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Lo real. Consistencia, dureza, fijeza. Y, a pesar de ello, lo real es blando, fluido, está en movimiento. Lo real transcurre; el tiempo encarna en los seres o, mejor, los seres son por el tiempo. Durar y dureza son análogos. La piedra, que parece tan inmóvil, guarda dentro de sí una movilidad incesante. El exterior de la piedra, sólo la cáscara, es dureza; lo demás, la pulpa de la roca, es perpetuo desmoronamiento. Lo real es diverso. Posee muchas caras.
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La conciencia es un puente. La conciencia se interpone entre el yo y lo real. La conciencia trae consigo la representación de lo real. Toda representación es como un fantasma de lo real, como su desdoblamiento. Representación podría entenderse como el envés de las cosas. Lo real aprehendido por la conciencia sufre un proceso de transformación: primero pasa por el cedazo de nuestros sentidos, luego por el filtro de nuestro entendimiento y, finalmente, se torna signo. Es indudable que lo real está preñado de conciencia. El mundo que habitamos, el mundo en que estamos, ya es mundo representado. Eso es lo que llamamos Cultura: un mundo vuelto signos.
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Lo real no necesita representación. Se basta a sí mismo. Pero la conciencia requiere de continuas representaciones. La conciencia teme a la ilusión, teme que eso que representa no sea o no tenga relación con lo real genuino. La conciencia necesita de un real. La cultura tipifica, clasifica, determina. Y si lo real es virtual, la cultura se impone la tarea de otorgarle un rostro único: o dureza o fijeza. La cultura siempre es un acto de disyunción. Si no fuera así, los hombres jamás se hubieran podido socializar.
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Cabe ahora la pregunta, ¿qué es lo que imitamos cuando nos disponemos a pintar, esculpir o componer?, ¿de dónde partimos? ¿Cuál es el referente?: ¿será ese real duro y blando, virtual, o esa otra representación, sígnica, construida por la conciencia? ¿De dónde parte el artista? Digamos que el artista parte de una representación, de un real prefigurado. Desde allí, el artista configura la obra, esa “otra realidad”. La obra de arte es la configuración de una representación. Una reconstrucción. Una restitución. El arte entonces, le devuelve a lo real su virtualidad. Nos lo vuelve a presentar.
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El arte imita según dos modelos: según real y según representación. De un lado sigue el patrón de lo óntico y, de otro, los modelos de lo sígnico. O, en otras palabras, copia según la lógica de la vida y copia según la lógica de la cultura. El arte es una síntesis. Y como síntesis, una obra de arte es un nuevo real, “otro tipo de ser”. Una cosa que presenta a la par que representa. Porque presenta es un ser, porque representa se parece al ser. La obra de arte es apariencia. Un aparecer. Aparecer es la manera como el ser retorna a su viejo cascarón. Apariencia es, a la vez, realidad y representación.
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Entonces no hay un arte cabalmente realista. Como no hay tampoco un arte totalmente subreal, suprareal o hiperreal. Digamos más bien que en ese juego entre presentación y representación, la obra de arte se inclina más hacia un lado o hacia otro. Cuando más presenta, parece más real; cuando más representa, es más representación. Sea como fuere, la obra de arte sigue siendo apariencia: cosa que deja ver el ser, representándolo. Y si lo figurativo es la cima de lo presentable, lo no figurativo es la cima de lo representacional. Realismo y abstracción siguen siendo maneras de aparecer.