Julia Solans

Ilustración de Julia Solans.

En un mundo que ha acentuado la competencia y la deslealtad para lograr el éxito, en una sociedad cada más escéptica del vecino, es bueno volver a poner en el centro a la confianza. Por ser ella una especie de esperanza firme en las personas, por considerarla la base de muchas modalidades de relación interpersonal y porque sin ella se arruina el tejido de la sociabilidad y se malogran los vínculos de lo íntimo. Necesitamos que la confianza sea un eje ético a partir del cual podamos abrir nuestro corazón sin temor a ser engañados o abrir las puertas de nuestras casas sin el miedo a ser asaltados en nuestra hospitalidad. Requerimos que la confianza y no la delación sea el soporte de nuestra civilidad, y que confiar sea el modo como recuperamos la fraternidad y el espíritu solidario.

Y para evitar las objeciones de parecer cándidos o ingenuos frente a este cometido, deberíamos proveernos de mucha autoestima y de una fe interior que apacigüe la duda y nos aquiete los prejuicios. Para atrevernos a confiar es indispensable conocernos bien, habernos examinado para saber lo que somos en verdad, y tener la suficiente abundancia de corazón como para que nuestras elecciones no dependan del fluctuar de los demás. Además, si nos atrevemos a confiar es porque las coordenadas de nuestro proyecto vital están bien definidas, y en consecuencia podemos deambular por las peripecias de los afectos ajenos sin que perdamos el rumbo de lo que queremos. 

Es importante recordar que la confianza se conquista: con nuestra prudencia, con nuestras actuaciones, con nuestro cuidado al hablar o con la discreción. Se requiere sabiduría e integridad para que alguien nos considere dignos de confianza, al igual que entereza de espíritu para mantenernos fieles y leales a los acuerdos y los juramentos. Así digamos y proclamemos que somos personas confiables, será nuestro comportamiento cotidiano el que evidencie o testimonie tal afirmación. Porque son los otros los que rubrican tal calidad moral, son las personas más allegadas las que avalan tal certidumbre. La confianza no se presume; nos la reconocen.

¿Y cómo se gana la confianza?, podemos preguntarnos. Seguramente la primera respuesta está asociada a la lealtad o la fidelidad a un compromiso, a una relación, a un proyecto. Al ser firmes en ese empeño, en ese pacto o en esa asociación, iremos ganando más y más confianza. Si con nuestros comportamientos damos prueba de que no defraudamos a los demás, que podemos mantener una adhesión a pesar del paso de los años, o que no abandonamos al amigo o compañero apenas tiene un revés de la fortuna, el resultado será que nos consideren personas confiables. La otra causa proviene de la sinceridad o la franqueza, de la transparencia en el trato. Confiamos en alguien porque no nos dice verdades a medias o anda astutamente en dobles aguas. Es por esa sencillez generosa y por la limpidez en sus afectos que una persona logra inspirar confianza y hacerse depositaria de toda nuestra credulidad.

La confianza se defrauda, se erosiona, se quebranta. Es decir, pierde su consistencia, su fuerza relacional, por muchos motivos. El más frecuente de ellos es la traición: el engaño, la perfidia o la delación ponen en vilo lo que era compacto o resistente; lo que parecía imposible de romper o que poseía la firmeza de las promesas hechas con sangre, muestra su falsedad, su impostura o su inconstancia. Se fractura la confianza cuando divulgamos un secreto puesto en nuestras manos como una sagrada confidencia; cuando pervertimos el sentido hondo de un compromiso amoroso; cuando la astucia y la mentira pueden más que la familiaridad y el cariño.  Otro de los motivos es la falta de honradez. Cuando la ambición o la codicia fisuran o rompen el saco de la confianza es porque nuestra voluntad o nuestros valores son inferiores a la tarea de custodia que nos ha sido encomendada. La falta de probidad o de conducta intachable transforma la confianza en recelo, suspicacia o prevención.   

Ojalá podamos, en nuestras relaciones personales o en nuestro trabajo, ser dignos de confianza. Que las acciones que hagamos, que nuestra discreción o nuestra lealtad nos permitan concitar ese sentimiento de seguridad. Si tal fe logramos provocar, si los demás se sienten tranquilos para ser como son, si hallan en nosotros la suficiente reserva como para hacernos partícipes de su intimidad, habremos logrado ser garantes de los vínculos sociales y ejemplo de que la certidumbre es más provechosa que el miedo o la sospecha.