Una de las aventuras que Saúl emprendía con su primo, el que venía de Bogotá para vacaciones de fin de año, consistía en buscar ojos de venado.
Salían de la casa del tío Israel, pasaban la enramada, zigzagueaban entre los cafetales, cruzaban agachándose por una cerca de alambre de púas, bajaban por un camino entre pastizales y, antes de llegar a un pequeño ojo de agua, veían un bejuco enredado entre un matarratón, que exhibía unas vainas de un color café oscuro con pelusas urticantes. Saúl, entonces, cortaba con la peinilla una rama de un arbusto cercano, le quitaba las hojas, y formaba una especie de gancho. Armado con esa herramienta atraía hacía sí el bejuco hasta hacer que los frutos más secos quedaran próximos para golpearlos con el plan del machete. Unas semillas negras, brillantes, salían para todos lados del pastizal. Ahí empezaba la labor del primo, quien mirando aquí y allá, iba recolectando esas semillas, echándolas en el hueco de su sombrero. Lo riesgoso de esta tarea consistía en recoger esas semillas sin picarse con las pelusas del bejuco; pero en la mayoría de los casos, cuando el primo se agachaba a recogerlas terminaba cayéndole en el cuello un “cisco” que irritaba la piel, al igual que se propagaba en los brazos desnudos o en la cara. Saúl se reía cuando veía la desesperación del primo, rascándose todo el cuerpo, acción que se acrecentaba por el caliente sol. Una vez llenado el hueco del sombrero volvían a tomar rumbo a la casa, hablando de las virtudes del ojo de venado.
—Beatriz dice, que si uno guarda un ojo de buey en el bolsillo no le entra ningún maleficio —explicaba Saúl—, aprovechándose de su experticia para mostrar que no se había contaminado con aquella pelusa. —Sobre todo sirve para el mal de envidia.
El primo iba detrás de Saúl, sosteniendo con una mano el sombrero que contenían las brillantes pepas y, con la otra, rascándose el cuello.
—Mi mamá dice que es santo remedio para los orzuelos…
Al entrar en la zona del cafetal, protegidos por guamos y guácimos enormes, los dos muchachos sintieron un clima refrescante. Saúl divisó unas naranjas maduras y se desvió un poco del camino para bajarlas. De un salto alcanzó las primeras ramas del tronco y de allí trepo rápido hasta el gajo donde estaba la pareja de frutas redondas. Estirándose con gran agilidad las alcanzó con una mano y, desde allí, las fue lanzando una a una al primo, quien desde cuando vio a Saúl subir al árbol, descargó el sombrero y estaba presuroso a recibirlas. A los pocos segundos el hombre mayor ya estaba con el más joven, pidiéndole una de las naranjas para empezar a pelarla. La molestia de la picazón fue desplazada por los jugosos y dulces cascos de la fruta.
—Este naranjo y aquel otro —señaló Saúl mirando hacia la izquierda— los sembró el abuelo Eliseo.
Concluido el banquete, los dos muchachos retomaron la marcha. Cuando ya estaban a pocos metros de la casa, Desquite y Mariposo salieron a recibirlos. Saúl les acarició las orejas, y les pasó la mano por el lomo. El primo puso el sombrero en una de las esquinas de la alberca y fue a bañarse las manos en un lavadero.
—No se moje las manos, caluroso —le gritó Beatriz— al verlo camino hacia el lugar donde estaba rebosante de agua la pileta de cemento.
El hijo de Marujita le hizo caso. Justo en ese momento ya Saúl estaba sentado en una de las esquinas del patio de cemento, invitándolo a terminar la aventura con las pepas de ojos de venado.
En juego consistía en raspar los ojos de buey o de venado contra el sardinel del patio, frotarlos rápido y con buena presión, hasta que se pusieran calientes y, luego, tratar de “quemar” al compañero de juego. Saúl siempre ganaba porque tenía los brazos más largos y contaba con más fuerza para apartar las manos del primo citadino. En esto duraban un buen tiempo hasta que Saúl proponía otra búsqueda: la de recoger pionías, esas pepitas rojas con una mancha negra en uno de sus lados, las mismas que en una manilla le pusieron al primo cuando estaba muy niño para que no lo fueran a ojear.
Para encontrar aquellas pepas rojas y negras la ruta era diferente: salían por el camino principal, pasaban por el charco viejo –siempre protegido por palmichas– y allí, de vez en cuando, se detenían porque a Saúl le gustaba buscar en el centro de aquella planta de enormes hojas en forma de abanico, el cogollo, la deliciosa nacuma, para ofrecérsela al compañero de odisea, como un manjar tierno y blanco. Enseguida coronaban una pequeña pendiente hasta un plan cubierto por un alto hobo y debajo de su fronda amarillenta observaban el horno de barro en el que abuela Hermelinda hacia las mantecadas más esponjosas de la región y en el que asaba, para las fiestas decembrinas, un pavo relleno.
Seguían de largo, mirando si había guamas o si las mandarinas de color naranja resplandecían entre el paisaje de verdes oscuros como el aguacate y de verdes claros como el limón. Descendían otra vez observando mirlas, cardenales y azulejos que compartían por turnos un racimo de plátanos maduros, entre cantos y saltos festivos. Y aunque los dos llevaban su cauchera, era otra su misión en ese día. Esquivaban una parte del camino que siempre estaba encharcada y de la que en otras ocasiones sacaban arcilla para hacer candelabros, y más adelante, de otro salto, llegaban a un cruce de caminos, de los muchos que había en Capira: una vía llevaba al camino real y la otra era el desvío hacia la casa de Diosita y Julio delgado.
Por este último camino, arisco, pendiente, cubierto en gran parte por capotes, hojianchos, sangregaos y guácimos engalanados con una lama que parecía ser su segunda piel, iban poco a poco, siguiendo la forma del meandro del camino hecho de tierra morada, piedras negruzcas, polvo amarillento y múltiples cascajos. Después de avanzar un buen trecho, cuando ya la loma se hacía más penosa, al término de ese trayecto, divisaban un cultivo de yuca. Era allí, sirviendo de cerca viva, donde se encontraba el árbol de chocho que producía aquellas pepas que el primo recolectaba para llevarlas como regalo a sus compañeros de colegio cuando volvía de las vacaciones a la capital.
Durante ese trayecto lo que primaba era la conversación, interrumpida por momentos de silencio. Saúl le recordaba al primo nombres e historias que el más joven conocía pero que la voz del mayor les daba nuevo brillo o era una manera de ponerlo al día, después de que la familia de Maruja y Custodio tuvieron que irse de un momento a otro por culpa de “Sangrenegra”. El primo, en cambio, le refería a Saúl cosas que aprendía en el colegio, que encontraba en los libros que leía o sucesos acaecidos en la fábrica de jabones López, en la que su padre era el celador y almacenista.
—Con “Ruso”, por la noche, yo agüeito los ratones…
“Ruso” era el perro compañero del primo, negro y con dos manchas café encima de los ojos.
—En la fábrica de jabón hay una escopeta de aire y con unos diábolos plateados… yo no fallo.
Saúl tomaba una hojita de un árbol cercano y se la metía en la boca. Esa era otra de sus mañas: rumiar hojas.
—¿Qué son los diábolos?
—Son como perdigones pequeñitos, parecen dardos con punta afilada.
Todo lo que fueran armas de fuego eran de gran interés para Saúl, a pesar de que su papá no lo dejara usar la capsulera tanto como quisiera. Y por ese motivo el que alcahueteaba su curiosidad era Misael “Guarinaque”. Pero el compañero de la abuela no tenía sino una escopeta de fisto, de esas que había que tacar con una varilla y ponerle fulminante.
El primo dejaba de compartir esa anécdota y cambiaba por otra, vivida en el Colegio San Gregorio Magno, donde venía adelantando sus estudios de primaria.
—Este año me gané un concurso en la feria de ciencias en la Semana Cultural del colegio, porque adorné un salón con dibujos de volcanes de toda Colombia. Como el Azufral, el Puracé, el Galeras de Pasto o el nevado del Ruiz, que arrasó a Armero hace muchos siglos.
Saúl escuchaba al primo, de grandes ojos y cejas tupidas, contarle lo que vivía en esa ciudad lejana, pero no por ello dejaba de atender la búsqueda de gajos con vainas secas en las que se escondían las pionías. Y usaba siempre una muletilla para mantener la charla, un dicho que a la par que confirmaba lo que escuchaba, le agrega algo de asombro:
—Qué cosas, ¿verdad?
Y un poco para compensar su falta de libros o el no haber estudiado sino tres años de primaria, empezaba a relatarle al primo historias cortas de la región, de personas, de los caminos y montañas de Capira:
—Allí abajo, cerquita a esa bonga que usted ve, un espantajo asustó a Ulises, hace como dos meses.
El primo dejaba lo que estaba haciendo y con mucha atención seguía el hilo del relato, apoyándose en una contestación repleta de curiosidad:
—Y qué, ¿qué pasó…?
—Pues resulta que él venía de El Boquerón —prosiguió Saúl mirando hacia el lugar que le servía de escenario a su historia— de llevar una carga de piña para su hermano Israel, y se le hizo tarde, porque ya eran como las cinco y media o seis cuando pasó por donde Misia Josefina. Venía montando el macho rucio, despacio, tranquilo. Cuando ya pasó la Horqueta de los Caminos y justo después de dejar atrás la lomita de Los Zambranos, escuchó que se desprendía de un tachuelo gigante que había al lado izquierdo por donde venía, el ruido de un aleteo descomunal, como si una guala gigantesca hubiera pasado por encima de él y fuera a posarse en la bonga ubicada en la Zanja del Peñón. Y que el macho se espantó, lo botó al piso y salió a toda mecha para la casa…
La historia hablaba de la cotidianidad y de referentes conocidos por el primo. No era que le parecieran extrañas aquellas cosas, porque de niño había escuchado otras semejantes en La Laguna, como la del Pollo de Viento que le contó su madre. Pero al oírlas relatadas por Saúl recuperaban esa lozanía que tienen las leyendas cuando se narran vivas en el contexto que las nutre y le sirven de reafirmación. Eran otras historias, pero con la misma savia de estas tierras sin luz eléctrica, con largas noches estrelladas y repletas de zanjones y tupidas montañas.
—¿Y qué sucedió? —interpeló el primo, lubricando la lengua de Saúl.
—Pues, que él se levantó, y como no llevaba la linterna en esa ocasión, trató de recordar y seguir por el camino que se sabía de memoria; pero que el ruidajo del ave posada arriba de una bejuquera que no dejaba ver la copa de la bonga, lo hizo dudar y no sabía cómo encontrar la senda tantas veces transitada por sus pies. Unas veces andaba por entre los cafetales que quedaban en la parte derecha del camino, o tomaba hacia arriba, metiéndose entre las matas de un cultivo de piña del tío Antonio, o sin saber la razón desembocaba en una cachaquera que estaba en sentido contrario de su meta. Y que por más que lo intentaba no salía del mismo sitio, pero lo que sí escuchaba era el batir de esas alas enormes que retumbaban como un eco infinito en los socavones de las inmensas rocas que servían de canal a la quebrada.
El primo se quedaba embebido en el relato. Saúl hablaba y gesticulaba, apoyándose con los brazos para dar mayor énfasis a su historia. Y aunque los dos estaban retirados de la Zanja del Peñón, sí lograba apreciar desde esa altura la copa de la bonga, los cientos de bejucos adheridos a sus ramas, chamizos, hojas secas, que conformaban entre el ramaje una especie de nido descomunal. Siguiendo con la mirada hacia arriba se veían samanes, yarumos, guácimos, y uno que otro chicalá, con sus flores de amarillo encendido; y hacía abajo, se apreciaba una arboleda no tan tupida, ni tan alta, pero igualmente entretejida de troncos irregulares, ramas multiformes y hojas que se mecían según el capricho del viento. El cafetal se veía diáfano, con las flores blancas que anunciaban el inicio de una futura cosecha.
—¿Y al final qué pasó? —preguntó el primo—, espantando un abejón que pasó zumbando por su cara.
—Pues, que nada que salía de ese sitio, y en esa oscuridad, el pobre terminó con heridas en los brazos, en las piernas, y hasta botó el sombrero en un hoyo de la quebrada. Lo que lo salvó fue la llegada de Beatriz que, al ver llegar el macho sin Ulises, sospechó que algo le había sucedido y, cogiendo una linterna, se vino conmigo y los perros a ver por qué no llegaba, si eran casi las siete de la noche. Los perros empezaron a ladrar cuando llegamos a la Zanja del Peñón, entonces Beatriz alumbró para distintas direcciones, hasta que vio a su marido agarrado de las raíces externas de la bonga, luchando para salir de una cocha de barro.
—¡Ulises! —le gritó Biata—, alumbrándole la cara con la linterna.
Por un instante el primo vio la cara asombrada del tío, delineada por el círculo de luz de la linterna.
—La voz de Beatriz —prosiguió Saúl— devolvió a mi papá a la realidad. Parecía que estaba borracho, pero él nunca tomaba trago, a no ser que Jorge Ayala lo invitara a un “Caballo blanco”.
—Biata, me perdí del camino —dijo, entre apenado y sorprendido de vernos llegar.
Los perros se mantuvieron a distancia, ladrando de manera extraña, como dicen que laten los perros del cazador errante. Beatriz lo ayudó a salir del lodazal y Ulises se puso a salvo, limpiándose con las manos las pelusas y los restos de chamizos que estaban adheridos a la ropa. Daba tristeza verlo repleto de cadillos, con las botas embarradas, el cabello desordenado y la peinilla a medio apretar.
—Alumbre arriba a ver qué joda es la que aletea —atinó a decir Ulises.
Pero la potencia de la linterna no daba para llegar a esa altura y las ramas y los bejucos no permitían pasar del primer tendido de hojarasca.
—Ni Beatriz ni yo oímos el aleteo que decía escuchar Ulises —aclaró Saúl—. Pero mi papá seguía mirando hacia arriba de la gruesa bonga a ver si encontraba la causa de su desconcierto.
—Eso debe ser un encantamiento —fue la conclusión de Beatriz.
Al escuchar esa palabra, el primo rememoró todas las historias de espantos que abundaban en Capira, y le pareció que el cuento del perro negro con ojos rojos que arrastró a Juan Cabuya por todo el plan de La Laguna hasta bien adentro del Desagüe, en una semana santa, era más que cierta.
—Los tres volvimos a la casa en silencio. Los perros nos seguían detrás, gañendo, como si la oscuridad les estuviera pegando una fuetera —terminó de relatar Saúl—, retomando la tarea de traer hacía sí los bejucos de los que pendían las cápsulas con pionías.
Las pepas más rojas que negras estaban metidas en una vaina como la de las alverjas. Así que tocaba extraerlas con cuidado, porque al igual que con los ojos de venado, su envoltura tenía pelusas picantes. Lo mejor era cortar el bejuco y destripar esa envoltura vinotinto con los pies, o buscar con cuidado las que una vez el cartucho había hecho explosión, estaban desperdigadas por el suelo. Cinco o seis pionías contenían cada cápsula y fueron infinidad las vainas que los dos muchachos rompieron hasta que llenaron la mitad de una bolsa de tela, de rayas verticales azules y blancas, la misma que usaba Ulises para ir a mercar al Piñal. Satisfechos de su labor, Saúl y el primo repetían el camino de vuelta o se internaban por la parte de arriba del cafetal, siguiendo la cerca de alambre que dividía las posesiones de Ulises de las de su media hermana Dioselina.
Saúl sabía y conocía que por esa ruta era fácil encontrar varios palos de guayabo y en ellos siempre había esas deliciosas frutas redondas u ovaladas de colores amarillos por fuera y rosas por dentro, que parecían estar esperándolos desde las pasadas vacaciones. Treparse a bajar guayabas era otra aventura, de entre las muchas que parecían ofrecer la vereda campesina. Y todavía les quedaba toda la tarde, a no ser que Ulises mandara a Saúl a hacer algún oficio o lo convidara de urgencia hasta Caracolí para traer al hombro un costalado de maíz.
—Ahorita vuelvo —le decía Saúl al primo— esgrimiendo una sonrisa que se parecía mucho al gesto secreto de la complicidad.
El muchacho se quedaba contando las pionías, acompañando a Beatriz, quien, desde las cuatro de la tarde, empezaba a hacer la comida. Pero si bien la tía le ampliaba los relatos escuchados en la mañana o le daba más información sobre el ojo de venado o las peonías, lo que deseaba el hijo de Marujita era que llegara pronto Saúl, para jugar tute o caída libre o quedarse bien tarde mirando los luceros, tendidos en un costal en el patio de la casa de Israel, o conversar en la pequeña alcoba dormitorio, hasta que la luz de la esperma se extinguiera y no fuera posible jugar con las sombras extrañas que las piernas desnudas, de cada quien o en pareja, formaban en la pared.
(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).