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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: agosto 2019

Pájaro, río, fuego y luna

26 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Alegorías

≈ 2 comentarios

Chris Buzelli

Ilustración de Chris Buzzeli.

El pájaro

El pájaro conoce y tiene el alma preparada para saber desprenderse de ataduras y lograr volar. Su mismo cuerpo está lleno de oquedades, de vacíos, que le permiten ser liviano y ligero de lastres. El pájaro anda entre los aires y se fascina con todo tipo de nubes; su ámbito es lo inestable y cambiante, lo mudable y evanescente. El pájaro se sabe más inquilino del cielo que de la tierra; más de las inmensidades que de las finitudes. El pájaro surca el infinito, con cada movimiento ara lo extenso y deja una estela de su travesía tras lo inalcanzable. De allí que no vuele en línea recta o tenga una ruta prefijada; su forma de avanzar es siempre distinta, acorde a las fuerzas de su propio camino. El pájaro viste un atuendo adecuado a su propósito: las plumas son el ropaje de los desapegados, de aquellos seres que se saben transeúntes, peregrinos, nómadas. Si se aprende, como él, a tener vestiduras muy leves, seguramente se nos hará más fácil partir, dejar atrás lo conocido o vivido sin nostalgias, estar más pendientes del horizonte que de los mojones y los hitos de piedra. El pájaro muestra que el vuelo no puede darse sin la renuncia; que para elevarse o remontarse hacia los más altos imposibles hay que desalojarse o poner en el olvido muchísimas ataduras. Todo nido para el pájaro es un sitio de paso. Y sus alimentos dependen de lo que depare la aventura, de ese destello proveniente del encuentro: nada parece estar prefijado para el pájaro, todo responde a la lógica de la elevación, a la atracción de la altitud, a las inciertas formas de las cimas. El pájaro sabe que dejando atrás las cadenas o los amarres resulta fácil sobrevolar los obstáculos insalvables. Al mirar con mucha atención se puede descubrir que el cuerpo del pájaro es puro espíritu; un ánima recubierta de plumas.

El río

El río nos ilustra del fluir incesante. Sus aguas constantes, cambiantes, inagotables, son una imagen viva de la renovación. El río fluye, y a su paso todo lo que toca lo tiñe de primavera, de nueva vida. El río no se está quieto, es un largo corazón que bombea vitalidad. El río preludia las cosechas, el pan en la mesa, el alimento que nutre la existencia. El río, al igual que el camino, no transita en línea recta; avanza zigzagueando, bifurcándose, como una larga culebra de movimientos vertiginosos. Su forma es adaptativa, mutante, capaz de adelgazarse ante un acantilado o de expandirse en una llanura. El río no cesa de perseguir su meta, así sea convertido en un hilillo o crecido o descomunal como una avalancha. El río sabe abrirse su propio camino; lo hace con lentitud, horadando poco a poco lo que parece impenetrable; repitiendo un sutil movimiento o humedeciendo la dureza. El río conoce salidas secretas, socavones extraviados, rutas antiquísimas, callejones subterráneos tallados por la mano artesana del tiempo. El río prosigue su curso, aun empleando senderos ocultos. El río extiende su largo cuello dulce porque ansía lo salado; es de su esencia refundirse en otro ser distinto. El río que corre entre orillas restringidas tiende hacia lo ilimitado. El final del río cumple su sueño más preciado: cambiar el ritmo de su cauce imparable. El río aspira a transformar su vertiginoso paso en el movimiento de la ola. Lo incesante anhela conocer el ritmo de la quietud.

El fuego

La esencia del fuego está en convocar, en aglutinar alrededor de su calor. Es una atracción cálida que logra reunir. El fuego irradia compañía, camaradería, comunidad. Quien se junta al fuego renuncia a estar solo y reafirma los vínculos sociales. El fuego tiene llamas que son brazos, bocas ardientes para los huérfanos y los sin techo; el fuego es benefactor de nómadas y caminantes extraviados. Desde luego, el fuego, cuando no hay una mano o una vestal que lo cuide, puede arrasar con todo lo que encuentre. El fuego pide que alguien sagradamente avive y regule su irradiación aglutinante. Si no hay una persona al cuidado de su lumbre, el fuego en lugar de llamar, espanta; en vez de generar la convivencia, provoca la huida. El fuego más ardiente, el que más arde, está en el centro de cada ser humano; y si algunos lo asocian con el corazón, es para señalar la necesidad de compañía, la interior urgencia que tenemos las personas de estar con otros. El fuego íntimo logra mantener su calor en la medida en que se junta a otro fuego semejante; en esa comunicación de llamas entre dos pechos es como mejor permanece a pesar de los cambios del viento. El fuego se metamorfosea en relato para hacer más íntimo y placentero su oficio de aglutinar; y las historias al estar cerca de las brasas avivan la imaginación y dan rienda suelta a los sueños más fantásticos. El fuego espanta las fieras de la soledad, hace huir a las salvajes furias del aislamiento y el odio hacia la hermandad. El fuego, con su crepitar de alegría, pone en desbandada a las hienas de la guerra; y con su calidez de confianza refrendada, hace que los monstruos cizañeros de la enemistad no entren en el espacio creado y resguardado por su lumbre. El fuego nace de la chispa; de juntar dos superficies, de enlazar dos conciencias. Ese debería ser un mensaje para todos aquellos que temen encender el fuego de la amistad, la fraternidad o el amor y que dejan que las sombras los devoren con su frío.

La luna

La luna basa su seducción en su rotunda disponibilidad; más que demandar o reclamar, prefiere el ritmo de lo pasivo y la íntima recepción. La luna se deja hacer, se abandona hasta sus posesiones más secretas. La luna se solaza y goza haciendo realidad la voluntad de otros; sabe que la dependencia entraña otro tipo de vínculos y provoca la exaltación de ocultos anhelos. La luna refleja, sirve de espejo, es servicial; tiene el don de entregar su piel para que otros potencien sus deseos. No ha querido la luna ocupar pedestales, ni descollar como una figura cegadora; todo lo contrario: se muestra discreta, gusta de ocultarse y, en muchas ocasiones, se siente feliz al lograr esconderse. La luna ha aprendido a aparecer y desaparecer; así que no le preocupa los honores de la primera fila, ni los destellos de la fama. La luna confía más en la fascinante atracción de lo sutil y escondido, de esos lazos que sólo lo disipado y tenue pueden crear. La luna comprende que el acatamiento no es falta de vigor, sino otra manera de enfrentar a quienes nos superan en tamaño o poder. Aunque también es un recurso para rendirse sin perder la identidad. La luna se siente a sus anchas en la noche: la penumbra la exalta al mismo tiempo que la protege. La luna estimula a los poetas y a los locos; a todos aquellos que miran lo que los demás dan por visto. A esas personas que han aprendido a asumir una actitud pasiva del espíritu para que nazca la revelación, el vaticinio, el sortilegio guardado en las palabras. La luna ama lo plateado, se extasía con los azogues, los visos del mercurio y todas aquellas cosas que disfrutan la facultad de reflejar. La luna posee profundas relaciones con los espejos: ellos son como sus hijos, sus criaturas confiadas a los seres humanos. La luna y la mujer tienen un parentesco irrompible; tanto una como otra disponen su ser para que obre en su vientre el milagro. Ambas son ejemplos del asentimiento, del “hágase en mí”, del consentir para alcanzar la plenitud. La luna acoge, admite, consiente; sin reservas, sin condiciones: y al ser y actuar así, permite que el prodigio aparezca, que las profecías se cumplan, que la ilusión halle el mejor terreno para sembrar sus semillas. La luna nos ayuda a entender –hay que repetirlo– que la pasividad no es indiferencia, y que la docilidad no es ausencia de fuerza. La luna subraya que lo apacible tiene una atracción y un efecto tan contundentes como el brío de los soles más enérgicos y avasalladores.

Curso intensivo de lectura crítica

19 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Diálogos

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Rafal Olbinski

Ilustración de Rafal Olbinski.

Carolina: Pachito, qué gusto verte…

Francisco: El gusto es mío. ¿Cómo van tus cosas?

Carolina: Bien. Luchando con esos muchachos. Muy apáticos para todo. Ni sé ya qué inventarme para motivarlos a leer…

Francisco: Sí, no es fácil.

Carolina: Están entregados a toda hora al bendito celular.

Francisco: ¿Y qué estrategias de lectura estás empleando?

Carolina: Lo normal, Pachito, lo normal. Las de mi área, las que trae el libro de texto y otras que por ahí he encontrado en internet.

Francisco: Pero, ¿les das alguna guía de lectura?

Carolina: A veces.

Francisco: A mí me ha ayudado mucho motivarlos antes de mandarlos a hacer la lectura. Les doy una “degustación” de lo que van a encontrar… Les leo en clase apartados y les hago mis glosas.

Carolina: ¿Glosas?

Francisco: Sí. Mis comentarios al margen. Las relaciones que hago del texto con mi materia, con otras asignaturas o con aspectos socioculturales.

Carolina: A ti te queda fácil porque es español, ¿pero a mí, en biología?

Francisco: Yo creo que puede hacerse lo mismo: leerles apartados de lo que más tarde van a leer resulta una estrategia de animación a la lectura muy eficaz. Además, tiene uno la oportunidad de mostrarles los vínculos con la materia, con su propia cotidianidad o con el mundo en que viven.

Carolina: ¿Eso lo haces siempre?

Francisco: Sí. También les hablo del autor del texto, le doy rostro a ese nombre para que dejen de hablar del señor de las fotocopias… Llevo a la clase, cuando es posible, entrevistas o busco información interesante sobre el autor.

Carolina: ¡Chévere!

Francisco: Otra cosa que hago es llevar un cuadro de contextualización de la obra en cuestión. Pongo al autor y la obra en un escenario histórico. Por ejemplo, ahora que estamos trabajando María de Jorge Isaacs, miro con mis estudiantes qué pasaba en esa época en Colombia, en América Latina, en Europa. Me gusta contextualizar las lecturas para que los alumnos tengan un panorama de la época o de las circunstancias sociopolíticas en las que aparece cada obra.

Carolina: ¿Y no te gastas mucho tiempo en eso?

Francisco: Sí. Pero se logran mejores resultados al final. Lo que me interesa es provocarlos, incitarlos, darles elementos para que no entren a la lectura sin miradores, sin focos que los ayuden a aclarar esos textos.

Carolina: Yo a veces los mando a buscar en internet.

Francisco: Eso está muy bien, pero es necesario guiar esa búsqueda para garantizar que el resultado valga la pena.

Carolina: Razón tienes, porque la mayoría de las veces ellos la consideran una tarea adicional; por eso poco la hacen o la cumplen sin entender nada.

Francisco: Yo prefiero hacer eso en la clase. Es lo que llamo la prelectura… ¿Sabes otra cosa que hago y que me ha resultado provechosa?

Carolina: ¿Qué?

Francisco: Llevo fotos de esos autores. En una presentación en power point pongo retratos o ilustraciones que he escaneado o bajado de internet con el fin de darle una identidad visual a ese personaje. Me gusta compartir con mis estudiantes esa especie de álbum del autor en diferentes momentos o etapas de su vida. Mostrarlo como parte de una época, un mobiliario, una forma de vestir.

Carolina: Interesante… Me decías que esa es la etapa de la prelectura, ¿no?

Francisco: Sí. Luego, ya en clase, me he ideado otras estrategias… Por ejemplo, inicio la clase invitando a leer los subrayados del texto. Les pido que mencionen cuáles fueron esas ideas fuerza que subrayaron…

Carolina: ¿Ideas fuerza?

Francisco: Sí. Es que antes de mandar a leer yo les he explicado varias habilidades básicas de los buenos lectores: el subrayado, la glosa, el resumen y la esquematización…

Carolina: Cuenta, a ver si aprendo para ponerlo en práctica. Aprovechemos esta media hora de descanso.

Francisco: Vale. Les enseño la importancia de subrayar al menos con dos colores. Les digo que uno, cuando subraya, discrimina la información; la tamiza, la pasa por diferentes filtros con el fin de entender lo que hay en esa mole de palabras. Y es ahí cuando les hablo de las ideas fuerza, de esas ideas que subrayamos del texto bien porque nos llaman la atención, bien porque son bastante novedosas, cuestionadoras o porque uno no acaba de entender. Entonces, cuando comienzo la clase empiezo por ahí: que cada uno vaya leyendo las ideas fuerza que subrayó y, entre todos, miramos si hay coincidencias en los subrayados o quién tiene una idea que sólo él marcó. Este es el tiempo para discutir sobre esas ideas, y para que yo amplíe o profundice sobre ellas.

Carolina: ¿Haces eso siempre al inicio de la clase?

Francisco: Algunas veces. Tú bien sabes que una de las cualidades de un buen maestro es variar sus estrategias de enseñanza…

Carolina: ¿Y después qué?

Francisco: Enseguida, aunque no siempre es lo mismo, les pido que se reúnan por parejas y traten de compartir esas ideas fuerza, que cotejen, comparen y hallen subrayados comunes. La idea es que detecten dónde ha hecho sentido el texto, dónde ha resonado en su mente. Luego, en un plenario, miramos cuáles fueron esas ideas fuerza compartidas por la mayoría del salón. De igual modo nos detenemos a analizar ideas fuerza que fueron subrayadas por unos pocos. Discutimos, miramos los pros y los contras de esos subrayados. En ese momento entro a reforzar, a enriquecer con mis explicaciones esos apartados del texto.

Carolina: Me gusta eso de combinar la lectura individual con la lectura compartida.

Francisco: Esto ayuda de manera considerable no solo al acto mismo de leer, sino para el aprendizaje.

Carolina: Muy bueno, Pachito, sigue contándome.

Francisco: Otras veces, cambio la estrategia y les pido que hagan un esquema de la estructura del texto, que saquen en limpio la arquitectura de esa lectura. Para ello les he explicado antes algunos recursos como el mapa de ideas o el mapa conceptual.

Carolina: Yo a veces empleo los mapas conceptuales, pero para explicar en clase.

Francisco: A mí me parecen útiles para dar cuenta de un texto. Aunque creo que la mayoría de mis alumnos prefieren hacer mapas de ideas en los que distinguen y relacionan las partes de la lectura.

Carolina: Sí, esa es una de las técnicas para aprender a aprender.

Francisco: Te decía que les pido ese esquema de la lectura y los ponemos en “galería”. Enseguida vamos pasando por cada uno de esos “cuadros” apreciando coincidencias, recurrencias, aspectos semejantes o detectando diferencias. Analizamos las presencias o las omisiones más notorias. Terminado este momento, en plenaria busco que todos entiendan la relación entre las partes y el todo. Que no caigan en el error de sacar conclusiones apresuradas de la lectura por haberse quedado observando únicamente un pedazo; que puedan tener una mirada amplia para apreciar la totalidad del texto. Mejor dicho, que descubran cómo es la lógica interna del texto; que observen cómo hay un engranaje oculto que soporta las piezas.

Carolina: ¿Y todos lo logran?

Francisco: Unos más que otros, eso es lo frecuente. Sin embargo, aquellos que no se habían percatado de algo, al verlo repetido en sus compañeros, tienden a irlo incorporando en sus cabezas. Otros, tienen comprensiones que antes no habían hecho.

Carolina: ¿Todas esas estrategias han sido fruto de tu larga experiencia como maestro?

Francisco: En parte sí y en parte no…

Carolina: ¿Cómo así?

Francisco: Lo que pasa es que tuve la oportunidad de asistir a un curso intensivo sobre lectura crítica, y allí nos dieron varias de estas pistas…

Carolina: ¿Y eso cuándo fue?

Francisco: A finales del año pasado. Fue un curso organizado por el equipo de Formación docente de la Secretaría de educación.

Carolina: Ah, ya recuerdo. Lo que pasa es que yo no pude asistir porque justo en esa semana estuve muy enferma con una de esas gripas que lo tiran a uno a la cama.

Francisco: Pues te perdiste de un curso interesantísimo. Allí estuvimos varios del colegio y fue muy alentador encontrarnos con estrategias didácticas útiles para incentivar, mejorar y cualificar los procesos de lectura crítica en nuestras aulas.

Carolina: Lástima. Pero, cuéntame otras cosas de ese curso en los pocos minutos que nos quedan de descanso.

Francisco: Hubo otros asuntos que me llamaron la atención. Uno que ya venía haciendo, pero que ahora entendí mejor sus beneficios. Se trata de siempre combinar la lectura con la escritura. El de pedirles a los estudiantes a la par de la lectura una reseña, un comentario, una opinión sobre lo que leyeron. Pero no largos textos, sino escrituras cortas. Y aprendí una técnica que no conocía: el contrapunto.

Carolina: ¿Pero eso no es como para profesores de música?

Francisco: No. Contrapuntear en el sentido de replicar, de responder a lo que se ha leído.

Carolina: Explícame un poquito más…

Francisco: La idea es, según le entendí al conferencista, que cada estudiante elija una idea fuerza o un párrafo que le haya llamado fuertemente la atención por cualquier motivo y a ese pedazo le haga el contrapunto. El contrapunto puede hacerse empleando diferentes técnicas: ampliando lo que allí se dice, minimizando los alcances del texto elegido, contrastando, derivando o transponiendo la información a un contexto diferente al referenciado. Lo central de esta técnica de lectura crítica es poner la voz del texto en concierto con la propia voz del estudiante. Que se atreva a debatir con los textos que lee, que opine algo en favor o en contra, que replique, que contraste, que no sea un pasivo usuario de la información.

Carolina: ¡Que novedosa esa propuesta!

Francisco: Y el conferencista dijo también que el contrapunto era una buena estrategia para combatir el “copy paste”, tan habitual hoy en nuestros estudiantes.

Carolina: Pero, para una inexperta en el tema como yo, ¿en qué consiste la lectura crítica?

Francisco: Es una manera de leer en la que el texto siempre hay que leerlo con sus contextos.

Carolina: ¿Es decir…?

Francisco: Un texto hay que ponerlo a conversar con la época, con el autor, con otros textos… No es únicamente una lectura literal.

Carolina: ¿Y qué más?

Francisco: Es una lectura que lleva a establecer relaciones, a tender puentes, a ver la parte con el todo, a mirar el texto como lo que en verdad es: un tejido. A encontrar cosas que están debajo de lo evidente, a sacar a la luz lo que está latente o disimulado.

Carolina: Ya entiendo.

Francisco: Es una lectura que obliga al lector a estar alerta, a no ser pasivo ni sumiso ante lo que lee. El lector crítico interroga, le hace muchas preguntas al texto. Ve sus fisuras, sus intersticios, sus entrelíneas. Es un experto en hacer inferencias…

Carolina: ¿En sacar conclusiones e implicaciones de lo que lee?

Francisco: Sí. Alguien que usa la deducción y la inducción para formular hipótesis plausibles, para elaborar presunciones a partir de datos aparentemente marginales o secundarios.

Carolina: ¿Y cuál es la finalidad de leer así?

Francisco: Aprender a ser sujetos críticos, a no tragar entero, a sospechar, a poner entre paréntesis, a no ser ingenuos. Si mal no recuerdo el conferencista habló de eso: de que la lectura crítica contribuía a adquirir una mirada perspicaz para no dejarse engatusar de los mensajes que a diario circulan por los medios de comunicación.

Carolina: Ah, o sea que la lectura crítica no es únicamente de textos escritos…

Francisco: Efectivamente. Se hace lectura crítica de los medios masivos, de la publicidad, de las prácticas sociales, de la moda, del consumo. Un lector crítico es como un vigía de la cultura, un lector que puede entrever formas de manipulación.

Carolina: Eso me recuerda las ideas de Paulo Freire.

Francisco: Sí. Tiene mucho que ver con los planteamientos de él. Por eso formar lectores críticos es, de alguna manera, formar ciudadanos aptos para deliberar, argumentar, defender sus derechos, tener una postura política, en el sentido de sentirse parte de una sociedad.

Carolina: Insisto, Pachito, que eso te funciona muy bien con el área de español, ¿pero a las otras áreas será que les opera?

Francisco: Yo creo que sí. Enseñar a leer críticamente es una tarea de todas las áreas. Eso depende de la manera como enfoquemos didácticamente nuestras asignaturas. Si enseñamos a los alumnos y alumnas a problematizar, a cuestionar, a mirar el envés de las cosas; si hacemos realidad la fuerza de la pregunta en los procesos de enseñanza, si eso hacemos, muy seguramente todas las áreas estarán favoreciendo la lectura crítica.

Carolina: Visto así, cada maestro puede contribuir a formar en este modo de leer.

Francisco: Además, si nuestras clases favorecen el debate, el panel, el foro, entonces nuestros estudiantes irán fortaleciendo las habilidades de sospechar, de no creerse todo lo que les dicen o ser tan ingenuos como para quedarse en la superficie de los mensajes. Y mi querida Carolina, de cara al mundo globalizado que nos tocó en suerte, hay que enseñar a digerir, a rumiar la información que consumimos.

Carolina: Mejor dicho, a ejercitar las neuronas.

Francisco: Así parece. Un lector crítico reflexiona, medita, examina las cosas más de una vez. Por eso es tan importante la relectura. Ese fue otro punto en el que insistió el conferencista: si no se relee no se pueden detectar los motivos recurrentes o ligar las pistas que están diseminadas a lo largo del texto.

Carolina: Como decía mi mamá, pura suspicacia…

Francisco: Sí. Un lector crítico debe hacer conjeturas, desconfiar, tener un espíritu escéptico, ser inquieto  intelectualmente. Recelar de lo dado por hecho o que parece incuestionable.

Carolina: No veo tan fácil esa tarea con estas nuevas generaciones que son fácilmente seducidas por la moda y el consumismo.

Francisco: Ahí está el reto de los maestros… Esa es una de nuestras labores más importantes hoy en las aulas: enseñarles a usar la sagacidad contra la tontería, convertirlos en detectives de la información circulante. Ayudarles a que aprendan a valorar, a sopesar las opiniones de la gente y de lo que ven en la televisión o bajan de internet. Que analicen, que desarrollen en suma su capacidad de juicio.

Carolina: Pachito, me tienes que seguir contando. Te dejo. Tengo clase con 10 A y no quiero llegar tarde.

Francisco: Listo. Cuando tengas un tiempo te presto mis apuntes y te facilito un material que nos dieron en el curso.

Carolina: Gracias. Me interesa. Si te parece nos encontramos a la hora del almuerzo, en la cafetería.

Francisco: De acuerdo. Más tardecito nos vemos… Y ojalá tengas suerte con tus estudiantes para conjurarles la peste macondiana de la apatía.

Carolina: Que así sea…

Reflexiones sobre la puntuación

12 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Joey Guidone

Ilustración de Joey Guidone.

Lo que en su inicio fueron signos para detectar las claves de saber leer con sentido, o de hacer las pausas indicadas para subir o bajar la entonación, se convirtieron en una ayuda para discriminar la información, dosificar la cantidad de ideas y darle respiración a la prosa. Por supuesto, nos estamos refiriendo a los signos de puntuación. Es decir, a la coma, al punto y coma y al punto seguido, para hablar de los más usados en cualquier texto.

Esos signos los usamos a veces sin tener muy claro cuál es su propósito o los ponemos en cualquier lugar, dependiendo más del capricho de quien escribe que de una intencionalidad específica. Por ello, precisamente, es bueno reflexionar sobre estos signos para lograr en nuestros escritos una puntuación razonada, o comprender qué tanto gana o pierde un texto al marcarlo con uno u otro signo de puntuación. Porque en muchos casos, es la falta adecuada de uno de estos signos la que convierte la escritura en una mole confusa de palabras, o la que termina fracturando el significado de una oración cuando se ubica un signo donde no corresponde.

Los signos de puntuación, decíamos, contribuyen a que el lector no reciba todo el mensaje de manera abigarrada o compacta. Una coma, por ejemplo, hace que podamos captar con nitidez las partes o los elementos de un conjunto; y un punto y coma nos ayuda a entender o distinguir ideas de mayor calado o peso en un párrafo. Los puntos seguidos contribuyen a ubicar dónde termina un planteamiento, dónde se cierra una argumentación. Todos estos signos están al servicio de discriminar la información, de hacerla más clara y más ordenada para el lector. Saber puntuar, en consecuencia, está en sintonía con la microestructura de un texto, en saber relacionar las partes con el conjunto. Trabajar así los signos de puntuación es situarse más en una lógica de componer artesanalmente un escrito y no tanto en la mágica e inexplicable elaboración del mismo. Así que no es cosa de aprenderse reglas de memoria, sino en darle más relevancia a la planeación, a la organización de las ideas y su progresiva manera de convertirse en párrafo, en capítulo o en un extenso artículo. 

De otra parte, los signos de puntuación van creando un ritmo en la prosa. Son estos diminutos signos los que hacen que nuestros escritos tengan movimientos rápidos o vayan tan lentos que aburran al lector. Hay escritores densos, difíciles, porque no usan el punto seguido o porque emplean períodos tan largos que no tienen ninguna clemencia con quien los lee. También sucede que el abuso de un signo, digamos la coma, es una muestra de una escritura llena de incisos, de divagaciones que terminan provocando un ruido en lo que se desea comunicar. Por eso, para detectar el ritmo de la prosa y cómo ayuda a ello la puntuación, es recomendable leer en voz alta nuestra escritura. Al escucharnos sabremos que algo no suena bien, que algo falta o que, por usar con tanta frecuencia un signo, lo que logramos es una redacción dubitativa, intermitente y repleta de interferencias. 

El buen uso de los signos de puntuación es de gran ayuda también para limpiar a la escritura de adherencias, de recovecos en una proposición o de un excesivo abuso de circunloquios. En este caso, ayudan a pensar de mejor forma la organización de los elementos de una frase o las partes constitutivas de un párrafo. Atreverse a poner un punto y coma en lugar de una coma, para mencionar otro ejemplo, puede contribuir a que suprimamos el exceso de adverbios, preposiciones o partículas innecesarias. En muchas ocasiones, por no saber ubicar bien un punto seguido llenamos nuestra escritura de oraciones subordinadas  o de frases que empiezan en un sitio pero que, por la misma proliferación de comas, no se sabe bien cuándo o en qué lugar logran terminar. Los signos de puntuación, en consecuencia, constituyen un elemento fundamental de la sintaxis.

Finalmente, el buen uso de los signos de puntuación le otorga a la escritura respiración, ofrece aire entre los elementos de un párrafo. Gracias a esa labor de ventilación en un texto es más fácil comprender la calidad de una idea, el desarrollo de un argumento, la explicación de un motivo. Los signos de puntuación contribuyen, por eso mismo, a la comunicabilidad del mensaje, quitan en el receptor el agobio de la confusión. Hasta podría pensarse que los buenos escritores, los que logran una interacción rápida con el público, son los que ubican esos signos de manera estratégica para evitar el aburrimiento o el bloqueo de la mente cuando se siente asfixiada por la mescolanza y la acumulación de frases atiborradas. Aprender a puntuar es, en últimas, conquistar la complicidad de un lector.

Sol, camino, árbol y desierto

05 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Alegorías

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Alegoria Prudencia

«Alegoría de la Prudencia», de Girolamo Macchietti.

El sol

El sol asombra con su persistencia caliente y destellante. El sol no se cansa de anunciar la vida y de regalarla a borbotones de luz. El sol impregna a la desidia y a la abulia de un dinamismo tal que las lanza sin demoras al trabajo, a la odisea cotidiana, a la búsqueda de las utopías más descabelladas. El sol irrumpe, se cuela entre las hendijas, abre todas las ventanas, invita a cantar a los gallos y arroja a los aires infinidad de pájaros. Al decir sol decimos alborada, renacimiento, resurrección, nuevo amanecer. El sol escribe con el fuego; su punzón caliente pinta en los rostros y en los cuerpos humanos manchas de experiencia o de caminos recorridos. El sol es continuo, incansable en su fulgor, no cesa en su empeño de hacer brotar la vida en todas partes. Ese parece ser su destino desde tiempo inmemoriales. Aunque hay que decir también que, en ciertas ocasiones, en su afán por inculcar en la tierra su calor, el sol termina cuarteando y haciendo polvo lo mismo que desea estimular. El sol abre sus brazos para todas partes; no hay en él preferencias ni discriminaciones. El sol es a veces tapado por las nubes; pero no debemos engañarnos: al tener al frente un toldo gris opaco no hace que el sol desista de su empeño luminoso; el anhelo de vida persiste sobre pasajeras nebulosas. No hay oscuridad ni obstáculos suficientes para tapar el deseo de germinar, el impulso de florecer, la epifanía de los hombres y la naturaleza. El sol sabe esto, y de allí proviene su tranquila forma de presentarse, su permanente manera de saludar a todo el universo. Los rayos emitidos por el sol obligan a que los seres humanos no puedan mantener directamente su fulgor; ante la suma grandeza de dar sin miramientos, hay que bajar la cabeza. Por eso al sol lo adoran como un dios, por eso se le consagraban templos y ofrendas. Porque los pueblos de la antigüedad, y aún algunos de hoy, entreveían en el calor del sol el misterio que gesta y mantiene la vida. Es del sol conservar su postura a pesar de los cambios de quienes están a su alrededor; así hayan giros o traslaciones de sus mismos protegidos, el sol no cambia ni su intensidad, ni su abrazo de amarillentos contornos. El sol está ahí, esa parece ser su consigna, ese su lema predilecto. El sol sabe, como toda estrella, que en algún tiempo su pecho incandescente explotará hasta disolverse en el cosmos, que es infinito y silencioso. Pero este destino no logra modificar su tenaz manera de ser dadivoso y pródigo con todos los que favorece de sus calurosos beneficios. Más bien el sol confía en que su labor es mostrar la permanencia del don sobre los intereses y los ardides de las contraprestaciones. Aún extinto el sol confía en que su luz seguirá circulando en el espíritu de los sobrevivientes. El sol, en su ofrecimiento gratuito, nos garantiza a los seres humanos ser parte de la eternidad.

El camino

El camino se abre a nuestra mirada como la evidencia de un horizonte. El camino es, en sí mismo, una constatación de lo interminable. El camino nos muestra con sus meandros que para llegar a un objetivo hay que entender y aceptar los desvíos, los recovecos, las ramificaciones. El camino es un continuo bifurcarse, un itinerario de alternativas. Quien está en el camino entiende que su voluntad se pone a prueba de manera permanente. El camino nos exige el uso de la libertad, nos adiestra en la toma de decisiones. Por eso al estar de  camino experimentamos la alegría de lo ilimitado y la incertidumbre de lo porvenir; porque la libertad tiene mucho de goce al mismo tiempo que de riesgo. Quien camina forja su carácter para enfrentar la contingencia. El camino vincula, pone en comunión dos referentes, dos espacios, dos historias. Es del camino entrelazar, crear redes, abrazar lo que parece imposible de encontrarse. Todo camino prefigura el abrazo, el beso, la alegría del retorno pero, a la vez, el llanto por la partida, el éxodo, la premonición del olvido y el abandono. El camino está ahí para calmar nuestra ansia de aventura, para jalonarnos el sedentarismo del alma o para seducir al estatismo de nuestra mente. Y al estar en camino, al poner los pies en aquella sinuosa ruta, descubrimos que cada paso es ya una forma de apropiarnos del infinito, que una mínima zancada basta para que lo imposible resulte menos altanero en su lejanía. Al estar en el camino, al ponernos en marcha, convertimos un proyecto remoto en cortas metas alcanzables. El camino es una escuela de aproximación confiable a la utopía, una cartilla que aprendemos principalmente a deletrear con nuestros pies.

El árbol

El árbol nos recuerda la permanencia, la tenacidad y la altiva dignidad frente a las inclemencias del entorno. El árbol sube hacia el sol; a pesar de los obstáculos no pierde su propósito ni se desorienta. El árbol es fiel a sus orígenes, a su memoria vegetal que antecede la de los hombres. El árbol muestra fuerza, constancia, tenacidad y certidumbre; pero también protección, cobijo, compañía solidaria. El árbol protege, ampara, es un verde hospicio para el vagabundo o el menesteroso. El árbol ofrece sus ramas como brazos, su hojarasca como techo, su tronco como sostén ante lo inestable. El árbol es un ejemplo de nuestro destino erguido, pero de igual modo de la necesidad de mantener una relación armónica entre nuestros orígenes y nuestros sueños. El árbol vincula la tierra con el cielo; hace las veces de puente entre lo más duro y lo más leve; entre lo que se afianza y aquello otro que necesita liberarse de toda sujeción. El árbol nos educa en esto de echar raíces fuertes para lograr enfrentar los vientos adversos; de beber en el humus de los que nos anteceden para así lograr remontar el vasto paisaje de las nubes. El árbol con su mansedumbre nos precede y nos acoge. Está ahí para decirnos que, a pesar de toda nuestra inventiva o nuestro orgulloso dominio, seguimos siendo parte de la naturaleza. Es decir, que continuamos dependiendo de lo mismo que encarnizadamente destruimos. El árbol majestuoso e impasible es una lección silenciosa de genuina humildad.

El desierto

El desierto nos muestra lo inmenso y, para hacerlo más profundo, lo suma a la seca vastedad. El desierto se jacta de ser semejante hasta donde la vista quiera apreciarlo; su orgullo es ser inmensamente parecido. Sólo acepta la mano invisible del viento que mueve sus formas, pero sin cambiar su esencia. El desierto obliga a los hombres a la diáspora, al éxodo; todo el que trate de habitarlo debe asumir la condición de nómada. El desierto es la prueba de los que anhelan permanencia, de los espíritus fácilmente acomodados o seguros de sí. El desierto enfrenta al ser humano con su sed más íntima, con sus anhelos más preciados. Por eso también el desierto es un lugar de prueba, un sitio en el que el carácter y la voluntad se tensan o se rompen. El desierto obliga a tener un trato directo con el sol; no hay forma de eludir aquellos rayos. El desierto muestra lo difícil que es permanecer mirando la misma estrella, el mismo sueño. No hay sombra cuando se está en el desierto, no hay escapatoria, no hay salida. Si uno está en el desierto, no cuenta sino con sus pensamientos y sus propios recursos. El desierto ha sido un espacio para que los anacoretas o los profetas se confronten. Quien sortea el desierto puede asumir su destino, su misión, su sentido vital. Porque el desierto es, en sí mismo, un lugar para analizarse, para reconocerse, para aquilatar la ilusión y asumir la finitud o los límites. Esa parece ser la paradoja del desierto: siendo un ejemplo de inmensidad, hace evidente nuestras limitaciones. Quien pasa el desierto, y hay relatos y figuras memorables para corroborarlo, puede liberarse a sí mismo y manumitir a otros; quien sale airoso de las arenas del desierto entiende desde el fondo de su corazón que lo importante en la vida es asumir a fondo un proyecto, una utopía, un ideal. Que sin ese horizonte, no seríamos muy diferentes a las bestias. El desierto es un paisaje que nos invita a sentirnos como dioses. 

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