Ilustración de Alice Yu Deng.

Una tarde que Misael vio a Saúl como acongojado, más que de costumbre, lo invitó a ir de cacería.

—Camine, Saulito, a ver si los zancudos le quitan esa murria.

Saúl no estaba de ánimo, pero el hecho de salir de la casa, lo entusiasmó un poco. Subió a la habitación donde dormía y sacó una linterna. Se colgó al cinto una peinilla y se puso un sombrero negro, heredado del tío Matías, una vez que vino a pasar vacaciones con sus hijas a Capira.

Pasadas las cinco de la tarde los dos hombres tomaron el camino real, rumbo a Caracolí, donde había un sembrado de yuca en el que, según Misael, el ñeque estaba cebado. Mientras avanzaban en su travesía, el hombre más viejo trataba de sacar información del más joven.

—¿Y qué lo tiene así, como aporriado?

Saúl puso una sonrisa que le salió más como una mueca. A él no le gustaba hablar de sus cosas, pero a sabiendas de que la meta estaba lejos, y que ni aún llegaban a la Zanja del Peñón, prefirió dejar escurrir algunas palabras.

—Cosas de la vida, Misael, cosas de la vida…

El hombre viejo que hablaba siempre en voz baja, como si contara un secreto, iba detrás de Saúl, siguiendo el ritmo de la marcha.

—Uno de pobre no tiene más que aguantar el sufrimiento.

—Así es —respondió Saúl—, dando un salto para esquivar un barrial.

—Pero uno no debe dejarse amargar por eso —siguió diciendo Misael.

Al pasar por el lado de un naranjo, Saúl saltó para agarrar dos frutas que estaban colgando de un gajo a la vera del camino. Misael esperó un momento, hasta que recibió una de las naranjas.

—La guardo para más tardecito —le dijo a Saúl, en señal de agradecimiento.

Continuaron la marcha, empezando a divisar los recientes cultivos de piña sembrados por los jornaleros contratados por el tío Antonio.

—¿Y qué es lo que siente?, si se puede saber…

Misael hizo la pregunta como si estuviera cargando con cuidado su escopeta de fisto. Saúl dejó pasar unos segundos mientras acababa de comer el último bocado de naranja.

—Ni yo sé lo que me pasa… me agarra una sensación de congoja —musitó Saúl—, echándose a la boca otro copo de fruta.

Misael se secó con una pequeña toalla de arriero el sudor. La horqueta de los dos caminos iba quedando atrás. Ahora comenzaron a bajar. Se notaba que el día anterior había llovido por los pequeños charcos que se formaban en las diferentes huellas de mulas y caballos.

—¿Y esa amargura viene por qué?

Saúl se detuvo otra vez. Ya iban llegando al Cacao de monte. Desde ese lugar divisó hacia arriba, entre guácimos, la casa paterna y más arriba las palmas que servían de antesala al majestuoso Cerro Colorado. La penumbra empezaba a tocar todo el ambiente. A pesar de la noche incipiente no sacó la linterna.

—No sé. No sé. Pero es una especie de tristeza, como si tuviera en un perpetuo entierro.

—Esa es la pura murria —respondió de manera inmediata Misael—, con la certeza de quien dictamina una enfermedad padecida en cuerpo propio.

—La murria la ocasionan especialmente las mujeres…

—Pero no es por eso, Misael, —respondió Saúl.

—O es por un duelo que uno no ha hecho como debe ser —replicó Misael—, atento a una filosa piedra del camino.

A Saúl le pareció interesante la explicación del hombre de voz ronca.

—¿Cómo así? —lo interpeló.

—Mire, Saulito, yo soy sabido de que cuando muere un ser querido, y uno no lo llora como toca, ese dolor se le cuela a uno en el cuerpo, y le enfría el corazón. Y por eso le da ese desconsuelo, esa “moridera”.

Por un momento Saúl pensó que esa podía ser una buena explicación para sus continuas tristezas. Recordó a su madre Eufrosina y al perder noticias de ella, al no saber si seguía viva o estaba muerta, no sabía cómo entender lo que Misael le relataba.

—A lo mejor es por eso, Misaelito, a lo mejor…

Los dos hombres bajaron en silencio por la casa de Don Leoncio, entrando de lleno en las posesiones de don Manuelito Cáceres. Saúl prendió la linterna y, como si fuera un péndulo, empezó a alumbrar adelante y atrás. Los grillos y los sapos empezaron su día.

—A la murria se la mata con aguardiente o con oraciones —dijo Misael—, poniendo un poco de picardía en su comentario. Después agregó:

—Y para que vea que yo vengo prevenido, aquí le traje el remedio.

Ante el comentario de Misael, Saúl se detuvo. Volteó la cabeza y vio que el viejo sacaba de una bolsa de tela una botella de chirrinche. Quitó la tusa y le ofreció la botella al joven compañero de aventura.

—Échese uno con una mano y con la otra échese la bendición, a ver si espantamos esa amargura.

Saúl aceptó la invitación. El trago lo sintió hervir en su garganta. Enseguida le pasó la botella al viejo cazador. Misael tomó el frasco e ingirió un buen trago de la bebida.

—A su salud, Saulito, y para que tengamos suerte esta noche…

—Suerte es lo que no he tenido —respondió espontáneamente Saúl.

Misael guardó la botella y con gesto de quien ya ha llevado muchos dolores a cuestas, le respondió a Saúl, con una carcajada.

—Ese trago como que me salió chiveado, porque a usted no le sirvió para nada…

Saúl quiso reír, pero lo que escapó de su boca fue un suspiro. Un suspiro que parecía un lamento.

Siguieron caminando hasta encontrar el desvió hacia El Alto y por esa senda atravesaron la quebrada de Aguas Claras hasta llegar al yucal que era el sitio indicado por Misael. Ya casi no hablaban porque estaban en la zona de cacería. El hombre viejo invitó a Saúl a subir a un frondoso mango que era el lugar estratégico para agüeitar el ñeque. Trepado en el árbol y en silencio Saúl afinó el oído, pero solo escuchaba el sonido agitado de su corazón. ¿Y si su madre ya hubiera muerto y él no le había hecho el duelo como debiera? Se espantó unos moscos con la mano derecha y miró a Misael con la escopeta puesta sobre una rama, absolutamente atento a los ruidos de las sombras montaraces que salían ocultándose en la noche.

(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).