Detalle de “Nydia, la niña ciega de las flores de Pompeya”. Escultura de Randolph Rogers.

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“Les prestaste oído, sufriste con ellos,
pero con el fin de venerar también siempre el secreto”.
Vladimír Holan

 

La escucha se pervierte cuando se transforma en chismorreo. Para que la escucha se mantenga “intacta” tiene que estar resguardada por la discreción. Quien escucha a otro tiene el deber de atesorar la palabra recibida. Tal veneración por el secreto, por lo que ha sido confiado, es vital para que la confianza no se pervierta y para evitar que se distorsione el sentido original del mensaje recibido. Guardar aquella voz, protegerla de la locuacidad, es una garantía tanto para la persona escuchada como para el contenido de su comunicación. Mejor comportarse como un escucha circunspecto que como un hablador desmedido; mejor preferir la reticencia que el cotilleo o la murmuración. El sigilo hace parte de las cualidades más importantes de un escucha experimentado; y si bien parece un rasgo deseable de adquirir o prometer, no resulta tan fácil de cumplir. Lo más común son los deslices de información compartidos a otras personas o los comentarios desacomedidos a partir de una confidencia recibida como un tesoro personalísimo. Los lengüilargos cometen una forma de deslealtad comunicativa, violan la “reserva de la escucha”, rompen el pacto tácito de “cerrar la boca”. Desde luego, esta moderación se aplica de manera preferencial a la vida privada, a la zona sagrada de lo íntimo. Cuando se participa de este ámbito se tejen lazos de fraternidad que van más allá del momento de escucha; se establece una filiación interpersonal tanto más fuerte cuanto delicado sea el asunto tratado. La palabra confesada hay que recubrirla de silencio para que pueda madurar en quien nos la compartió; si se divulga a otros, si se la deja a la intemperie de cualquier oyente, terminará pudriéndose entre la vergüenza, el escarnio o el descrédito. Y no tanto por la gravedad de lo expresado en la confidencia, sino por el desacierto de la persona elegida para compartirla. La prudencia y la cautela son los mejores escuderos de la escucha.

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“Cada clase de oído
engalana lo que oye
ya de luz, ya de gris”.
Emily Dickinson

 

Lo que nos cuenta o nos confiesa otro ser humano, lo que escuchamos, siempre está filtrado por lo que somos. Y así como hay hermeneutas instaurativos y abiertos a la sorpresa, también están los que reducen el mensaje o lo constriñen a verdades ya sabidas. Del escucha depende, de su preparación, de su sensibilidad o su rico capital cultural, que dé claridad a lo que le relatan o, por el contrario, lo vuelva brumoso y abstruso. Podríamos decir que hay estilos de escucha, desde los más clásicos a los más barrocos; de los que se quedan resonando en una palabra, hasta los que prefieren atender al conjunto, a los ramales gruesos de una enunciación. Estilos que idealizarán lo escuchado o darán mayor resonancia al tono emocional con que se pronuncie un mensaje. Escuchar es una forma de traducir: habrá escuchas atentos al “sentido original” y otros que se irán alejando de lo dicho hasta el punto de reconstruir una versión adaptada a su cosmovisión o sus creencias. Por eso es tan importante que el escucha diferencie entre lo denotado y lo connotado, entre el aspecto literal de una locución y las posibles interpretaciones del oyente. Y por ello, también, se requieren varias sesiones de escucha para percibir con mayor profundidad lo que nos ha sido dicho, so pena de achicar o agrandar fragmentos de una alocución. En caso contrario, cuando solo se tenga una sesión de escucha, será aconsejable tener en mente la relación entre las partes y el conjunto, al igual que las recurrencias semánticas o el vínculo entre el discurso y la dimensión emocional del emisor. Debido a este tamiz del receptor cuando está escuchando a alguien, no es bueno sacar conclusiones apresuradas o adelantarse a juicios definitivos; lo más aconsejable será preguntar cuando se considere necesario, recapitular para acabar de “entender” y pedir aclaraciones si es que estamos atiborrados o escasos de información. Del estilo de escucha que asumamos dependerán las claridades o las oscuridades, el elogio o el vituperio en los mensajes recibidos.

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“Si el oído no es rudo, la armonía
se escucha con el alma serenada”.
Jorge Guillén

 

Si se está molesto o furioso, si se tiene la mente embolatada en preocupaciones acuciantes, si la intranquilidad inunda el espíritu, resulta difícil escuchar a otra persona. Cuando se está en esos momentos exaltados o hay una clara dependencia de las pasiones irracionales y fogosas, lo más seguro es que el oído se halle impedido o privado para recibir una confidencia, una confesión o un secreto. Para ponerse en sintonía con el fluir de otra conciencia, para lograr armonizar con esos mensajes confiados en voz muy baja, se requiere reposo emocional, serenidad, y una paz interior en la que estén aplacadas las emociones desbordantes. La escucha empática obliga a la relajación, al aplomo, a una paz que posibilite el desplegarse de la voz ajena. Porque si se está sobresaltado, si el miedo o la perturbación son el telón de fondo de aquellos momentos de audición humana, lo que produciría en el interlocutor será el efecto del desinterés, de la incomprensión o de “estar perdiendo el tiempo”. Hay que procurar estar sosegados para sacarle todo el jugo a lo que se nos dice; hay que procurar la tranquilidad si queremos estimular y favorecer la salida sin tropiezos de la palabra del otro. Gran parte de las experiencias de escucha fallidas están asociadas a estas “perturbaciones” del escucha, a las interferencias que producen los estados irritables, a las preguntas inoportunas brotadas desde impulsos frenéticos o enardecidos. Quizá por eso sea tan importante, además de elegir un lugar y un tiempo adecuados, conocer el estado de ánimo más apacible en que se esté realmente dispuesto para escuchar a otro. No siempre estamos listos para “prestar oído” a los demás, como tampoco nuestro corazón permanece en dulce e inalterable calma.

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“Mas siempre que no escuché
tu dulce resaca en las orillas
me asaltó una desazón
como la del falto de memoria
cuando recuerda su tierra”.
Eugenio Montale

 

Lamentarse de no haber escuchado a alguien, justo en el momento en que más lo necesitaba, es una culpa o una negligencia imperdonable. Querer escuchar a destiempo a una persona con el fin de resarcir la omisión de no estar disponibles para recibir esa queja, ese problema o esa confidencia, resulta impostado o fallido al realizarse. Seguramente, si se hubiera “tenido el tiempo” para escuchar a ese otro ser humano, el destino de aquel individuo sería diferente; o, a lo mejor, las decisiones tomadas en ese momento serían diferentes; de pronto, nuestro acompañamiento fraterno, lo habría llevado a evitar determinaciones apresuradas o basadas en una apreciación errada. Los escuchas sigilosos, por el contrario, andan al cuidado de los demás, reconocen cuándo deben “estar presentes”, cuándo su compañía y su voz levantan al desfallecido a la par que reavivan su ánimo abatido. Están en esa actitud atenta, precisamente, porque conocen o tienen la evidencia de que por una negligencia anterior perdieron la confianza de la otra persona o se mostraron indolentes ante su angustia o sus dificultades. La desazón posterior, el arrepentimiento por no haber detenido —al menos por unos minutos— la avalancha ruidosa de la vida laboral o el alud vertiginoso de los asuntos cotidianos, esa incapacidad para hacer un alto en la agenda de las “cosas inaplazables” para detenerse a escuchar la emergencia de la voz de un familiar, un compañero o un amigo, se vuelve un susurro inquisidor, un zumbido en la propia conciencia. La escucha extemporánea, esa que con disculpas se solicita para remediar la desatención, no solo resulta artificiosa y poco útil para el emisor, sino estereotipada y común en la retroalimentación de quien la recibe. La escucha genuina siempre es circunstancial; su existencia transcurre en el tiempo de las coyunturas.

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“Hermano, escucha… escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros”.
César Vallejo

 

Aunque no se diga de manera categórica hay un pacto implícito en la escucha. Es decir, la petición a un intercambio comunicativo en el que no se sabe del todo cómo va a salir, cuál va a ser su ritmo, o de qué manera va a encontrar los filones de su contenido y el cauce de sus aguas. Al aceptar un escenario oral de incertidumbre, con muchos suspensos y silencios, con vaivenes y dudas en la enunciación. No es a un funcionario o a un tecnócrata al que se le hace esta invitación; es a un hermano, a alguien que se lo considera fraterno o quien tiene las condiciones para acercarse sinceramente y sin intereses utilitarios. La escucha crea una hermandad gestada desde la espera dilatada y la consanguinidad de los espíritus. Pero, además, al hacer esta petición, el emisor del mensaje confía en que  durante la sesión de audición él pueda pasar por muchos tiempos de su relato, asumir diferentes estados de ánimo, ir de la alegría a la tristeza, sin que por ello sea tildado de “desorganizado”, “perturbado” o “indeciso”… Ese pacto incluye también otras cosas, como por ejemplo, el contar con la suficiente tolerancia auditiva del interlocutor para expresarse de forma reiterativa en un asunto, contradecirse cuando así lo sienta, desafiar la lógica sintáctica de las frases. Al frente de él no está un vigilante de la gramática o un psicólogo correctivo. De igual modo, el escucha sabrá tener una actitud pasiva del espíritu para soportar los silencios, las pausas, las dudas que asaltan al que pone afuera su dolor, su desesperación o sus quebrantos del alma. Los escuchas solidarios o confraternales son los que logran captar entre los espacios de los signos supensivos dimensiones inaudibles de la comunicación que para los oyentes comunes no son sino lugares muertos del sentido.

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“Te escucho. Y al fin comprendo
por qué —como tú— viví
sin mí, tan cerca de mí,
en todo tiempo muriendo,
por nadie en verdad sabido,
y fiel desde que nací
a un cantar siempre escondido:
el que hoy descubro en ti…”.
Jaime Torres Bodet

 

Es frecuente exaltar los beneficios de la escucha para quien le comparte a alguien una confidencia o le declara sus angustias, pero poco se profundiza en las bondades de la escucha para la persona que las recibe. Y si bien una sesión de escucha le ofrece al emisor un escenario fiable e íntimo para hacer catarsis, lo cierto es que también al oyente le ofrece oportunidades de autoexamen, contrastación o toma de conciencia. La escucha tiene repercusiones bidireccionales: lo que otro dice o comparte se transforma en referente, en piedra de toque, en contrapunto para el receptor. El mensaje recibido tiene resonancias en la propia vida del escucha. Unas veces estos “ecos existenciales”  serán simultáneos a la elocución del emisor y, otras veces, tendrán un efecto en diferido. Muchos asuntos o acontecimientos confesados crecen como semillas en el corazón de quien las recibe: crecerán como revelaciones a problemas que estaban sepultados; harán evidentes decisiones postergadas; anunciarán desenlaces a acciones que, con alguna probabilidad, tendrán que abocarse en el futuro. Las experiencias de una persona, vueltas confesión, aunque no tengan como propósito enseñar a vivir o ser una cartilla de lecciones de vida para el comportamiento ajeno, sí dejan una estela de aprendizaje para otro ser que las acoge. Escuchar a alguien conlleva una suerte de doble reconocimiento: para el que dice, porque la voz del interlocutor le ayuda a comprender, a analizar, a tener otros puntos de vista sobre determinado evento o situación; para el que escucha, porque mediante aquellos testimonios ajenos evalúa, coteja o recapacita sobre su propio modo de ser, de pensar o de actuar. No cabe duda: escuchar es un verbo reflexivo: al escucharte también me escucho.

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“Escúchame
un momento. Óyeme ahora.
Óyeme siempre, lo mismo
que si yo fuera una rama
de tu árbol, un pedazo
palpitante de tu ser”.
José Hierro

 

Escuchar, en su sentido más alto, supone la compenetración con otro ser, un esfuerzo por la interiorización del mensaje, una solidaridad o fraternidad personificadas. El fin último, en este sentido, es que la confidencia recibida encarne o que la escucha sea tan cuidadosa, tan profunda, que alcance el nivel de la empatía, de la conexión vital con la otra persona. La escucha penetrante se inclina hacia la comunicación de afinidades, la mueve el deseo de avenirse con otro, aspira a la confluencia de emociones. De allí, entonces, el esfuerzo del escucha por cambiar de lugar, por intentar comprender desde los motivos o las circunstancias que sirven de referente a quien le habla. La escucha de mayor calidad, la más fina en su comprensión, conlleva a la “participación afectiva”, a un genuino espíritu de solidaridad o a una compasión benigna. Esto supone una capacidad moral de compenetración con otra persona, de “ponerse en la situación” de quien emite aquellas palabras dichas con voz trémula o en una frecuencia cercana al pudor; esto implica, además, un mimetismo del temperamento del receptor para aproximarse y tratar de armonizar con los sentimientos o padecimientos de otro ser humano. La escucha encarnada está motivada por el congeniar, por la intención de hacer concordable un carácter con otro, por un deseo de acoplarse con esas bajas intensidades de las voces del alma. Una sesión de escucha es, para quien sirve de receptáculo, la ocasión de personificar lo medular del mensaje que le va llegando, esforzándose por interpretarlo de tal manera que el interlocutor sienta que al frente tiene, no a un espectador, sino un atento compañero de obra. Las personas de escucha profunda no están al margen de las vicisitudes por las que pasa toda existencia; se saben parte de la compleja condición humana y, en esa misma medida, pueden identificarse o hacer causa común con otro compañero del camino.