Extraña condición tiene la paciencia: es una virtud pasiva y, al mismo tiempo, una fuerza interior sin igual.
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San Cipriano en su Tratado de las obras de la paciencia decía que para que esta virtud fuera robusta necesitaba echar “hondas raíces en el corazón”; es decir, que la fuerza del árbol de la paciencia no está en el tronco visible, sino en las ramificaciones escondidas del subsuelo de nuestra interioridad.
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La paciencia navega a mar abierto sin carta de orientación definida. Sin embargo, en medio de esa travesía en la oscuridad titila la estrella de la esperanza.
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Es de todos sabido que la paciencia es una virtud difícil de adquirir. ¿Por qué? Porque nos obliga a estar a merced del tiempo. Nuestra voluntad cesa su accionar para que emerjan las fuerzas de lo gratuito o trascendente. La paciencia nos obliga a descubrir las potencialidades de la impasibilidad. ¡Y qué difícil es permanecer impasibles cuando sufrimos o nos corroen la angustia y la desesperanza!
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“Somos vasos quebradizos”, afirmó Tertuliano en su Tratado de la paciencia. Por esta razón, necesitamos de la paciencia para –si caemos– tener la esperanza de que podremos recuperar el ser a partir de nuestros mismos pedazos.
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El hombre paciente escribe en un papel de incertidumbre. Sus letras se afirman en la misma medida que van borrándose.
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“La fragilidad de nuestro cuerpo hay que enfrentarla con la fuerza de la paciencia”, este es un consejo de san Cipriano. Pensándolo bien, es la enfermedad o las tribulaciones del espíritu las que en verdad hacen brotar la necesidad de la paciencia. Como quien dice, de la conciencia de nuestra debilidad brota el contrapeso de esta fuerza.
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Un paciente, según la etimología, sufre, aguanta; no tiene dominio ni control sobre lo que le sucede. Aunque es posible una alternativa: ser paciente: ponerse en actitud de espera. Confiar en que otro decida por él. Bien parece que la paciencia es una virtud que nos permite pasar del gobierno del yo a la emergencia del otro.
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San Cipriano escribió que la paciencia “fortifica sólidamente la fe”. En otras palabras, que la paciencia es el cimiento de lo trascendente. Piadosa manera de decir que la paciencia teje un puente con aquellas dimensiones que no podemos demostrar o que entran en la zona del misterio.
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A veces resulta más fácil ver los variados rostros de la impaciencia que la cara diáfana de la paciencia. Esto es así porque nos es más rápido reconocer los vicios que entreverar las virtudes. No obstante, como escribió Tertuliano, a partir de los opuestos podemos ver más claro “lo que debe evitarse”.
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Se requiere un temple especial cuando buscamos la paciencia: ni tan resignados para permanecer en el conformismo, ni tan vehementes como para privarnos de la pausada serenidad.
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Tertuliano creía que la impaciencia era una fiebre, y que la única manera de curar tal calor en el cuerpo consistía en “hablar de ella”. Quizá escribir sobre la paciencia sea un ejercicio de autocuidado mediante el cual usamos las palabras como socorro y recuperamos la buena salud de nuestro espíritu.
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Así como los trozos de piedra o las cuchillas del trillo –ese instrumento agrícola que los romanos antiguos llamaban tribulum– separa el grano de la paja, de igual modo la paciencia decanta lo que depende de nosotros de aquello sobre lo cual no tenemos ningún dominio.
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La aseveración de san Agustín en su libro sobre La paciencia merece analizarse: “Los impacientes, cuando no quieren padecer cosas malas, no consiguen escapar de ellas, sino sufrir males mayores”. Así que, como la presa en la telaraña, los impacientes aumentan su desespero cada vez que reniegan de sus males. Tal vez la paciencia consista en aceptar que padecemos alguna dolencia y, así, liberarnos un poco de los hilos que atenazan nuestro cuerpo.
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Son muchas las personas que atan su paciencia a una fe o a un ser superior: A lo mejor este modo de proceder corresponda a una convicción más honda: la de aceptar la efímera finitud porque se cree en la eternidad de lo infinito.
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La paciencia es una de las maneras como el espíritu madura. El tiempo es su estímulo y el medio más idóneo para lograrlo.
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Si bien la paciencia lucha contra la impaciencia, debe enfrentar también a la tristeza y la pereza. Estas enemigas son muy poderosas porque desmoronan el ánimo; dejan el cuerpo sin fuerza interior. No sobra recordarlo: detrás de la ira del impaciente se esconden la angustia y la melancolía.
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¿Por qué la paciencia es “compañera de la sabiduría?”, tal como creía san Agustín. Respuesta: porque la sabiduría se consigue poco a poco, día a día, paso a paso. La paciencia, en consecuencia, no es un conocimiento inmediato, sino un proceso lento y continuado de nuestra experiencia.
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Si las legiones de la ansiedad nos intimidan con las preocupaciones, si los demonios del insomnio nos lancetean hasta quitarnos el descanso, si los arqueros de la melancolía nos hieren con sus flechas, si una larga enfermedad mina de tristeza nuestra esperanza… Si es que nuestra alma padece tal estado de batalla interior, la única defensa posible es armarnos de paciencia.
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Raimundo Lulio en Los proverbios escribió que “la paciencia comenzaba con lágrimas y, al final reía”. Es cierto: aceptar el dolor o la impotencia nos quiebra de entrada el espíritu, pero, pasada esa prueba, lo que sigue es el beneplácito de la tranquilidad. Algo semejante había dicho el poeta Saadi Shirazi que luego se convirtió en una verdad del pueblo persa: “la paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos muy dulces”.
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Los campesinos saben y viven en carne propia la paciencia, no tanto como una virtud, sino como parte de sus haberes cotidianos. La naturaleza ha sido su mejor maestra: “lo que madura pronto, se pudre temprano”.
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La paciencia supone una fuerza especial si es que se desea conquistar la ecuanimidad y la paz interior. Dicha fuerza implica someter las pasiones de la ira y el orgullo y, especialmente, mantener a toda costa la alegría. Las personas pacientes saben que los enemigos más difíciles de vencer no están afuera, sino dentro de nosotros.
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Job es el prototipo del hombre paciente porque pone su mirada no en el pasado del dolor, sino en el futuro de la esperanza.
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Los hombres de acción tienden a ser más impacientes que los pusilánimes. Estas personas libran una doble batalla: la propia del desasosiego y esa otra, tan difícil de aceptar, la de renunciar o postergar sus proyectos más queridos.
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El poeta Giacomo Leopardi sabía que la paciencia no comporta ningún tipo de heroísmo, salvo los honores –reconocidos a solas y en silencio– de haber vencido nuestras aprensiones y conservar imperturbable el alma.
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La paciencia es el recurso del pobre para contrarrestar sus múltiples necesidades. Y así como la abundante riqueza trae consigo el imperioso desespero, el exceso de carencias lleva a fortalecer el aguante con dignidad.
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La paciencia nunca es una conquista definitiva. Es común flaquear, perder los estribos o caer en la desesperanza. Por eso hay que ejercitarla con demostraciones de entereza y testimonios frecuentes de tolerancia. La virtud de la paciencia siempre está a prueba.