El grupo de IV semestre Maestría en Docencia 2018

Grupo de IV semestre de la Maestría en Docencia, 2018.

Mis estudiantes son una motivación permanente. Gran parte de lo que hago gira alrededor de sus anhelos y sus vicisitudes formativas. Siempre los tengo en la mente cuando preparo una clase, gesto algún evento o tengo responsabilidades administrativas. Ellos generan un campo magnético sobre mi espíritu que me hace responsable de sus vidas y sus sueños. Mis estudiantes, con sus corazones abiertos y sus mentes atentas, constituyen un llamado a hacer las cosas bien, a mantener una ética intachable y a sentir que muchas acciones agobiantes sean algo grato y lleno de significado.

Mis estudiantes son plurales en sus maneras de ser y comportarse. Con algunos de ellos es más rápido y fácil establecer un vínculo, tejer la relación pedagógica. Otros, requieren más tiempo para hallar las mejores vías de entrada a su mundo. Los hay dispuestos desde el inicio, como también ariscos y desconfiados ante ese desconocido que quiere llevarlos de la mano. Mis estudiantes me han ido enseñando que el tacto en las relaciones a veces es más importante que el conocimiento, y que la forma de interactuar con ellos es definitiva para que algo pueda enseñarles. Por ser diferentes y diversos es que mi labor de maestro jamás es la misma, nunca es aburrida, así se repita semana a semana, año tras año, durante mucho tiempo.

Algunos de mis estudiantes llegan al aula con demasiados miedos. Entonces, y esto es algo que me gusta hacer, es ayudarles a “espantar” sus pesadillas e invitarlos a dejar salir sus potencialidades. Porque los temores sepultan talentos insospechados es que me ocupo de ofrecerles apoyo en su travesía educativa; porque los miedos atragantan el deseo por aprender es que pongo mi brazo sobre sus hombros mostrándoles la posibilidad de ir más allá de sus fronteras mentales. Y cuando logran pasar esos vados del miedo o la timidez, cuando dan el paso para enfrentarse a lo desconocido, mi ser se regocija con sus logros, con sus manos agradecidas o con la sonrisa que me regalan desde lejos.  

Mis estudiantes me merecen respeto. Por eso me siento en la necesidad de renovarme, de mantenerme actualizado, de investigar, para llevarles a la clase el mejor menú intelectual, los más ricos manjares del saber. Tengo como norma, no repetir con un grupo lo que he hecho con otros. Mis estudiantes me estimulan a innovar, a seguir explorando en mi profesión, a no dejarme conformar por la rutina de lo ya sabido. Eso es lo mínimo que un maestro debe hacer si en verdad valora su oficio y honra a sus aprendices.  Por eso también escribo para ellos, porque sé que a través de esas letras puedo reverberar y permanecer en su cabeza y tocar, como quería Juan bautista de La Salle, sus corazones. Escribo para seguir, como un viento leve, movilizando sus ideas e incitándolos a reflexionar sobre lo que hacen habitualmente.

Me tomo en serio a mis estudiantes. Por eso, no pongo trabajos que no pueda retroalimentar ni exijo tareas que previamente yo no haya hecho. Procuro, por todos los medios, responder a sus inquietudes y escucharlos en cualquier circunstancia. Leo lo que escriben, corrijo lo que producen, miro lo que elaboran o fabrican. Me dedico a ellos no solo para corroborar lo que han aprendido, sino para reconocer sus esfuerzos, sus logros, las particularidades de su desarrollo. Al dignificarlos sé que dignifico también mi profesión. Mis estudiantes reclaman permanentemente en mis actos y en mis palabras coherencia, consistencia, testimonio de lo mismo que predico. Por todo ello, ellos son como una auditoria moral de mi labor docente.

Me gusta participar de las vicisitudes existenciales de mis estudiantes, pero nunca indago sobre su vida íntima a no ser que ellos deseen confesármela. Y cuando así lo hacen, sé que mi discreción es la garantía de una futura amistad. En este sentido, soy muy cuidadoso con esa materia prima de las emociones y los afectos que a veces termina por difuminar la relación pedagógica. Si los estudiantes me piden un consejo, si acuden a mí para servirles de mentor del alma o tutor en la indecisión de sus caminos, procuro ser prudente y ser más una persona comprensiva que un juez de sus conductas. Reconozco que en esos casos, cuando los estudiantes llegan a uno para compartirle o tratar de ayudarles a solucionar los problemas de sus vidas, están otorgándole un privilegio que amerita sabiduría, reserva y sensatez.

Ciertos estudiantes, afortunadamente muy pocos, se resienten de mi forma de ser o de mi carácter. Quizá por el ímpetu que le pongo a lo que hago o porque mis convicciones son leídas erróneamente como imposición. O a lo mejor, porque no digo a toda demanda de ellos que sí, o porque soy un celoso guardián de los compromisos o porque asumo, con integridad, que debo corregir y amonestar a aquellos que comenten faltas o transgreden las normas. Tal vez con esos estudiantes sea más difícil construir el vínculo, pero nunca albergo rencor por sus difamaciones, ni por sus airadas críticas hechas bajo el furor del capricho. Pienso que a veces se requiere cierta confluencia, tanto de temperamento como intelectual, para que sea posible armonizar los tiempos de enseñar y aprender. A veces, sí es uno el maestro indicado, pero no es el tiempo propicio para sus estudiantes; y, en otras situaciones, uno no es el educador indicado para el momento que viven sus alumnos. Sea como fuere, aún con esos pocos que no me dejan entrar o que sospechan de todo lo que uno dice, les he permitido el derecho a disentir y he mantenido izada la bandera de la reconciliación a la entrada de mi oficina.

Procuro seguir el itinerario profesional de mis estudiantes. Hablo con ellos y me siento feliz cuando retornan a visitarme o me comparten algunos de sus triunfos o sus nuevas iniciativas. Cómo me satisface saber que han ido más lejos de mis propias fronteras y cuánto celebro que se destaquen en cualquier área u oficio. Mis estudiantes dicen de mí la calidad de la siembra y qué tan fuerte y consistente ha sido la semilla; sus obras, su proceder y su manera de pensar o expresarse son la verdadera evaluación de mi trabajo. Vivo por su rememoración y por su testimonio; reafirmo y prolongo mi quehacer formativo cada vez que ellos reverberan mis enseñanzas o las enriquecen hasta convertirlas en parte consustancial de sus vidas.

Mis estudiantes hacen parte de mi proyecto vital. No son lastre o pesadumbre en mi labor docente. Por el contrario, me ratifican que servir a otros, que ayudar a sortear sus dificultades, es una tarea grata y de altísima importancia en cualquier comunidad. El logro de mis estudiantes, mi apoyo para alcanzar sus metas más anheladas, es el otro salario que acrecienta las arcas de mi sentido en este mundo. Gracias a ellos me sé útil, pongo a prueba mis dones y colaboro para que el país en que vivo tenga mejores seres humanos capaces de forjar una sociedad menos inequitativa, más tolerante, y con mayores posibilidades de realizar tanto los sueños personales como las utopías colectivas.

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Tercera cohorte estudiantes Maestría en Docencia, extensión El Yopal, 2017.