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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Novelas

La complicidad con la luna

07 domingo Jul 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Novelas

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«Ranchos del barranco» del uruguayo José Cuneo.

Esa noche, como tantas otras, el sueño huía de su cuerpo. Saúl sentía que el calor se intensificaba en cada parte de su piel. Aún en calzoncillos, acostado en la cama, sin ninguna sábana cubriéndolo, le era imposible conciliar el sueño. Se incorporó y puso los pies desnudos en el cemento. Esa era una maña que tenía: confiaba en que el frío del piso le regulara el calor en su cuerpo; pero la estratagema no le sirvió de nada. Miró por la ventana del cuarto y alcanzó a divisar en medio de la noche una luna grande, completa, radiante. Se puso de pie, buscó la camisa, y abrió con discreción la puerta de la alcoba. Dio unos pasos hacia el oriente, siguiendo el reducido andén de la casa y fue a toparse con los perros que salieron a encontrarlo moviendo la cola. Saúl les acarició la cabeza. Contempló abajo el tejado de zinc de la casa del tío Antonio, donde seguramente estarían durmiendo Ulises y Beatriz, al igual que la tía Purificación, observó el techo de paja de la cocina y el palo de guanábano que servía de dormidero para las gallinas y los gallos. Todo estaba en silencio. Apenas se escuchaba el croar de las ranas hacia el lado del charco y los grillos con su canto incesante.

Saúl se sentó, poniendo la espalda en la pared de la casa. Inconscientemente usó uno de los costales de los perros como cojín para sus nalgas. Los animales, se acomodaron al lado de él, dispuestos a continuar su sueño. Saúl se concentró en la luna, que a esa hora estaba bien arriba de las montañas de Lomalarga y teñía de una luz plateada los cafetales, los árboles y las piedras de los caminos. Buscó en el bolsillo de la camisa una cajetilla de cigarrillos. Ahí, al lado, también estaban los fósforos. Prendió un cigarrillo y sintió que el humo o la brisa le aligeraban el bochorno o esa sensación de encierro que minutos antes lo tenía desesperado. Chupo fuerte el cigarrillo y exhaló poco a poco el humo. Miró la luna y se extasió con su luz y con su silenciosa manera de cubrirlo todo. Aunque no sabía por qué, la luna tenía la propiedad de tranquilizarlo o de ofrecerle una compañía que lo llevaba a hablar consigo mismo, a decirse cosas que pensaba o que le atenazaban el corazón.

Él no sabía bien desde cuándo empezó a tener esa complicidad con la luna. Lo cierto es que esa noche, como otras muchas de desvelos, al mirar ese astro su alma tuvo una especie de revelación. Porque la luna estaba sola, como él; porque la luna se ocultaba en el día, como él; porque la luna era muda en su tránsito, como él; porque la luna, su luz, era triste, como él… Eso meditaba Saúl, mientras volvía a chupar el “Pielroja” que, si bien era amargo como su destino, en esta ocasión le supo menos acre. “Desquite”, uno de los perros, levantó las orejas al escuchar el ulular de un currucú por el lado de la mata de guadua. La mirada de Saúl se detuvo en el gallinero. Ninguna gallina, ni los tres gallos, pronunciaban un sonido. Los palomos permanecían igual. Era la noche, la alta noche. Solamente la luna se mantenía despierta, irrigando de luz tenue el paisaje, tocando las puertas de las veredas con sus nudillos leves y amarillos. Saúl pensó que la luna era lúgubre, tal vez contagiado por el canto lastimero del currucú. Lúgubre era la luna, ella en su redondez de vigía, era como un centinela de la muerte, una invitación a encontrarse con esas zonas oscuras de uno mismo, con esos abismos del alma. Algo negativo debía tener la luna, porque desde niño había escuchado que no se podían capar a los marranos en cuarto creciente, o si no se les enconaba la herida, se les engusanaba; y algún poder debía tener ese astro silente porque cuando había luna nueva a Sagrario, la tía muda, se le multiplicaban las dolencias en su cabeza y empezaba a patalear y lanzar gritos que parecían romper todas las montañas de Capira; y por eso decían en la región que se tenía que cortar la madera en menguante y el cabello de las mujeres cuando hubiera luna llena… Todo eso pensaba Saúl, mirando a la luna. Y tal vez por esas cosas, o para saber sortear esos maleficios de la luna, Ulises no dejaba de consultar el almanaque Bristol.

El tiempo parecía ir muy lento.  Sául no sabía bien cuántos minutos llevaba allí sentado contemplando la redondez fascinante de la luna, a lo mejor ya había pasado un cuarto de hora, pero le era indiferente el transcurrir del tiempo. Su memoria le trajo algo de alegría al recordar cómo le gustaba caminar de noche cuando había luna llena, como la que en ese momento se alzaba imponente y lejana. Era como si una gran linterna le sirviera de guía, pero con una luz tenue, fría, una gran luz parecida a la que emitía la “Coleman” que usaban en la casa cuando había cogidas de café y tenían que seguir de largo descerezando esas pepas rojas, dándole vueltas a una rueda de color verde oscuro que las iba convirtiendo en babosos granos apergaminados. Vino a su mente las varias veces que cogió el camino real de noche para ir a verse con Carmen, abajo, en el cacao de monte, cuando ella y él andaban atorados por el deseo, cuando ella lo esperaba con un vestido de flores sin nada debajo, como si también anduviera presa de un calor imposible de aplacar. Y Carmen era como la luna, porque se dejaba amar sin decir nada, ni aun cuando alcanzaba su mayor goce; Carmen abría su cuerpo como si fuera un largo tallo de bore, esos rizomas que tanto gustan a los marranos y que, a pesar de todos los colmillos hambrientos, pueden mantenerse en pie, así tengan corroídas sus raíces. Todo eso recordaba Saúl a la par que le daba una última chupada al cigarrillo que, antes de ir hasta sus labios, acumulaba la ceniza en un equilibrio misterioso. Volteó el rostro y contempló un árbol de marañón: con tres cogollos en leche caliente, durante una semana, había logrado Beatriz quitarle una pechuguera que se obstinaba en apretarle el pecho. La luz de la luna destacaba apartes de la hojarasca del pequeño arbusto, resaltando los frutos rojizos en la parte más carnosa. Saúl recordó las semillas de ese árbol y las asoció con la postura de los fetos, contraídos sobre sí, volcados sobre su vientre, resguardando o doliéndose de un mal impronunciable. ¡Qué bueno sería que los tres cogollos de marañón sirvieran para eliminar su pesadumbre!, ¡que Beatriz tuviera el remedio para espantarle esa desazón en el corazón, y bastara con tomar unos sorbos antes de acostarse! “Tolismán”, el otro perro, se rascó con una pata las orejas. Saúl alzó la vista hasta un clavellino que estaba hacia arriba de la cocina y descubrió, después de buscarla unos segundos, a “Rebeca”, la lora con la que le gustaba platicar mientras desayunaba. Ella también dormía. “Patojito real, ¿quiere cacao?”. 

 

(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).

Ojos de venado, pionías y un encantamiento

26 domingo May 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Novelas

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Una de las aventuras que Saúl emprendía con su primo, el que venía de Bogotá para vacaciones de fin de año, consistía en buscar ojos de venado.

Salían de la casa del tío Israel, pasaban la enramada, zigzagueaban entre los cafetales, cruzaban agachándose por una cerca de alambre de púas, bajaban por un camino entre pastizales y, antes de llegar a un pequeño ojo de agua, veían un bejuco enredado entre un matarratón, que exhibía unas vainas de un color café oscuro con pelusas urticantes. Saúl, entonces, cortaba con la peinilla una rama de un arbusto cercano, le quitaba las hojas, y formaba una especie de gancho. Armado con esa herramienta atraía hacía sí el bejuco hasta hacer que los frutos más secos quedaran próximos para golpearlos con el plan del machete. Unas semillas negras, brillantes, salían para todos lados del pastizal. Ahí empezaba la labor del primo, quien mirando aquí y allá, iba recolectando esas semillas, echándolas en el hueco de su sombrero. Lo riesgoso de esta tarea consistía en recoger esas semillas sin picarse con las pelusas del bejuco; pero en la mayoría de los casos, cuando el primo se agachaba a recogerlas terminaba cayéndole en el cuello un “cisco” que irritaba la piel, al igual que se propagaba en los brazos desnudos o en la cara. Saúl se reía cuando veía la desesperación del primo, rascándose todo el cuerpo, acción que se acrecentaba por el caliente sol. Una vez llenado el hueco del sombrero volvían a tomar rumbo a la casa, hablando de las virtudes del ojo de venado.

—Beatriz dice, que si uno guarda un ojo de buey en el bolsillo no le entra ningún maleficio —explicaba Saúl—, aprovechándose de su experticia para mostrar que no se había contaminado con aquella pelusa. —Sobre todo sirve para el mal de envidia.

El primo iba detrás de Saúl, sosteniendo con una mano el sombrero que contenían las brillantes pepas y, con la otra, rascándose el cuello.

—Mi mamá dice que es santo remedio para los orzuelos…

Al entrar en la zona del cafetal, protegidos por guamos y guácimos enormes, los dos muchachos sintieron un clima refrescante. Saúl divisó unas naranjas maduras y se desvió un poco del camino para bajarlas. De un salto alcanzó las primeras ramas del tronco y de allí trepo rápido hasta el gajo donde estaba la pareja de frutas redondas. Estirándose con gran agilidad las alcanzó con una mano y, desde allí, las fue lanzando una a una al primo, quien desde cuando vio a Saúl subir al árbol, descargó el sombrero y estaba presuroso a recibirlas. A los pocos segundos el hombre mayor ya estaba con el más joven, pidiéndole una de las naranjas para empezar a pelarla. La molestia de la picazón fue desplazada por los jugosos y dulces cascos de la fruta.

—Este naranjo y aquel otro —señaló Saúl mirando hacia la izquierda— los sembró el abuelo Eliseo.

Concluido el banquete, los dos muchachos retomaron la marcha. Cuando ya estaban a pocos metros de la casa, Desquite y Mariposo salieron a recibirlos. Saúl les acarició las orejas, y les pasó la mano por el lomo. El primo puso el sombrero en una de las esquinas de la alberca y fue a bañarse las manos en un lavadero.

—No se moje las manos, caluroso —le gritó Beatriz— al verlo camino hacia el lugar donde estaba rebosante de agua la pileta de cemento.

El hijo de Marujita le hizo caso. Justo en ese momento ya Saúl estaba sentado en una de las esquinas del patio de cemento, invitándolo a terminar la aventura con las pepas de ojos de venado.

En juego consistía en raspar los ojos de buey o de venado contra el sardinel del patio, frotarlos rápido y con buena presión, hasta que se pusieran calientes y, luego, tratar de “quemar” al compañero de juego. Saúl siempre ganaba porque tenía los brazos más largos y contaba con más fuerza para apartar las manos del primo citadino. En esto duraban un buen tiempo hasta que Saúl proponía otra búsqueda: la de recoger pionías, esas pepitas rojas con una mancha negra en uno de sus lados, las mismas que en una manilla le pusieron al primo cuando estaba muy niño para que no lo fueran a ojear.

Para encontrar aquellas pepas rojas y negras la ruta era diferente: salían por el camino principal, pasaban por el charco viejo –siempre protegido por palmichas– y allí, de vez en cuando, se detenían porque a Saúl le gustaba buscar en el centro de aquella planta de enormes hojas en forma de abanico, el cogollo, la deliciosa nacuma, para ofrecérsela al compañero de odisea, como un manjar tierno y blanco. Enseguida coronaban una pequeña pendiente hasta un plan cubierto por un alto hobo y debajo de su fronda amarillenta observaban el horno de barro en el que abuela Hermelinda hacia las mantecadas más esponjosas de la región y en el que asaba, para las fiestas decembrinas, un pavo relleno.

Seguían de largo, mirando si había guamas o si las mandarinas de color naranja resplandecían entre el paisaje de verdes oscuros como el aguacate y de verdes claros como el limón. Descendían otra vez observando mirlas, cardenales y azulejos que compartían por turnos un racimo de plátanos maduros, entre cantos y saltos festivos. Y aunque los dos llevaban su cauchera, era otra su misión en ese día. Esquivaban una parte del camino que siempre estaba encharcada y de la que en otras ocasiones sacaban arcilla para hacer candelabros, y más adelante, de otro salto, llegaban a un cruce de caminos, de los muchos que había en Capira: una vía llevaba al camino real y la otra era el desvío hacia la casa de Diosita y Julio delgado.

Por este último camino, arisco, pendiente, cubierto en gran parte por capotes, hojianchos, sangregaos y guácimos engalanados con una lama que parecía ser su segunda piel, iban poco a poco, siguiendo la forma del meandro del camino hecho de tierra morada, piedras negruzcas, polvo amarillento y múltiples cascajos. Después de avanzar un buen trecho, cuando ya la loma se hacía más penosa, al término de ese trayecto, divisaban un cultivo de yuca. Era allí, sirviendo de cerca viva, donde se encontraba el árbol de chocho que producía aquellas pepas que el primo recolectaba para llevarlas como regalo a sus compañeros de colegio cuando volvía de las vacaciones a la capital.

Durante ese trayecto lo que primaba era la conversación, interrumpida por momentos de silencio. Saúl le recordaba al primo nombres e historias que el más joven conocía pero que la voz del mayor les daba nuevo brillo o era una manera de ponerlo al día, después de que la familia de Maruja y Custodio tuvieron que irse de un momento a otro por culpa de “Sangrenegra”. El primo, en cambio, le refería a Saúl cosas que aprendía en el colegio, que encontraba en los libros que leía o sucesos acaecidos en la fábrica de jabones López, en la que su padre era el celador y almacenista.

—Con “Ruso”, por la noche, yo agüeito los ratones…

“Ruso” era el perro compañero del primo, negro y con dos manchas café encima de los ojos.

—En la fábrica de jabón hay una escopeta de aire y con unos diábolos plateados… yo no fallo.

Saúl tomaba una hojita de un árbol cercano y se la metía en la boca. Esa era otra de sus mañas: rumiar hojas.

—¿Qué son los diábolos?

—Son como perdigones pequeñitos, parecen dardos con punta afilada.

Todo lo que fueran armas de fuego eran de gran interés para Saúl, a pesar de que su papá no lo dejara usar la capsulera tanto como quisiera. Y por ese motivo el que alcahueteaba su curiosidad era Misael “Guarinaque”. Pero el compañero de la abuela no tenía sino una escopeta de fisto, de esas que había que tacar con una varilla y ponerle fulminante.

El primo dejaba de compartir esa anécdota y cambiaba por otra, vivida en el Colegio San Gregorio Magno, donde venía adelantando sus estudios de primaria.

 —Este año me gané un concurso en la feria de ciencias en la Semana Cultural del colegio, porque adorné un salón con dibujos de volcanes de toda Colombia. Como el Azufral, el Puracé, el Galeras de Pasto o el nevado del Ruiz, que arrasó a Armero hace muchos siglos.

Saúl escuchaba al primo, de grandes ojos y cejas tupidas, contarle lo que vivía en esa ciudad lejana, pero no por ello dejaba de atender la búsqueda de gajos con vainas secas en las que se escondían las pionías. Y usaba siempre una muletilla para mantener la charla, un dicho que a la par que confirmaba lo que escuchaba, le agrega algo de asombro:

—Qué cosas, ¿verdad?

Y un poco para compensar su falta de libros o el no haber estudiado sino tres años de primaria, empezaba a relatarle al primo historias cortas de la región, de personas, de los caminos y montañas de Capira:

—Allí abajo, cerquita a esa bonga que usted ve, un espantajo asustó a Ulises, hace como dos meses.

El primo dejaba lo que estaba haciendo y con mucha atención seguía el hilo del relato, apoyándose en una contestación repleta de curiosidad:

—Y qué, ¿qué pasó…?

—Pues resulta que él venía de El Boquerón —prosiguió Saúl mirando hacia el lugar que le servía de escenario a su historia— de llevar una carga de piña para su hermano Israel, y se le hizo tarde, porque ya eran como las cinco y media o seis cuando pasó por donde Misia Josefina. Venía montando el macho rucio, despacio, tranquilo. Cuando ya pasó la Horqueta de los Caminos y justo después de dejar atrás la lomita de Los Zambranos, escuchó que se desprendía de un tachuelo gigante que había al lado izquierdo por donde venía, el ruido de un aleteo descomunal, como si una guala gigantesca hubiera pasado por encima de él y fuera a posarse en la bonga ubicada en la Zanja del Peñón. Y que el macho se espantó, lo botó al piso y salió a toda mecha para la casa…

La historia hablaba de la cotidianidad y de referentes conocidos por el primo. No era que le parecieran extrañas aquellas cosas, porque de niño había escuchado otras semejantes en La Laguna, como la del Pollo de Viento que le contó su madre. Pero al oírlas relatadas por Saúl recuperaban esa lozanía que tienen las leyendas cuando se narran vivas en el contexto que las nutre y le sirven de reafirmación. Eran otras historias, pero con la misma savia de estas tierras sin luz eléctrica, con largas noches estrelladas y repletas de zanjones y tupidas montañas.

—¿Y qué sucedió? —interpeló el primo, lubricando la lengua de Saúl.

—Pues, que él se levantó, y como no llevaba la linterna en esa ocasión, trató de recordar y seguir por el camino que se sabía de memoria; pero que el ruidajo del ave posada arriba de una bejuquera que no dejaba ver la copa de la bonga, lo hizo dudar y no sabía cómo encontrar la senda tantas veces transitada por sus pies. Unas veces andaba por entre los cafetales que quedaban en la parte derecha del camino, o tomaba hacia arriba, metiéndose entre las matas de un cultivo de piña del tío Antonio, o sin saber la razón desembocaba en una cachaquera que estaba en sentido contrario de su meta. Y que por más que lo intentaba no salía del mismo sitio, pero lo que sí escuchaba era el batir de esas alas enormes que retumbaban como un eco infinito en los socavones de las inmensas rocas que servían de canal a la quebrada.

El primo se quedaba embebido en el relato. Saúl hablaba y gesticulaba, apoyándose con los brazos para dar mayor énfasis a su historia. Y aunque los dos estaban retirados de la Zanja del Peñón, sí lograba apreciar desde esa altura la copa de la bonga, los cientos de bejucos adheridos a sus ramas, chamizos, hojas secas, que conformaban entre el ramaje una especie de nido descomunal. Siguiendo con la mirada hacia arriba se veían samanes, yarumos, guácimos, y uno que otro chicalá, con sus flores de amarillo encendido; y hacía abajo, se apreciaba una arboleda no tan tupida, ni tan alta, pero igualmente entretejida de troncos irregulares, ramas multiformes y hojas que se mecían según el capricho del viento. El cafetal se veía diáfano, con las flores blancas que anunciaban el inicio de una futura cosecha.

—¿Y al final qué pasó? —preguntó el primo—, espantando un abejón que pasó zumbando por su cara.

—Pues, que nada que salía de ese sitio, y en esa oscuridad, el pobre terminó con heridas en los brazos, en las piernas, y hasta botó el sombrero en un hoyo de la quebrada. Lo que lo salvó fue la llegada de Beatriz que, al ver llegar el macho sin Ulises, sospechó que algo le había sucedido y, cogiendo una linterna, se vino conmigo y los perros a ver por qué no llegaba, si eran casi las siete de la noche. Los perros empezaron a ladrar cuando llegamos a la Zanja del Peñón, entonces Beatriz alumbró para distintas direcciones, hasta que vio a su marido agarrado de las raíces externas de la bonga, luchando para salir de una cocha de barro.

—¡Ulises! —le gritó Biata—, alumbrándole la cara con la linterna.

Por un instante el primo vio la cara asombrada del tío, delineada por el círculo de luz de la linterna.

—La voz de Beatriz —prosiguió Saúl— devolvió a mi papá a la realidad. Parecía que estaba borracho, pero él nunca tomaba trago, a no ser que Jorge Ayala lo invitara a un “Caballo blanco”.

—Biata, me perdí del camino —dijo, entre apenado y sorprendido de vernos llegar.

Los perros se mantuvieron a distancia, ladrando de manera extraña, como dicen que laten los perros del cazador errante.  Beatriz lo ayudó a salir del lodazal y Ulises se puso a salvo, limpiándose con las manos las pelusas y los restos de chamizos que estaban adheridos a la ropa. Daba tristeza verlo repleto de cadillos, con las botas embarradas, el cabello desordenado y la peinilla a medio apretar.

—Alumbre arriba a ver qué joda es la que aletea —atinó a decir Ulises.

Pero la potencia de la linterna no daba para llegar a esa altura y las ramas y los bejucos no permitían pasar del primer tendido de hojarasca.

—Ni Beatriz ni yo oímos el aleteo que decía escuchar Ulises —aclaró Saúl—. Pero mi papá seguía mirando hacia arriba de la gruesa bonga a ver si encontraba la causa de su desconcierto.

—Eso debe ser un encantamiento —fue la conclusión de Beatriz.

Al escuchar esa palabra, el primo rememoró todas las historias de espantos que abundaban en Capira, y le pareció que el cuento del perro negro con ojos rojos que arrastró a Juan Cabuya por todo el plan de La Laguna hasta bien adentro del Desagüe, en una semana santa, era más que cierta.

—Los tres volvimos a la casa en silencio. Los perros nos seguían detrás, gañendo, como si la oscuridad les estuviera pegando una fuetera —terminó de relatar Saúl—, retomando la tarea de traer hacía sí los bejucos de los que pendían las cápsulas con pionías.

Las pepas más rojas que negras estaban metidas en una vaina como la de las alverjas. Así que tocaba extraerlas con cuidado, porque al igual que con los ojos de venado, su envoltura tenía pelusas picantes. Lo mejor era cortar el bejuco y destripar esa envoltura vinotinto con los pies, o buscar con cuidado las que una vez el cartucho había hecho explosión, estaban desperdigadas por el suelo. Cinco o seis pionías contenían cada cápsula y fueron infinidad las vainas que los dos muchachos rompieron hasta que llenaron la mitad de una bolsa de tela, de rayas verticales azules y blancas, la misma que usaba Ulises para ir a mercar al Piñal. Satisfechos de su labor, Saúl y el primo repetían el camino de vuelta o se internaban por la parte de arriba del cafetal, siguiendo la cerca de alambre que dividía las posesiones de Ulises de las de su media hermana Dioselina.

Saúl sabía y conocía que por esa ruta era fácil encontrar varios palos de guayabo y en ellos siempre había esas deliciosas frutas redondas u ovaladas de colores amarillos por fuera y rosas por dentro, que parecían estar esperándolos desde las pasadas vacaciones. Treparse a bajar guayabas era otra aventura, de entre las muchas que parecían ofrecer la vereda campesina. Y todavía les quedaba toda la tarde, a no ser que Ulises mandara a Saúl a hacer algún oficio o lo convidara de urgencia hasta Caracolí para traer al hombro un costalado de maíz.

—Ahorita vuelvo —le decía Saúl al primo— esgrimiendo una sonrisa que se parecía mucho al gesto secreto de la complicidad.

El muchacho se quedaba contando las pionías, acompañando a Beatriz, quien, desde las cuatro de la tarde, empezaba a hacer la comida. Pero si bien la tía le ampliaba los relatos escuchados en la mañana o le daba más información sobre el ojo de venado o las peonías, lo que deseaba el hijo de Marujita era que llegara pronto Saúl, para jugar tute o caída libre o quedarse bien tarde mirando los luceros, tendidos en un costal en el patio de la casa de Israel, o  conversar en la pequeña alcoba dormitorio, hasta que la luz de la esperma se extinguiera y no fuera posible jugar con las sombras extrañas que las piernas desnudas, de cada quien o en pareja, formaban en la pared.

(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).

Los desvelos de Saúl

24 domingo Mar 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Novelas

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Ilustración de Akira Kusaka.

En sus desvelos Saúl buscaba las confidentes formas de la luna. Esperaba que todos se acostaran, y fingía que también se iba a dormir, pero, después de calcular que la abuela Hermelinda, Sagrario, la tía Purificación, y Beatriz y Ulises ya estaban profundos en su sueño, el salía del cuarto y se sentaba en una banqueta que tenía en un rincón, destinada especialmente para este fin. Era satisfactorio mirar la luna, verla aparecer y desaparecer por algunos oscuros nubarrones, sentirla lejos, aunque, al menos para él, muy cercana. Saúl se abandonaba a sus pensamientos o le comunicaba a esa pálida criatura de la noche su pesadumbre. Porque él mismo, aunque quisiera otra cosa, no podía evitar una tristeza que lo acompañaba desde siempre; desde cuando era un niño de cuna y no paraba de llorar. Sólo la voz y las manos de Eufrosina, su madre, le calmaban un poco esa sensación de abandono, de saberse infinitamente desamparado.  Por eso, cuando ella huyó de Capira, y lo dejó a la intemperie de Ulises, cuando ya no tuvo la fortuna de sus manos protectoras, ese mal, ese dolor tan hondo como inexplicable, se le aposentó adentro del alma. Y tal vez por esa razón, la gente en la vereda decía que él tenía una mirada como triste. O quizá ese era el motivo por el cual se le dificultaba lanzar libremente carcajadas, distinto a su tía Helena, que reía a todo gusto cuando venía a visitarlos para las fiestas navideñas. Y cada vez que su padre lo molía a palos, cada vez que por cualquier travesura Ulises se ensañaba en su espalda o en sus nalgas o en sus piernas, si bien él deseaba gritar, lo cierto era que no le salían ni siquiera unos lamentos. Cuánto quiso Saúl tener el coraje o la desfachatez de los marranos cuando al sentir que les hundían el cuchillo en el corazón prorrumpían en chillidos a todo pulmón. Tal vez él era como los chivos, porque en una ocasión que Ismael Ayala, el de Lomalarga, vino a matar uno que habían comprado en Santa Rosa, pudo apreciar que el animal apuñalado no emitió ningún sonido; colgado de las patas se mantuvo en silencio, abriendo sus grandes ojos, con un asombro cercano a la desolación.

A veces encendía un cigarrillo y, en otras ocasiones, se tomaba uno que otro trago de chirrinche, el aguardiente rastrojero que vendía la señora Josefina, arriba, coronando una de las montañas de Capira. Saúl escondía esa botella de tapetusa en el zarzo del cuarto donde dormía, debajo de unas enjalmas viejas y unos costales pergamineros. La luna parecía escucharle sus dolores, o como decía su tía Maruja, sus “dolamas”; por ejemplo, su amargura por no haber recibido de su padre una muestra de cariño en tanto años al lado suyo; esa dureza de Ulises, esos silencios que cortaban como las peinillas “Corneta tres canales” que él afilaba todas las mañanas en una piedra ubicada al lado de la alberca; ese mostrarse siempre bravo y distante, le provocaba una mezcla entre rabia y amargura… ¿Qué culpa tenía él de que Eufrosina lo hubiera obligado a casarse en San Juan?, ¿qué culpa de que por más que ella trató de entenderlo cuando llegó a Capira, lo que recibió fue maltratos y unas golpizas por esa humillación de tener que juntarse a la fuerza? Esos recuerdos eran penas que se intensificaban con los tragos de aguardiente y lo hacían desvariar. Por momentos veía a la luna más grande de lo que en realidad era, y en otras ocasiones, se tiraba en el andén de la casa, al lado de los perros, a recibir la luz directamente, para ver si así, “alunado”, se le pasaban todos sus pesares. Una noche, cuando Ulises salió a orinar, lo descubrió tirado en esa posición.

—Vergajo, ¿qué está haciendo? —le gritó—, iluminándolo con la linterna.

—Nada, papá, —fue la respuesta de Saúl—, incorporándose con rapidez.

—Váyase a dormir —lo increpó de nuevo su padre.

—Ya voy —respondió Saúl—. cubriendo la botella de chirrinche con su cuerpo.

Al ver a su padre en calzoncillos y camisilla, le pareció menos corpulento o menos amenazante que las veces en que con ramas de totumo lo agarraba a golpes. Observó que Ulises volvía a entrar a la casa. Recogió la banqueta y entró a su alcoba. Prendió una pequeña esperma, la puso debajo de la cama para que el resplandor no fuera tan notorio y se echó en la cama a tomarse otro trago. Como ya no tenía la luna de compañía, su corazón empezó a envenenarse con preguntas e imaginaciones. ¿Por qué Ulises se desquitaba con los animales, con los machos, con los perros, con las gallinas, con los marranos?, ¿por qué, y de eso hacía como dos semanas, le había propinado patadas y palos a Mariposo cuando al darle un bocado, el perro lo había mordido levemente con sus dientes? ¿O por qué, la vez que el macho rucio le volteó un bulto de piña, cuando lo estaba cargando, lo agarró a fuete con el chirrión, hasta que las ancas del animalito echaban sangre? El cuarto le pareció muy pequeño para todos esos malos recuerdos. Y otra vez sintió el ahogo, las ganas de salir huyendo, la falta de aire y una desesperanza que le corría por todo el cuerpo. Se tomó otro trago y vio en la pared las sombras tenues e intermitentes de la luz de la esperma que empezaba a agotarse. Se concentró en aquel titilar incierto, divagante; esa luz luchaba por no dejarse acabar, a veces se alargaba y en otros segundos se achicaba hasta un mínimo destello. La luz de ese mecho estaba en agonía, una agonía similar a la que él sentía en su pecho. Miró hacia el cielo raso de la alcoba, vio entre brumas las vigas y adivinó que al oscurecerse entrarían revoloteando los chimbilás. La luz de la esperma dejó de titilar. Los ojos de Saúl permanecieron abiertos largo rato, tratando de adivinar el sitio en el cielo por donde estaría pasando la luna en ese momento. Imaginó que los beneficiados por su luz eran ahora los Guzmanes, los Ayala, los Romero, todos esos habitantes de La Laguna que, a diferencia de él, dormían plácidamente. ¿Por qué lo odiaba tanto su padre?, ¿por qué su madre lo había dejado tirado a esa suerte de ser un arrimado en su propia familia?

(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).

Aburrido me voy

27 sábado Ene 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Novelas

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«La tormenta» de Antonio Diogo da Silva Parreiras.

Saúl era un lipemaníaco. Le venía a veces una tristeza profunda al final de la tarde, a la hora del sol de los venados. Le empezaba con una desazón. Si estaba sentado en una banqueta acompañando a Beatriz a lavar la loza, sentía la necesidad de cambiar de sitio y buscar una banca que estaba recostada en una de las paredes de la cocina. Mientras trataba de seguir en aquella posición el diálogo con la mujer, al momento estaba de pie, mirándola por la otra puerta, la que daba al guanábano que servía de gallinero.

—Pero, mijo, a usted como que le pican las hormigas —le decía Beatriz, sin levantar la cara del platón en que lavaba los platos semiocultos por la espuma del jabón.

Saúl sonreía, tratando de quedarse en ese solo sitio, pero de un momento a otro le daba como un ahogo que lo llevaba a volver a la banqueta.

—Biata, me regala tantica agua —pedía como si hubiera llegado de muy lejos, igual a cuando había cogida de piña y tenía que hacer tres o cuatro viajes seguidos a la carretera.

Beatriz buscaba una totuma y le acercaba a Saúl el líquido, con unas pepas de limón sobrenadando en la superficie. Esa agua algo le ayudaba a bajar aquella desazón por todo el cuerpo. A veces la lipemanía se le subía al corazón en forma de taquicardia. Saúl sentía que el corazón iba como más rápido y parecía salírsele del pecho. Entonces, lo mejor era poner un costal en el andén de cemento, al lado del patio, dejando que los golpes de brisa aliviaran ese malestar. Y cuando ninguno de esos remedios le ayudaba a mitigar ese estado de alteración interna, tomaba cualquiera de los caminos que salían o llegaban a la casa de los Rodríguez. A veces se dirigía hacia el norte, por el camino que llevaba a La Palma, desde donde contemplaba por unos minutos el sinuoso Magdalena; en otras ocasiones, buscaba una senda que conducía a uno de los potreros aledaños del lado oriental de la casa, para ver y escuchar los ruidosos jirigüelos sobre las cercas de alambre de púas. O echaba hacia arriba, como si fuera a hacer una de sus necesidades, pero en realidad tomaba el rumbo del charco, el nacimiento del cual se sacaba el agua para la alberca, para tomarse unos sorbos del cristalino líquido. En todo caso, tomara el camino que fuera, lo que lo tranquilizaba era caminar. Al andar sin un fin determinado, dejando que los pies eligieran su norte, el corazón se le iba calmando y ya no sentía tanta opresión como cuando estaba en la casa. Caminar y silbar, porque esa era otra medicina extraordinaria para apaciguar esa tristeza que asediaba en emboscada su tranquilidad. Le gustaba imitar el sonido de los pájaros, especialmente del toche, esa ave amarilla con alas y cola negras, que produce un canto festivo y como de música celestial. Tal vez Saúl silbando como los pájaros se sentía como ellos, libre, o lograba que la tristeza de su alma fuera escuchada por los árboles, por las piedras, por los aguacatales, los yucales o los pastizales… Quizá la naturaleza, en ese lenguaje de gorjeos y trinos, de silbidos con variedad de tonos, supiera, ella sí, darle cuenta del motivo o la causa de su penar, de su hondo abatimiento. “El que silba y canta sus penas espanta”, solía decirle Misael, cuando iban de cacería. A veces, Saúl empezaba silbando y terminaba tarareando o cantando una canción, como las interpretadas en aquellos años por Lucho Vásquez, y que se escuchaban en todos los transistores que los campesinos ponían amarrados de los guamos cuando había cosecha de café…

Aburrido me voy

me voy lejos de aquí

donde nadie pregunte

de lo que perdí…

No era que estuviera decepcionado por un amor, aún no, pero esa canción calaba hondo en su ser. Expresaba bien lo que sentía. Porque su lipemanía estribaba especialmente en eso, en querer irse de donde estuviera, en un afán por huir, por no lograr sentirse bien del todo en algún lugar, por una necesidad de estarse fugando. Tal vez fue esa tristeza la que lo llevó a pensar en volarse de la casa paterna, en buscar otras tierras, creyendo que lejos de las montañas de Capira encontraría la justa medicina para sus dolencias.

—Saúl tenía muy buena voz —recordaba Héctor—, cuando supo de la muerte del amigo de infancia.

Me voy lejos no más

aburrido me voy

no más quiero que digan

que no fue por temor…

Cantando esas canciones, silbándolas por pedazos, sin darse cuenta se iba alejando de la casa paterna y lo sabía, porque al darse vuelta para contemplar las montañas de El Cerro o de Lomalarga, veía abajo el humo y las tejas de zinc. Entonces, se acurrucaba o buscaba una piedra para sentarse y prendía un cigarrillo. La mirada de Saúl se detenía especialmente en las golondrinas que al cerrar del día empezaban a revolotear como desesperadas en el cielo. Murciélagos y golondrinas salían al tiempo, haciendo cabriolas en el aire, corriendo en direcciones zigzagueantes, abriendo con sus alas el inicio de la noche. Después de terminar el cigarrillo, a sabiendas de que su padre lo iba a regañar por estar perdiendo el tiempo, empezaba su retorno, pero con los ojos puestos en algún palo de leña seco que le sirviera de disculpa a su inexplicable salida. No era que ya no tuviera esa tristeza esparcida en el cuerpo, sino que al menos no lo atacaba con tanta violencia.

Con el palo seco al hombro, pasaba de largo por el lado izquierdo de la cocina nueva, e iba directo hasta el sitio donde se apilaba la leña para cocinar.

—¿Dónde andaba? —lo interpelaba Ulises—, que a esa hora estaba sentado en la mecedora, esperando la comida.

—Buscando leña —respondía Saúl, sin mirar hacia arriba.

—Leña es lo que hay —replicaba su padre—. Y luego, con voz autoritaria le decía: —Más bien póngase a hacer algo útil y pile maíz.

Saúl no respondía nada. Obediente iba hasta la habitación más al oriente de la cocina vieja y de allí sacaba la manija. Enseguida salía por atrás del pequeño cuarto e iba a buscar el pilón que estaba en el andén norte de aquella casa de bahareque. Dejaba metida en el pilón la manija y seguía de largo en busca de la otra cocina. La idea era no tener que pasar por delante de su padre.

—¿Hay maíz para pilar? —Le preguntaba a Beatriz.

—Sí, hay un poco, ahí adentro, está en un platón. 

Saúl entraba a la cocina, pasaba al otro cuarto que servía de pequeña despensa de yucas, plátanos, verduras, granos y panela, y sacaba el platón de aluminio con el maíz amarillento brillante.

—¿Y para qué va a pilar maíz a estas horas? —preguntaba Beatriz.

—Toca —respondía Saúl—, mirando a Beatriz con ojos resignados.

—Ya voy a servir —le respondía Beatriz—, moviendo con un gancho de hierro uno de los aros de la cocina de leña.

Saúl salía del cuarto con el platón de maíz y empezaba su tarea. Cada vez que levantaba la manija, brillante ya por el uso, y veía cómo una de las puntas del utensilio, la más aguda, se metía entre los granos, haciendo que varios de ellos salieran disparados del pilón, pensaba en que todos los oficios que Ulises lo ponía a hacer eran otra forma de castigarlo. Castigos sin rejo ni ramas de juanajuana, castigos sin lágrimas, pero con el mismo efecto sobre su corazón. Mentalmente, en silencio, a la par que alzaba y descargaba con sus brazos la manija, empezaba a tararear la canción que lo había acompañado durante un buen trecho de esa tarde…

Aburrido me voy…

pues mi amor no duró

no duró tan siquiera

lo que dura una flor…

También los accesos de lipomanía lo impulsaban a buscar los más altos miradores. Cuando esto sucedía, tomaba el camino de la tía Dioselina, haciendo un desvío antes de llegar a la casa de ella, y subía hasta la cima del Cerro Colorado. Allá arriba, se acercaba a un despeñadero que daba hacia La Laguna y allí, de pie, se extasiaba mirando la hilera de montañas y las copas de los árboles. El viento, con sus ráfagas, le mitigaba un tanto esa “moridera”. O cuando la angustia se le engarzaba en el corazón como si fueran las garras de un gavilán, buscaba un barretón y tomaba la salida hacia la mata de guadua, la que llevaba a La Peña, en el pie de las montañas de Capira, al lado de la quebrada de Aguas Claras. Pasaba raudo entre cafetales, quitaba broches de cercas, atravesaba potreros y bien abajo divisaba una enorme roca que era como la entrada a esa platanera y esos yucales que su padre tenía en los límites orientales de la finca, y en los que a veces se sembraba maíz y, en otras ocasiones, piña. Saúl no entraba de una vez en esa parcela, sino que, bordeando la gigantesca roca, apoyándose en bejucos y ramas, trepaba hasta ella y, arriba, se quedaba de pie observando el blanquear de los yarumos y el sonido lejano de las cascadas en la quebrada. Miraba hacia abajo y la atracción del vacío lo llevaba a poner sus pies justo al borde, creando la sensación de que volaba, más cuando el viento que soplaba fuerte en aquella cañada, venía desde las planicies del Tolima, con el calor de Cambao y el olor a frutas de Armero. En esa posición se quedaba un buen tiempo, oyendo el sonido de las guacharacas, el ulular de las hojas de plátano y el canto siempre vivaz de los azulejos en los iguás y gualandayes que se alzaban como murallas protectoras de esa pequeña sementera. Esos miradores le ayudaban a mermar la intensidad de su tristeza. Los riscos de La Peña hacían las veces de los abrazos de su madre Eufrosina, y el aire le soliviaba la pesadez de su existencia.

Al rato bajaba de la gran piedra y sin mucho entusiasmo, con el barretón, sacaba algunas yucas, escudriñaba las papayas maduras y entre la hojarasca se fijaba si había algún racimo de plátanos ya jecho. Metía eso en un costal y empezaba su retorno a casa. Cuando ya estaba cerca, en el centro de la mata de guadua, descargaba el recado, ponía al lado el barretón, y se quedaba otro tiempo escuchando el crujir de aquellas cañas que entonaban un canto triste. Esos chirridos de las guaduas al ser abanicadas por el viento eran un símbolo de su propio dolor, un paisaje amplificado de su infinito sufrimiento. Saúl sabía desde siempre que ese lugar era el escenario perfecto para dar fin al destino de su existencia.

(Capítulo de mi novela inédita Saul Cadena).

La pura murria

28 lunes Mar 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Novelas

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Ilustración de Alice Yu Deng.

Una tarde que Misael vio a Saúl como acongojado, más que de costumbre, lo invitó a ir de cacería.

—Camine, Saulito, a ver si los zancudos le quitan esa murria.

Saúl no estaba de ánimo, pero el hecho de salir de la casa, lo entusiasmó un poco. Subió a la habitación donde dormía y sacó una linterna. Se colgó al cinto una peinilla y se puso un sombrero negro, heredado del tío Matías, una vez que vino a pasar vacaciones con sus hijas a Capira.

Pasadas las cinco de la tarde los dos hombres tomaron el camino real, rumbo a Caracolí, donde había un sembrado de yuca en el que, según Misael, el ñeque estaba cebado. Mientras avanzaban en su travesía, el hombre más viejo trataba de sacar información del más joven.

—¿Y qué lo tiene así, como aporriado?

Saúl puso una sonrisa que le salió más como una mueca. A él no le gustaba hablar de sus cosas, pero a sabiendas de que la meta estaba lejos, y que ni aún llegaban a la Zanja del Peñón, prefirió dejar escurrir algunas palabras.

—Cosas de la vida, Misael, cosas de la vida…

El hombre viejo que hablaba siempre en voz baja, como si contara un secreto, iba detrás de Saúl, siguiendo el ritmo de la marcha.

—Uno de pobre no tiene más que aguantar el sufrimiento.

—Así es —respondió Saúl—, dando un salto para esquivar un barrial.

—Pero uno no debe dejarse amargar por eso —siguió diciendo Misael.

Al pasar por el lado de un naranjo, Saúl saltó para agarrar dos frutas que estaban colgando de un gajo a la vera del camino. Misael esperó un momento, hasta que recibió una de las naranjas.

—La guardo para más tardecito —le dijo a Saúl, en señal de agradecimiento.

Continuaron la marcha, empezando a divisar los recientes cultivos de piña sembrados por los jornaleros contratados por el tío Antonio.

—¿Y qué es lo que siente?, si se puede saber…

Misael hizo la pregunta como si estuviera cargando con cuidado su escopeta de fisto. Saúl dejó pasar unos segundos mientras acababa de comer el último bocado de naranja.

—Ni yo sé lo que me pasa… me agarra una sensación de congoja —musitó Saúl—, echándose a la boca otro copo de fruta.

Misael se secó con una pequeña toalla de arriero el sudor. La horqueta de los dos caminos iba quedando atrás. Ahora comenzaron a bajar. Se notaba que el día anterior había llovido por los pequeños charcos que se formaban en las diferentes huellas de mulas y caballos.

—¿Y esa amargura viene por qué?

Saúl se detuvo otra vez. Ya iban llegando al Cacao de monte. Desde ese lugar divisó hacia arriba, entre guácimos, la casa paterna y más arriba las palmas que servían de antesala al majestuoso Cerro Colorado. La penumbra empezaba a tocar todo el ambiente. A pesar de la noche incipiente no sacó la linterna.

—No sé. No sé. Pero es una especie de tristeza, como si tuviera en un perpetuo entierro.

—Esa es la pura murria —respondió de manera inmediata Misael—, con la certeza de quien dictamina una enfermedad padecida en cuerpo propio.

—La murria la ocasionan especialmente las mujeres…

—Pero no es por eso, Misael, —respondió Saúl.

—O es por un duelo que uno no ha hecho como debe ser —replicó Misael—, atento a una filosa piedra del camino.

A Saúl le pareció interesante la explicación del hombre de voz ronca.

—¿Cómo así? —lo interpeló.

—Mire, Saulito, yo soy sabido de que cuando muere un ser querido, y uno no lo llora como toca, ese dolor se le cuela a uno en el cuerpo, y le enfría el corazón. Y por eso le da ese desconsuelo, esa “moridera”.

Por un momento Saúl pensó que esa podía ser una buena explicación para sus continuas tristezas. Recordó a su madre Eufrosina y al perder noticias de ella, al no saber si seguía viva o estaba muerta, no sabía cómo entender lo que Misael le relataba.

—A lo mejor es por eso, Misaelito, a lo mejor…

Los dos hombres bajaron en silencio por la casa de Don Leoncio, entrando de lleno en las posesiones de don Manuelito Cáceres. Saúl prendió la linterna y, como si fuera un péndulo, empezó a alumbrar adelante y atrás. Los grillos y los sapos empezaron su día.

—A la murria se la mata con aguardiente o con oraciones —dijo Misael—, poniendo un poco de picardía en su comentario. Después agregó:

—Y para que vea que yo vengo prevenido, aquí le traje el remedio.

Ante el comentario de Misael, Saúl se detuvo. Volteó la cabeza y vio que el viejo sacaba de una bolsa de tela una botella de chirrinche. Quitó la tusa y le ofreció la botella al joven compañero de aventura.

—Échese uno con una mano y con la otra échese la bendición, a ver si espantamos esa amargura.

Saúl aceptó la invitación. El trago lo sintió hervir en su garganta. Enseguida le pasó la botella al viejo cazador. Misael tomó el frasco e ingirió un buen trago de la bebida.

—A su salud, Saulito, y para que tengamos suerte esta noche…

—Suerte es lo que no he tenido —respondió espontáneamente Saúl.

Misael guardó la botella y con gesto de quien ya ha llevado muchos dolores a cuestas, le respondió a Saúl, con una carcajada.

—Ese trago como que me salió chiveado, porque a usted no le sirvió para nada…

Saúl quiso reír, pero lo que escapó de su boca fue un suspiro. Un suspiro que parecía un lamento.

Siguieron caminando hasta encontrar el desvió hacia El Alto y por esa senda atravesaron la quebrada de Aguas Claras hasta llegar al yucal que era el sitio indicado por Misael. Ya casi no hablaban porque estaban en la zona de cacería. El hombre viejo invitó a Saúl a subir a un frondoso mango que era el lugar estratégico para agüeitar el ñeque. Trepado en el árbol y en silencio Saúl afinó el oído, pero solo escuchaba el sonido agitado de su corazón. ¿Y si su madre ya hubiera muerto y él no le había hecho el duelo como debiera? Se espantó unos moscos con la mano derecha y miró a Misael con la escopeta puesta sobre una rama, absolutamente atento a los ruidos de las sombras montaraces que salían ocultándose en la noche.

(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).

 

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