro y, otras, lo sabemos, son idas de un solo trayecto. Aunque en estos últimos casos nos queda la inagotable recordación, que es la forma como la memoria mantiene vivo el retorno de quienes deseamos tener siempre con nosotros.
Marcela dijo:
Un gran Maestro Fernando, definitivamente es así como lo defino, como ese Sócrates que se esforzaba por sacar a flote el conocimiento de los otros, por enseñar, por dejar huella, por marcar la diferencia y por dejar presente en cada escrito, en cada sesión, en cada charla y en cada acercamiento como “Mentor del alma” un mensaje de reflexión y conocimiento para crecer, para comprender el ejercicio de la docencia y para honrarnos con las prácticas de ese ser de Maestro.
Es un orgullo haberlo tenido como mi Maestro, mantener vivas sus enseñanzas mostrándoles a mis propios estudiantes algo de lo que Ud., dejó vivo en su quehacer docente y poder después de algunas décadas saberlo mi amigo.
Gracias Maestro
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Marcela, gracias por tu comentario. También es un orgullo para mí contar con tu amistad.
Profejesusolivo dijo:
Gracias, maestro.
Un abrazo fraterno, nos vemos el miércoles rn el Yopal Casanare.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Profejesusolivo, gracias por tu comentario. Será un gusto volverte a ver. Un abrazo.
profejesusolivo dijo:
Maestro, buen día.
lo saludo en este el mejor de los días
una consulta, me podría hacer el favor, sino es mucha molestia, de regalarme la información de la conferencista,de la que hablamos anoche, que trabaja lo de oralidad.
Gracias.
Un abrazo fraterno.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Profejesusolivo, gracias por tu comentario. Con gusto: Pilar Nuñez Delgado.
Marta Elena dijo:
que linda descripción de lo real que es el ir… a veces sin retorno físico, pero cada segundo se retorna en tierras lejanas…
!Un abrazo profesor Fernando!
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Marta Elena, gracias por tu comentario.
Alexander Orobio Montaño dijo:
Un punto aparte.
DIOS te bendiga Fernando Vásquez Rodríguez, mi alma festeja por el Doctorado en Educación y Sociedad que te ha otorgado la Universidad De la Salle. En un País como Colombia gobernado por delincuentes, es evidente la existencia del ejercito del cielo cuando honran a una persona como tu, que construye país desde la Educación. Alexander Orobio Montaño
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Alexander, gracias por tu comentario y por tus bendiciones.