Ilustración de Julián Nadal

Ilustración de Julián Nadal.

Leer diferentes traducciones de Ayax, especialmente de una obra escrita en una lengua que no tengo dominio, me ha ayudado a cumplir el consejo de un jesuita filólogo y estudioso de las obras de Sófocles, Ignacio Errandonea Goicochea. Es decir, me he propuesto “recoger la impresión del conjunto, descubrir el pensamiento principal, intensificar la nota dominante y sorprender la clave dramática, familiarizarme cariñosamente con el poeta y captar las sugerencias del corazón, que suele tener más atisbos e intuiciones que la fría inteligencia”. Comparto esa apuesta del traductor e investigador, agregando que este ejercicio contribuye, además, a conocer la obra en profundidad y a propiciar una mirada comparativa sobre las diferentes versiones que, sin lugar a dudas, favorece la lectura crítica. A las cinco lecturas anteriores, adiciono hoy un nuevo sexteto de aproximaciones.

Sexta lectura:

(Traducción de José Alemany Bolufer, El Ateneo. Buenos Aires, 1966).

 

Hay tres órdenes de causas que llevaron a Ayax al suicidio: las primeras provienen del sentimiento de ridículo y humillación al confundir un botín de ganado y unos pastores inocentes con sus enemigos Menelao, Agamenón y Aquiles. El deshonor es mayúsculo porque el ardor por degollarlos o someterlos al castigo del látigo no fue un gesto de intrepidez o de audacia guerrera, sino la cacería indigna de un soldado de reconocida valentía. Los segundos motivos provienen de su arrogancia o su altivez, de su falta de piedad, de su soberbia con la protección o favor de los dioses. Más de una vez manifestó no necesitar la ayuda de las divinidades, especialmente de Atenea, y según sus propias palabras “no tenía ninguna obligación” con ellos. Es posible, entonces, que su locura o su ataque a las bestias, toda esa atrocidad, sea un castigo ejemplar a su declarada impiedad; una falta tan dolorosa, tan desesperante, que lo lleve al suicidio. El tercer conjunto de razones es más complejo, se trata de su carácter, ese que Tecmesa, su mujer, intenta fallidamente cambiar; un carácter colérico, celoso de la justicia, silente, cuidadoso del mérito propio, poco reflexivo, propenso a la lucha, arriesgado, decidido y profundamente dueño de sus actos. Su mismo carácter, el que le impide manifestar los lamentos o compartir sus penas, ese carácter que lo hace apartarse de los que más lo quieren, es otro motivo poderoso que incide en la decisión de atravesar su costado con la espada de doble filo. Pero lo más interesante de esta tragedia es que Sófocles representa en Ayax la confluencia de estos tres órdenes de causas; por eso es un hombre sin “esperanza de curación”, y por eso las “tinieblas son su única luz”.

Séptima lectura:

(Traducción de Ignacio Errandonea, Editorial Escelicer, Madrid, 1942, y de Aguilar ediciones, Madrid, 1978).

 

Ayax se atormenta por sus acciones pasadas, esa deshonra lo persigue como una sombra. Parte de su tragedia es que ese acto convive con él, noche y día, le afecta el comer y su vida cotidiana. Ayax está preso de ese hecho o ese acto del pasado; y como no puede reversarlo, como no hay manera de volver atrás, opta por matarse. Gran parte de la vida heroica radica en ese culto al pasado. Se vive para ser recordado; es en la memoria de los otros, de las gentes, como cobra sentido una existencia. Los suicidas, al igual que Ayax, están presos de lo ya acaecido: una traición, una humillación, una infidelidad, un acto vergonzoso… lo demás de su vida desaparece o es opacado por tal hecho. Esta mancha es lo que afearía o dañaría su vida memorable. Al dejar de ver salidas en el presente y mucho menos vislumbrar alternativas en un futuro, Ayax convierte esa mancha en un pasado que se eterniza. La obsesión por lo pretérito, especialmente cuando ha sido desfavorable o penoso, transforma el presente en un infierno: las dudas se multiplican, la angustia crece, la esperanza se hace impensable: el apego absoluto al ayer arruina la esperanza, hace imposible el perdón, para uno o para los demás. Ayax, como muchos suicidas, no puede desenredarse de aquellos acontecimientos; ese es su drama. Como Sísifo carga una y otra vez la culpa, el remordimiento, la falta, o el error. Por eso también, aunque no es el caso de Ayax, porque tuvo cuidado en afilar por ambos filos la espada, reinciden en su deseo de acabar con su vida. Por estar presos de un hecho del pasado los suicidas ya han decidido acabar con su vida, lo que buscan es la mejor ocasión para realizarlo.

Octava lectura:

(Traducción rítmica de Manuel Fernández-Galiano, Planeta, Barcelona, 1985).

 

Para la mayoría de suicidas, como Ayax, el suicidio es la única salida, el paliativo a su males, la salvación a sus tormentos. El suicidio es “el sol para sus tinieblas”. Cuando ya “ni los dioses ni los hombres pueden auxiliarlos”, lo mejor es tomar ese camino, defenestrarse ahorcarse, atravesarse con una espada o darse un tiro. Matarse es, en sí mismo, un acto de compasión. Por eso los suicidas consideran ese último acto una invitación esperanzadora; ese “Ven, muerte, mírame”, es un llamado que, como lo afirmaba Tecmesa al verlo con el costado atravesado por la espada de doble filo, provoca un “dulce desenlace”. Los suicidas “logran la muerte que desean” y, en eso estriba, su libertad para contrarrestar al destino o ser dueños, al menos por una vez, de su vida desgraciada. La desventura, los sufrimientos inmensos, las vergüenzas aguijoneadoras, los gritos de toro en pena, todo eso se soluciona con el desenlace del hierro, el veneno, del abismo insondable. Ayax ya no tiene más preguntas ni angustias que lo atormenten. Toda su anterior valentía puesta en duda, todo su heroísmo derruido por la vergüenza y el deshonor, puede ser recuperado con esa decisión, maquinada en soledad. Basta de dilaciones, “no es propio de un buen médico recurrir a ensalmos cuando hay que dar un corte”. Y si fue durante mucho tiempo “vivió gloriosamente”, no por nada era el segundo en valentía después de Aquiles, ahora, como resultado de aquel acto bochornoso de la carnicería con las bestias, debe “con gloria morir”. Los suicidas confían que su desventura sea saldada con ese último acto, no propiamente hecho por cobardes.

Novena lectura:

(Traducción de Assela Alamillo, Gredos, Madrid, 1981).

 

Ayax está cegado por la venganza. Su represalia es doble: hacia Agamenón y Menealo que de manera injusta o con trampa no le entregaron a él las armas de Aquiles; y hacia Odiseo, quien fue el que finalmente las recibió. Esa venganza lo carcome, es un rencor que lo lleva sigilosamente al otro extremo del campamento a buscarlos para matarlos. Su deseo vindicativo se le convierte en penoso resentimiento que lo lleva a la locura. Ayax, a solas, trama, urde planes subrepticios, fragua acometidas a sus enemigos amparándose en la noche. Esa venganza lo torna terco, altanero y sordo para el consejo de los dioses. La íntima desazón de desquite que lleva Ayax en su corazón es la que lo torna osado, audaz, asesino de bestias. La ofensa pasada no cesa de golpear su conciencia, es una quemazón que crece con solo recordar la afrenta; es un veneno que va irrigándose por todo el cuerpo hasta obnubilar la mente y enceguecer los sentidos. La venganza de Ayax se transmuta en rabia, en envidia y aborrecimiento. Pero no es un odio pasajero, sino una inquina que nace y se acrecienta en las entrañas. Es una fuerza irracional, una obsesiva presencia, una dolencia en los intestinos imposible de mitigar, que se atiza con la imaginación y que reclama la sangre: “romper espinazos”, infringir latigazos hasta que muera el adversario, degollar a los causantes de su deshonra.  Ayax es un vengador, semejante a las Erinias que tanto invoca y reclama: su “armado brazo” es contra los jueces, contra los dioses, contra los Atridas, contra todo el ejército argivo. Al igual que él, así viven los suicidas, con ese resentimiento royéndoles el alma.

Décima lectura:

(Traducción de Agustín Blánquez Fraile, Iberia, Barcelona, 1959).

 

Ayax está atrapado en las “redes de la desgracia” tejidas por el destino o por la diosa Atenea; Ayax ha caído prisionero en las “redes de la fatalidad”, como afirma Ulises. Él, que salió en “delirante cacería” al campamento griego, ha terminado cazado por su “furioso arrebato”. Y la misma espada con que degolló los animales del botín que quedaba por repartir, ahora es el “acero homicida” clavado en su costado. Bien parece que ciertos actos en la vida de un hombre, aunque sean únicamente la vibración de un hilo, terminan por afectar todo el tejido. De allí que las circunstancias del presente repercutan en los desenlaces del futuro. Quizá a Ayax le faltó prudencia, contener su ira; o a lo mejor, en su mismo ardor, en su misma valentía, estaba inscrita su vergüenza. Cuántas veces una riqueza termina siendo una desgracia, y cuántas más lo que es elogio de “sangre fría” termina llevando a alguien a la desalmada carnicería. Todo parece ser una cuestión del tiempo y de las circunstancias; del tiempo “que hace surgir a la luz todo lo escondido y cuando lo ha puesto de manifiesto lo oculta de nuevo”. Por eso, y aunque parezca inaceptable para hermanos y familiares, para el grupo de guerreros que asedian a Troya, el suicidio de Ayax es la consecuencia de una trama hecha con acciones pasadas, y de una urdimbre elaborada con su carácter, con su crianza, con el contexto de su amada Salamina. Por ser un “guerrero que nunca volvió la espalda”, por no poder “reformar su manera de ser”, por tener un padre que había realizado “las más brillantes proezas”, por la excesiva confianza en “ganar la gloria sin el amparo de los dioses”… por todas estas cuerdas tocadas en diferentes momentos de su vida, es que termina inexorablemente, por su propia mano, “reclamando el acero”. En suma: el suicidio resulta incomprensible para aquellos que ven solo el hilo suelto, el hecho aislado, pero resulta entendible si se lo aprecia desde el conjunto, desde el entramado con que está hecha una vida.

Undécima lectura:

(Traducción de Carlos Miralles Solá, Salvat, Navarra, 1970).

 

Y después del suicidio de Ayax, ¿qué acontece?, ¿qué pasa con el cadáver del suicida? Lo que espera el suicida es que ese último acto de valor le devuelva el honor mancillado, le retorne al menos el prestigio para ser enterrado dignamente. Pero eso son posibilidades o esperanzas. Puede ser que el hermano Teucro esté ahí para hacer valer ese derecho ante los Atridas, es posible que los soldados de Salamina hagan cumplir esa promesa, hasta resulta pensable que Tecmesa, la esposa, al igual que el hijo, no olviden pronto los juramentos hechos. No obstante, también es posible que sus enemigos dejen el cuerpo del suicida para “arrojarlo a los perros” o “servir de pasto a las aves”. Ya no habrá lanza ni escudo irrompible para exigir ese derecho o hacer cumplir esas palabras. Ayax es una sombra y las sombras sólo hablan con los muertos. Si el cuerpo del suicida le pertenecía de manera cabal en el acto de matarse, al tornarse cadáver es indefenso o depende totalmente de los demás. Razón tiene Menelao, “si cuando estaba vivo Ayax no podían dominarlo, ahora, muerto son sus dueños absolutos”. Lo único que puede devolver los honores al suicida es la compasión, ojalá de un enemigo como Ulises o de aquellos amigos que son capaces de entender que “no es justo herir a un valiente cuando ha muerto”. La compasión es la que permite dejar a un lado las pasadas rencillas y defender públicamente el mérito del muerto. Ayax, como todos los suicidas, confía en que al menos los que le sobrevivan puedan, con justicia, hacerle ese reconocimiento. Que haya suplicantes, abluciones y cantos, porque a pesar de su insolencia o su impiedad fue un valiente que merece una sepultura noble y honrosa.

lustración reconstructiva del motivo del suicidio de Ayax - Euritios Krater

lustración reconstructiva del motivo del suicidio de Ayax – Eurytios Krater.