
“San Juan de Dios salvando a los enfermos del incendio del Hospital Real”, pintura de Manuel Gómez-Moreno González.
A la par de las festividades y el ambiente de jolgorio, de la alegría y el deseo por vacacionar, sería conveniente y necesario tomarnos un tiempo para ser caritativos. Albergar en nuestro corazón el deseo de compartir un pan, de acompañar al solitario o al postrado por la enfermedad es una de las tareas esenciales de las fiestas navideñas. Que las luces del regocijo o los excesos de la parranda no nos hagan sordos para sentir y reflexionar sobre el dolor o el sufrimiento ajeno.
El primer mandato de la caridad es de orden sensible: que podamos compadecernos ante los menos favorecidos, que los anónimos seres mendicantes tengan rostro, que nos interpele el anciano o el niño abandonado. Se es caritativo, en un primer nivel de afectación, cuando sentimos el clamor del prójimo, del vecino, del colega. Cuando el otro, en sentido profundo, no nos es indiferente. Esta sensibilidad social se transforma en solidaridad, en asistencia, en protección o defensa de los empobrecidos, de los alicaídos, de los maltrechos por la desgracia o por el paso de los años.
Qué sencillo es ser caritativo con los enfermos, por ejemplo. Visitarlos, estar con ellos, ofrecerles nuestro abrazo o nuestras palabras para mitigar un tanto su pena. Llevarles el regalo de nuestra presencia y nuestra escucha, ofrecerles el consuelo fraterno y la siempre necesaria esperanza. Si procedemos así es porque comprendemos el lado frágil de lo humano, lo deleznable de nuestra condición, el súbito trabajo del corroer del tiempo, como decía el poeta Eduardo Cote Lamus. Esta forma de ser caritativos tiene mucho que ver con nuestro talante humanitario, con nuestra capacidad para no abandonar al desvalido, con nuestro compromiso, como seres comunitarios, de cuidar a los débiles de cuerpo y alma.
O llevar un poco de alegría a los ancianos, participarles algún alimento o una prenda que caliente sus huesos. La caridad, en estos casos, demanda desposesión. Porque no se trata de regalar lo que ya no usamos o de despojarnos de las vejeces que no sabemos dónde ponerlas. La caridad nos impone un mandato de dignificación: el otro no puede merecer nuestros desechos. Por el contrario, si en verdad somos caritativos es porque podemos despojarnos de algunos de nuestros bienes para compartirlos, para prodigar felicidad a otras personas que no tienen con nosotros ningún lazo de sangre o ningún vínculo interesado. Aquí la caridad se emparenta con la filantropía y el desapego. Si podemos ofrecer alimento y cobijo, si contribuimos a que los viejos no sean tratados como residuos improductivos o trastos inútiles, nuestra caridad será como una cena esplendorosa en la que brillen lo inesperado, la generosidad y lo gratuito.
A pesar de que nuestras arcas no estén rebosantes, más allá de que el dinero nos sobre, es bueno albergar en nuestro pecho el sentido de la donación, el impulso por contribuir a causas sociales que merecen todo nuestro respaldo. Hay tantos desplazados, tantas criaturas abandonadas, tantos desamparados que no podemos apretar nuestros puños como avaros indiferentes. Ser caritativos es aprender a compartir, a mermar el atesoramiento egoísta, a poner un puesto de más en nuestra mesa. Las donaciones hacen parte del simbolismo del regalo, pero con una variante: ya no es el obsequio personal por un motivo específico, sino que se trata de una ofrenda anónima para una causa común. Quizá este tipo de caridad sea de los más profundos, porque consiste en producir bienestar a otros sin esperar retribución ninguna.
De otra parte, sería bueno manifestar nuestra caridad mediante cualquier forma de voluntariado. Poner nuestros conocimientos, nuestra experiencia o nuestro trabajo al servicio de causas sociales, de protección civil o de ayuda con los excluidos, marginados o incapacitados es un modo efectivo de cooperar para solucionar en algo los problemas vitales de nuestros semejantes. Cuando actuamos como voluntarios nuestra caridad se transforma en participación ciudadana, en una fuerza colectiva que rebasa las obligaciones de la beneficencia estatal.
O podríamos también hospedar al peregrino, que es una de las más antiguas maneras de mostrar caridad. En este caso, al albergar al “extranjero”, al abrirle un espacio dentro de nuestra casa, lo que hacemos es ampliar las fronteras de nuestra parentela familiar, extender los vínculos humanos hacia la fraternidad universal. Hospedar a otro, llámese vecino o invitado, es un acto profundo de confianza, de poner a raya nuestra prevención o nuestros recelos infundados. La hospitalidad es acogida, resguardo para el visitante, asilo al perseguido. Al ser hospitalarios nos convertimos en guardianes y defensores de la dignidad de los demás.
Dejemos, entonces, que el espíritu de la caridad llegue a nuestras casas y se instale en nuestros corazones. Mostrémonos compasivos con los que padecen cualquier tipo de encierro, benevolentes con los culpables, solícitos con los hambrientos o sedientos, generosos con los que por alguna razón han sido o se sienten abandonados. Que nuestra caridad sea el mejor regalo con nuestros semejantes, el aguinaldo amable brotado de nuestro pecho solidario.
Marcela dijo:
Excelente reflexión. El Don de dar y recibir desde el corazón, de compartir, de ponerse en los zapatos del otro y como bien lo mencionas de ser caritativo desde el verdadero amor por uno mismo y por los demás.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Marcela, gracias por tu comentario.