
Ilustración de Chris Buzzeli.
El pájaro
El pájaro conoce y tiene el alma preparada para saber desprenderse de ataduras y lograr volar. Su mismo cuerpo está lleno de oquedades, de vacíos, que le permiten ser liviano y ligero de lastres. El pájaro anda entre los aires y se fascina con todo tipo de nubes; su ámbito es lo inestable y cambiante, lo mudable y evanescente. El pájaro se sabe más inquilino del cielo que de la tierra; más de las inmensidades que de las finitudes. El pájaro surca el infinito, con cada movimiento ara lo extenso y deja una estela de su travesía tras lo inalcanzable. De allí que no vuele en línea recta o tenga una ruta prefijada; su forma de avanzar es siempre distinta, acorde a las fuerzas de su propio camino. El pájaro viste un atuendo adecuado a su propósito: las plumas son el ropaje de los desapegados, de aquellos seres que se saben transeúntes, peregrinos, nómadas. Si se aprende, como él, a tener vestiduras muy leves, seguramente se nos hará más fácil partir, dejar atrás lo conocido o vivido sin nostalgias, estar más pendientes del horizonte que de los mojones y los hitos de piedra. El pájaro muestra que el vuelo no puede darse sin la renuncia; que para elevarse o remontarse hacia los más altos imposibles hay que desalojarse o poner en el olvido muchísimas ataduras. Todo nido para el pájaro es un sitio de paso. Y sus alimentos dependen de lo que depare la aventura, de ese destello proveniente del encuentro: nada parece estar prefijado para el pájaro, todo responde a la lógica de la elevación, a la atracción de la altitud, a las inciertas formas de las cimas. El pájaro sabe que dejando atrás las cadenas o los amarres resulta fácil sobrevolar los obstáculos insalvables. Al mirar con mucha atención se puede descubrir que el cuerpo del pájaro es puro espíritu; un ánima recubierta de plumas.
El río
El río nos ilustra del fluir incesante. Sus aguas constantes, cambiantes, inagotables, son una imagen viva de la renovación. El río fluye, y a su paso todo lo que toca lo tiñe de primavera, de nueva vida. El río no se está quieto, es un largo corazón que bombea vitalidad. El río preludia las cosechas, el pan en la mesa, el alimento que nutre la existencia. El río, al igual que el camino, no transita en línea recta; avanza zigzagueando, bifurcándose, como una larga culebra de movimientos vertiginosos. Su forma es adaptativa, mutante, capaz de adelgazarse ante un acantilado o de expandirse en una llanura. El río no cesa de perseguir su meta, así sea convertido en un hilillo o crecido o descomunal como una avalancha. El río sabe abrirse su propio camino; lo hace con lentitud, horadando poco a poco lo que parece impenetrable; repitiendo un sutil movimiento o humedeciendo la dureza. El río conoce salidas secretas, socavones extraviados, rutas antiquísimas, callejones subterráneos tallados por la mano artesana del tiempo. El río prosigue su curso, aun empleando senderos ocultos. El río extiende su largo cuello dulce porque ansía lo salado; es de su esencia refundirse en otro ser distinto. El río que corre entre orillas restringidas tiende hacia lo ilimitado. El final del río cumple su sueño más preciado: cambiar el ritmo de su cauce imparable. El río aspira a transformar su vertiginoso paso en el movimiento de la ola. Lo incesante anhela conocer el ritmo de la quietud.
El fuego
La esencia del fuego está en convocar, en aglutinar alrededor de su calor. Es una atracción cálida que logra reunir. El fuego irradia compañía, camaradería, comunidad. Quien se junta al fuego renuncia a estar solo y reafirma los vínculos sociales. El fuego tiene llamas que son brazos, bocas ardientes para los huérfanos y los sin techo; el fuego es benefactor de nómadas y caminantes extraviados. Desde luego, el fuego, cuando no hay una mano o una vestal que lo cuide, puede arrasar con todo lo que encuentre. El fuego pide que alguien sagradamente avive y regule su irradiación aglutinante. Si no hay una persona al cuidado de su lumbre, el fuego en lugar de llamar, espanta; en vez de generar la convivencia, provoca la huida. El fuego más ardiente, el que más arde, está en el centro de cada ser humano; y si algunos lo asocian con el corazón, es para señalar la necesidad de compañía, la interior urgencia que tenemos las personas de estar con otros. El fuego íntimo logra mantener su calor en la medida en que se junta a otro fuego semejante; en esa comunicación de llamas entre dos pechos es como mejor permanece a pesar de los cambios del viento. El fuego se metamorfosea en relato para hacer más íntimo y placentero su oficio de aglutinar; y las historias al estar cerca de las brasas avivan la imaginación y dan rienda suelta a los sueños más fantásticos. El fuego espanta las fieras de la soledad, hace huir a las salvajes furias del aislamiento y el odio hacia la hermandad. El fuego, con su crepitar de alegría, pone en desbandada a las hienas de la guerra; y con su calidez de confianza refrendada, hace que los monstruos cizañeros de la enemistad no entren en el espacio creado y resguardado por su lumbre. El fuego nace de la chispa; de juntar dos superficies, de enlazar dos conciencias. Ese debería ser un mensaje para todos aquellos que temen encender el fuego de la amistad, la fraternidad o el amor y que dejan que las sombras los devoren con su frío.
La luna
La luna basa su seducción en su rotunda disponibilidad; más que demandar o reclamar, prefiere el ritmo de lo pasivo y la íntima recepción. La luna se deja hacer, se abandona hasta sus posesiones más secretas. La luna se solaza y goza haciendo realidad la voluntad de otros; sabe que la dependencia entraña otro tipo de vínculos y provoca la exaltación de ocultos anhelos. La luna refleja, sirve de espejo, es servicial; tiene el don de entregar su piel para que otros potencien sus deseos. No ha querido la luna ocupar pedestales, ni descollar como una figura cegadora; todo lo contrario: se muestra discreta, gusta de ocultarse y, en muchas ocasiones, se siente feliz al lograr esconderse. La luna ha aprendido a aparecer y desaparecer; así que no le preocupa los honores de la primera fila, ni los destellos de la fama. La luna confía más en la fascinante atracción de lo sutil y escondido, de esos lazos que sólo lo disipado y tenue pueden crear. La luna comprende que el acatamiento no es falta de vigor, sino otra manera de enfrentar a quienes nos superan en tamaño o poder. Aunque también es un recurso para rendirse sin perder la identidad. La luna se siente a sus anchas en la noche: la penumbra la exalta al mismo tiempo que la protege. La luna estimula a los poetas y a los locos; a todos aquellos que miran lo que los demás dan por visto. A esas personas que han aprendido a asumir una actitud pasiva del espíritu para que nazca la revelación, el vaticinio, el sortilegio guardado en las palabras. La luna ama lo plateado, se extasía con los azogues, los visos del mercurio y todas aquellas cosas que disfrutan la facultad de reflejar. La luna posee profundas relaciones con los espejos: ellos son como sus hijos, sus criaturas confiadas a los seres humanos. La luna y la mujer tienen un parentesco irrompible; tanto una como otra disponen su ser para que obre en su vientre el milagro. Ambas son ejemplos del asentimiento, del “hágase en mí”, del consentir para alcanzar la plenitud. La luna acoge, admite, consiente; sin reservas, sin condiciones: y al ser y actuar así, permite que el prodigio aparezca, que las profecías se cumplan, que la ilusión halle el mejor terreno para sembrar sus semillas. La luna nos ayuda a entender –hay que repetirlo– que la pasividad no es indiferencia, y que la docilidad no es ausencia de fuerza. La luna subraya que lo apacible tiene una atracción y un efecto tan contundentes como el brío de los soles más enérgicos y avasalladores.