Todo lo que hagamos por reivindicar o destacar el valor del respeto es fundamental para la sana convivencia y el fluir de las relaciones humanas. Sin ese lubricante se atascan los vínculos, se dificulta la vida en pareja y en familia y se está siempre abocado al conflicto o la agresión interpersonal. El respeto es la base de la interacción entre personas y uno de los pilares fundamentales para construir comunidad. Por ello es significativo ponerlo como un propósito de actuación pacífica y como un emblema de los tiempos de fraternidad navideña.
Aprender a respetar a nuestros padres es el primer mandato de la crianza genuina. Gracias a tal consigna las nuevas generaciones tienen un lazo con la tradición y se permiten una continuidad con sus descendientes. Respetar a los progenitores, resulta esencial si queremos que el legado moral del pasado no se haga trizas o se desvanezca entre la insolencia y el desacato. El respeto parte de la consideración a los que nos dieron la vida, a los que formaron nuestra primera salvaguarda para nuestra endeble existencia y a los que nos prodigaron un techo y un alimento. No podemos ser groseros o irreverentes ante esos brazos y esas manos amorosas, y menos cuando han permanecido ofreciéndonos cuidado y apoyo a lo largo de muchos años.
Este imperativo del respeto se hace extensivo a nuestros mayores. Los abuelos, los más viejos del clan familiar, son otros depositarios de nuestra deferencia y nuestra atención. Si somos amables y considerados con ellos, si observamos ciertos modales de cuidado y escuchamos sus palabras, muy seguramente honraremos y enalteceremos su valía como personas. Porque seguimos admirando y dignificando la presencia de nuestros mayores es que les debemos gratitud y solicitamos sus consejos sabios o su voz orientadora. Respetar a los ancianos de la tribu es reconocer que nuestra verdadera fuerza está en las raíces que nos soportan y en el legado cultural tejido a lo largo de muchas estirpes.
Pero el respeto no solo abarca al núcleo familiar; cobija de igual modo a los demás, llámense vecinos, semejantes o personas de nuestra comunidad. Respetar a las otras personas es uno de los principios de la buena ciudadanía. Es respeto tiene que ver con la zona sagrada de su intimidad, con sus credos o sus preferencias sexuales, con sus inclinaciones, sus gustos o sus particulares maneras de entender la vida. Si somos respetuosos, en consecuencia, somos más tolerantes y grandes defensores de las minorías. El respeto nos hace proclives a entender el pluralismo, la divergencia, los matices y el abanico de las diferencias. Por tener enarbolado en nuestro espíritu el respeto somos más incluyentes, menos fanáticos y altamente participativos.
Pero ese imperativo del respeto no cubre solo a los individuos, también incluye los pactos, las leyes, los acuerdos sociales. Si somos respetuosos de las normas tendremos menos conflictos y podremos facilitar la convivencia; si no buscamos profanar o desobedecer los preceptos que garantizan un orden dentro de la vida en común, mayor será nuestra confianza en nuestros gobernantes; si acatamos las observancias con las que la vida cotidiana nos regula, disminuirán los motivos de conflicto o los conatos de violencia que tanta sangría provocan en transeúntes y paseantes citadinos. Respetar las normas o los mínimos códigos de lo público es la garantía para que nuestro propio mundo sea respetado por los demás.
Desde luego, el respeto a los otros no puede darse sin el respeto a nosotros mismos. Al sentirnos dignos, valiosos, cabales, nos debemos un miramiento y un aprecio especial. Por querernos y tener una alta autoestima no nos denigramos ni nos sometemos a la humillación condescendiente. Por sabernos más que un cuerpo finito es que nos llenamos de espíritu trascendente y voluntad alada, y por eso somos respetuosos de los ideales y los sueños imposibles. Sin el respeto a nosotros mismos, sin ese cultivo de sí, sería imposible considerarnos dignos de ser amados o necesarios e importantes para nuestros congéneres.
Resulta oportuno en este tiempo, al menos como una ofrenda decembrina, procurar el respeto con nuestros gestos y nuestras palabras. Que merme la grosería entre parejas o familiares, que no agobiemos al vecino con nuestros escándalos, que reverenciemos cariñosamente a nuestros ancianos, que no desperdiciemos nuestra vida en acciones denigrantes o conduzcamos nuestro ser a relaciones vergonzosas.