
Ilustración de Gabriel Pacheco.
“El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta desea rescatar un rostro, un estado de ánimo, una nube en el cielo, un árbol en el viento y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en que el lector se reconoce a sí mismo. Los poemas son instantáneas de otras personas en las que nos reconocemos a nosotros mismos”.
Charles Simic
De los variados anhelos del poeta, entre sus deseos más secretos, está el de detener el tiempo. Bien sea aquella lágrima casi secreta del desconsolado por la pérdida de un ser amadísimo, o cierta puesta de sol justo en el momento en que la belleza parece confundirse con el sol ocultándose, o el titilar de las hojas por el viento que muestra con mayor grandeza su resistente fragilidad, todo ello quisiera el poeta agarrarlo con sus palabras para no dejarlo condenado al olvido. El poeta sabe que tal empresa es de por sí fallida, pero espera que la magia o el sortilegio de las letras logre, como un elixir alquímico, cubrir lo deleznable con una pátina de permanencia.
¿Y cuál es el recurso para lograr ese cometido? Mediante el poder de los símiles, de las metáforas, usando la fuerza imantada de las imágenes, el poeta atrae lo vertebral de la existencia, lo medular de la vida, la esencia de eventos y circunstancias hasta un punto en que logran su mayor condensación, su más alto grado de presencia o aparición. Esas “fotografías mentales”, esos fogonazos de palabras permiten delinear el cuerpo volátil de lo fugaz. Buscar, entonces, las palabras justas, los términos precisos es una de las labores de mayor cuidado de los poetas: no todos los términos, y no organizados de cualquier manera, sirven para ese fin de mantener vivo lo que se escapa inexorablemente de sus manos o sus ojos. El poeta es un guardián de recuerdos, de memoria, de reminiscencias. Por ser un obsesionado con el moverse del tiempo ha descubierto en el ritmo al juntar las palabras una forma de encantamiento, un conjuro que deja ver la silueta de lo inestable y efímero.
Los poetas son captores de momentos, cazadores de instantes, perseguidores de esa zona del tiempo en que la vida misma es tan cierta como pasajera. Si es el amor el que se adentra como un milagro en nuestro corazón, el poeta verá su destello y tratará de congelar esa brasa que aviva el alma y enciende los cuerpos; si es el dolor el que como una espina se hunde piel adentro, el poeta querrá apoderarse del aura de esas lágrimas o el susurro de esas quejas para entrever lo que tienen de verdad y comprender mejor la condición humana; si es la soledad la que se instala cual un manto gris en los aposentos de un espíritu sensible, el poeta provocará destellos de luz para dimensionar el espesor y la densidad de esa mancha; si es el rutilante amanecer con el sol abriendo el mundo de nuevo cada día, el poeta detendrá esos primeros rayos con el fin de no dejar perder la maravilla de la vida… Cada hecho, situación o emoción es guardado por el poeta con el celo de quien sabe que manipula eventos únicos, extraordinarios, singulares.
Ese esfuerzo del poeta –una labor de mucha sutileza, de tacto, de buen ojo para saber dónde hay que ubicar la cámara del lenguaje y cuál es la óptima distancia lingüística y el mejor encuadre semántico–, esa tarea de afinar la mirada la realiza el poeta para que el lector pueda reconocer el universo, la vida, o reconocerse en los variados rostros de su propia existencia. Si el poeta selecciona y capta los ángulos precisos del paisaje natural o humano es para que los lectores puedan sorprenderse de lo que a diario, por descuido o costumbre, pasa delante de ellos como una película inadvertida. El poeta se esfuerza por rescatar lo inédito del mundo, de las cosas, de las personas; sabe que todo lo que acaece a su alrededor va a perecer; conoce la materia deleznable con que trabaja el tiempo. Entonces, su afán, su porfía es dejar en imágenes, en metáforas, una instantánea de eso que apareció deslumbrante e irrepetible ante sus ojos, para que después los lectores mediante aquellos versos recuperen la emoción o la sensación de tales epifanías.
Eso hacen los poetas: detienen el fluir de la vida para que podamos después reconocerla. Puede parecer poca cosa; y no obstante, es una tarea de gran importancia para la humanidad. Piénsese no más en el valor de la poesía para distinguir o diferenciar entre la carnicería de la guerra el refulgir del heroísmo, o lo que significó la poesía para entrever en medio de las ruinas el brillo de una edad dorada, o la importancia de la poesía para adivinar en la agresiva y afanosa garra del deseo la lenta y suave mano de la caricia. Cada verso del poeta es una forma de resonancia de las cosas, de las emociones, de los encuentros, de cada peripecia del espíritu o de los súbitos fenómenos de la naturaleza. Con cada palabra la poesía guarda lo perecedero, almacena el tiempo, sujeta entre rimas la quebradiza consistencia de las horas. Los versos, como todo arte, son un intento del hombre para revivir o perpetuar, de resonancia o remembranza de lo pasado. Por eso, quien lee poesía realiza secretos rituales de conmemoración.
A diferencia de nuestra época en la que lo desechable esgrime sus consignas de olvido, en contravía del afán de las multitudes por las lentejuelas de lo novedoso, el anhelo de la poesía es por lo perdurable o imperecedero. Pero, entiéndase bien: no es un solazarse en la contemplación de lo pretérito, no es un lamentarse por lo ya perdido, sino una labor de activa evocación para que cada persona no deje perder o aprenda a disfrutar con honda trascendencia lo vivido. Que cada experiencia alcance el umbral de la huella indeleble, que la travesía existencial deje cicatrices profundas, que tengamos suficientes hitos de memoria para alegrarnos de mirar sin nostalgia el itinerario de nuestro pasado. El anhelo del poeta es una invitación a que dejemos de andar de prisa para disfrutar con lentitud; a comprometernos con aquello que sentimos; a sobrepasar el miedo o la desconfianza para ir al fondo de las cosas o las personas; a disponer el corazón y la mente para ser impregnados, hasta la última fibra, de vivencias, de aventuras y sucesos realmente significativos… Solo así, tendremos un suficiente caudal de recuerdos para contrarrestar en gran medida la desmemoria o la suprema ingratitud.
César Ramírez dijo:
Maestro Fernando
En días como éstos, la poesía recobrar ese valor. El hecho del encierro nos hace ver la vida sin afanes y hallar en cada verso un instante de belleza.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
César, gracias por tu comentario. Totalmente de acuerdo.
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