TAM-TAM
Y de pronto, cuando menos lo pensaba, la princesa oyó golpear los sonidos del corazón de su amado. Estaban ahí, a la entrada de la puerta. Tam-tam, volvió a escucharlos. Sintió tanta alegría, que prefirió no abrir; se mantuvo en la cama, absolutamente feliz, acabándose la caja de chocolates.
LLEGAR A LA CÚSPIDE
—No creo que pueda llegar a la cúspide —dijo la señora Martínez—. Enseguida se acercó más a la ventana y vio a aquel hombre trepar por el árbol situado en la esquina oriental del paradero de buses.
El hombre se metió entre las hojas que, al llegar a la copa del árbol, se hacían diminutas, más pequeñas en relación con los brazos del tronco. Hojas verdes, amarillas; aguamarinas; desde las más claras hasta las más oscuras. Las hojas se movían en un aletear infinito. El hombre, al subir más arriba del árbol, se había vuelto parte de su follaje. El viento mecía las ramas, las movía a veces rápida y, otras, lentamente. El viento se entretenía en acariciar el árbol, lo abarcaba todo.
—¡Hay dos huevos en el nido! —gritó la voz desde el centro del árbol.
—Pobre hombre —dijo condolida la señora Martínez—. Aún no sabe que es más fácil subir que bajar de los árboles.
Entre el grito del hombre y la observación de la señora, quien seguía asomada a la ventana, se acrecentó la fuerza del viento. La borrasca se hizo más fuerte y el follaje verde amarillento se estremeció largo tiempo. La figura del hombre se perdió definitivamente entre la espesura del movimiento de las hojas. Un sonido de pájaros no vistos se escuchó en la distancia; el murmullo de aves parecía un eco a las voces lejanas de algunos muchachos en el parque cercano.
—Ese debe ser Raúl, buscando huevos de pájaro para su queridísima María; ella y sus antojos de embarazada.
Cuando el hombre bajó del árbol, las botas del pantalón estaban totalmente manchadas de amarillo limón, de azul verdoso tenía pintadas las nalgas del pantalón y de verde musgo las de la entrepierna. La señora Martínez lo miró por última vez y observó los brazos llenos de arañazos del árbol.
—Lo que suponía. Era Raúl.
La señora Martínez se alejó de la ventana y se sentó en un sillón forrado en terciopelo gris plomo y continuó mirando el árbol magnífico. Desde aquel otro lugar la figura del árbol se volvía estática, inalterable; parecía una larga sombra inamovible.
—Qué extraño es el mundo cuando me dejo caer en mi sillón —dijo la anciana—. Y recostándose en el espaldar del mueble, agregó: —Todo se va volviendo como de piedra en la vejez.
EL PRÍNCIPE AZUL
El hombre se quitó la capa azul oscura, se desprendió de la corona plateada con joyas iridiscentes, dejó sobre un ropero los pantalones azul rey y el camisón con bordados de oro, se sentó en la cama y puso debajo de ella las zapatillas doradas.
La dama que había estado observándolo, resguardada por las sábanas, se sorprendió de lo flaco, blanco y frágil que era. Se sintió defraudada y empezó a llorar en silencio. Se mantuvo allí encorvada, en posición fetal, lanzando cortados suspiros, apenas dejando el espacio suficiente en el lecho para que entrara el cuerpo del hombre.
Esa noche de bodas la dama comprobó que los príncipes azules, desnudos, son hombres comunes con los pies muy fríos.
EMAÚS
Emaús es un bonito nombre para encontrarse con un viejo amigo, con alguien que creíamos haber olvidado pero que, por un hecho fortuito, identificamos sorprendidos y con gozo.
No es fácil distinguir, a primera vista, el rostro de alguien que consideramos ya perdido. No resulta inmediato reconocer al antiquísimo muchacho con quien jugábamos a bajar frutas o con quien nos perseguíamos hasta el cansancio, allá, muy lejos, en la antigua casa familiar de nuestra infancia. Como tampoco es fácil aceptar esos cambios de rostro y de estatura; esos cambios de voz. Ahora, ante nuestros ojos, el niño de antaño lleva sobre su rostro las marcas de una vida, el peso de la experiencia; porque eso es un amigo cuando regresa: alguien que vuelve con el peso de la vida a cuestas, y anhela contárnosla; alguien que espera el calor fraterno de un abrazo.
Precisamente hoy, cuando iba camino a mi casa, me encontré de pronto con aquel amigo de colegio, aquel compañero de juegos y de aventuras infantiles: el querido amigo de barrio. Primero un titubeo. Tanto él como yo, dudamos. Aunque pensándolo mejor, fui yo el que no acertaba ubicar bien entre mis recuerdos el sitio exacto de ese rostro. Él, estaba seguro. Me llamó por ni nombre. Yo, en cambio, utilicé una exclamación de esas de tipo impersonal, algo así como ¡hola!, ¡qué hay!, ¡cómo te ha ido!… Uno de esos saludos para cualquier desconocido. Él, por el contrario, me llamó por mi nombre y, luego, despacio, agregó mi apellido. Cuando lo pronunció, cuando dijo mi nombre y mi apellido de esa manera, el rostro se me encendió de felicidad. Pude por fin reconocerlo. Era él, sin lugar a dudas; era él: el que me defendía de los muchachos más altos cuando hacíamos la primaria, el que dividía conmigo las onces en los recreos de aquel colegio, el que compartía el puesto en el pupitre, el mismo que vivía con su abuela, una señora enferma y, sin embargo, siempre alegre.
Entonces, sí, lo estreché contra mí, fuerte. Como se estrecha a alguien que, antes, fue muy querido. Y aunque su nombre, el bendito nombre, no acudía a mis labios, lo invité a mi casa. Teníamos tanto de qué hablar. Él, como para desembarazarse de ese compromiso, contestó que no podía. “Será en otra ocasión”, me dijo, con cierta tristeza. “En otra ocasión”, volvió a repetirme, trepándose al primer bus que atravesó la avenida. “No veremos después”, me gritó desde la puerta del vehículo, alejándose entre el ruido y la barahúnda citadinas.
Es indudable: Emaús es un bonito nombre para cualquier sitio, para cualquier calle en la que podemos reencontrarnos de pronto con un viejo amigo.
MATAR A CUPIDO
Esa noche, como le habían sugerido sus hermanas, después de encender la lámpara y sorprenderse de la hermosura de aquel dios, muy en contra de su voluntad y del encanto que le había producido aquel hombre alado, decidió acercar el cuchillo hasta la garganta del confiado durmiente.
Por unos instantes recordó todas las noches pasadas al lado de aquel hombre, se engolosinó de nuevo con sus besos de fuego y, especialmente, tuvo en su memoria la resonancia de sus palabras. Se vio a sí misma ebria de deseo, abandonada al ritmo impuesto por aquellas manos sabias y tuvo la evidencia de que lo que era saberse completamente feliz. Todas esas rememoraciones vinieron al unísono por unos segundos, pero, cerrando sus ojos, y manteniendo en la mano izquierda la lámpara que parecía opacar su lumbre para resguardar al durmiente, de un golpe rápido abrió la garganta de Cupido.
Un líquido espeso brotó a borbotes. El dios despertó ahogado por su propia sangre. Confundido, apenas logró llevar las manos a su garganta para tratar de parar la vida que se le iba entre sus dedos. Al verlo agonizando, Psique se arrepintió de aquel acto asesino; con rapidez apagó esperanzada la luz de la lámpara, pero las sombras que antes habían sido cómplices protectoras de su amor ahora la dejaron con un cuerpo exánime entre sus brazos.
AEROMANÍACO
Minutos después de estrechar las manos de algunos amigos que generosamente acudieron a despedirlo, el señor Navia se acomodó en una de las acolchonadas sillas del moderno avión. Buscó precisamente una que estuviera cercana a la ventanilla para poder contemplar con mayor claridad el paisaje. Sus ojos escudriñaban cada parte del avión, cada letrero, cada ocupante, en tanto sus manos tocaban, escudriñaban, oprimían interruptores. Todo un universo de cosas y circunstancias nuevas estaban frente a él. Cuando escuchó la voz suave de una mujer que ordenaba apretarse el cinturón de seguridad, obedeció como si fuera una tarea cotidiana. El despegue se hizo sin ninguna dificultad y los edificios comenzaron a hacerse más diminutos.
El paisaje se empequeñecía y perdía el color verdoso. El gris y el blanco ocuparon el sitio de preferencia visual. Las nubes, esas grandes masas informes, deambulaban ante su mirada. El avión continuaba subiendo, más y más alto. Ahora el paisaje era blanquecino, lleno de figuras abombadas y juguetonas que crecían y se diluían con rapidez. El avión parecía inmóvil y la velocidad no coincidía con lo que el señor Navia contemplaba por la ventanilla.
Discretamente dejó su puesto y se encaminó al cuarto de baño. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Después, extrajo de su bolsillo un avión de papel y empezó a moverlo con los movimientos de una nave verdadera. Subía y bajaba el avioncillo sosteniéndolo por momentos, capitaneando con pericia aquella frágil figura que aún tenía visibles las líneas de un cuaderno escolar. Varios minutos estuvo volando hasta que escuchó unos golpes en la puerta. Guardó de nuevo el avión en su bolsillo, bajó el agua del inodoro y salió del pequeño cuarto.
Una vez que el señor Navia volvió de nuevo a su puesto, sacó de su maleta de viaje una gruesa libreta de papel periódico, una caja de colores y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. Se apretó el cinturón de seguridad, desplegó la mesita auxiliar, abrió la libreta, sacó los colores y se dispuso a dibujar. Seis horas para pintar aviones, a diez mil metros de altura, había sido su sueño anhelado por más de 50 años.