Además de la desmotivación de algunos estudiantes por aprender, que si se cuenta con buenas estrategias didácticas y recursos variados de enseñanza puede combatirse o al menos minimizarse, hay otros obstáculos que enfrenta cotidianamente el maestro y sobre los cuales deseo reflexionar en esta ocasión. Advierto, de una vez, que estos obstáculos ni los presentan todos los estudiantes, ni tienen la misma intensidad en todos los niveles educativos, ni se dan de manera idéntica en todos los contextos. Sin embargo, lo que me importa es mostrar que estos impedimentos hoy se hacen más notorios en nuestro ambiente educativo.
El primer obstáculo para enseñar es que los estudiantes no quieran aprender. Puede que el maestro tenga la mejor disposición, que prepare con ánimo su clase, que se tome en serio un grupo de aprendices, pero si no hay ese impulso o esa disposición para aprender en sus estudiantes es casi imposible lograr los objetivos de enseñanza. A veces esa falta de disposición está asociada a la pereza o el desgano espiritual, a una fractura entre los intereses de una generación y la precedente, a una creencia equivocada sobre la utilidad inmediata de determinados conocimientos o a una clara minusvalía de la escuela frente a los valores de éxito que una época pone como deseables. En todo caso, si el estudiante no tiene la disposición para aprender de nada servirá la pulida organización expositiva de los contenidos, las correcciones y recomendaciones que el profesor le haga en sus trabajos o la animada interacción propuesta en clase. Dicho de manera más contundente: para poder enseñar se requiere alguien que desee aprender. La relación pedagógica se fractura si el deseo de saber se instaura desde la obligación, o cuando el desgano del aprendiz es el modo de responder a la pasión por enseñar.
Un segundo impedimento proviene de la autosuficiencia de “eso ya lo sé” con que los estudiantes juzgan lo que se les está tratando de enseñar. A veces una información superficial sobre algo se convierte en rasero para “sospechar” lo que un docente dice o trata de explicar. Esos reducidos presaberes o el exceso de opiniones dadas por hecho (casi siempre alimentadas por creencias infundadas) terminan por bloquear los nuevos aprendizajes. Dicha autosuficiencia le quita al saber su novedad, lo reduce al inmediatismo de la opinión pública o, lo más lamentable, conduce a que pierda su talante de conocimiento validado en el tiempo al equiparársele con simples “ideas del profesor”. Para aprender es fundamental asumir a cabalidad el rol de discípulo; es decir, de aceptar que otro pueda enseñarnos algo, de “dejarnos” para que ocurra tal evento. La enseñanza requiere discípulos capaces de seguir, así sea por un tiempo, a su maestro. En el fondo de este obstáculo está la incapacidad del estudiante para desaprender lo que cree ya sabido y lograr así acoger otro aprendizaje. Por supuesto esto no es fácil, y más cuando la juventud o la inexperiencia los hace altaneros, arrogantes y proclives a la burla de sus maestros. Quien pretende ser maestro siendo aprendiz, difícilmente logrará aprender algo; porque su afán está en hablar y no en aprender; porque su mente y su corazón andan más preocupados en refutar y contradecir que en entender y aprovechar. Sin una genuina recepción del discípulo para escuchar no puede asimilarse la enseñanza del docente.
El desprecio hacia la tradición, hacia el legado cultural del pasado, por un deslumbramiento obsesivo hacia la información novedosa, constituye un tercer impedimento. Un buen número de estudiantes miden la importancia de un saber a partir del “top” de lo más visto o de la notoriedad en los medios digitales. En consecuencia, enseñar una asignatura densa, de peso científico o con rigor académico, riñe con la frivolidad de las noticias insustanciales o con el modo leve de entretención propagado en las redes sociales. Resulta tesonero enseñar a leer, por ejemplo, “obras clásicas” si lo que se tiene como referente son los best Sellers o cuando en lugar de estudiar el contenido lo que se espera es conocer la vida privada de los autores, ojalá desde el foco de sus pasiones o sus vicios. El desprecio hacia el pasado se hace más evidente en una despreocupación por los temas de la historia y en una incapacidad real para contextualizar la información de actualidad. Este afianzamiento en el hoy, en lo inmediato, no permite aprender la importancia de estudiar el pasado para comprender el presente y, menos aún para avizorar el futuro. Más que un legado valioso, el saber consolidado es visto como un lastre y, a las instituciones que lo representan, como sitios anacrónicos o tediosos. El obstáculo se intensifica para el maestro al momento de intentar formar en el pensamiento crítico al estudiante porque, al carecer de referentes sólidos y anclados en un capital cultural acumulado, tiene que enfrentarse una y otra vez a la opinión sin fundamento o el prejuicio intransigente.
También es notoria la desatención frecuente de los estudiantes en clase, ocasionada –entre otras cosas– por el uso continuado de los celulares. Dicha desatención se convierte en un obstáculo porque debilita la comprensión de las exposiciones del maestro, pasa a un segundo plano las intervenciones de los compañeros y empobrece el resultado del trabajo en grupo. La desatención afecta la capacidad de concentración, merma la aprehensión de contenidos y debilita la memorización de datos relevantes o significativos. Esta es una de las causas de los bajos resultados en las pruebas censales en las que el recuerdo de determinadas nociones, la distinción de conceptos y el dominio de ciertos saberes declarativos, son imprescindibles para obtener buenos resultados. El uso habitual de celulares, la interferencia constante de mensajes, empobrecen la atención; estos dispositivos en lugar de ser usados para contribuir a profundizar en alguna temática disciplinar, se ocupan preferentemente en hacer circular los rumores de la vida cotidiana escolar, escuchar música, compartir videos o entretenerse jugando. Vale la pena recordar que, cuando se habla de efectividad en el aprendizaje, resulta imprescindible mantener la focalización de la atención, la merma de distracciones y la confluencia de varios de nuestros sentidos. Caso contrario, será fácil perder el hilo de la exposición del docente y, a partir de allí, desembocar en el desinterés, la apatía y la divagación ensoñadora.
El desdeño o inobservancia al seguimiento de instrucciones constituye un obstáculo más para el quehacer docente. En el afán por llegar rápido al resultado se pasan por alto las indicaciones detalladas del profesor, las advertencias sobre los errores frecuentes al elaborar un producto, las fases progresivas que articulan un logro. Precisamente, por no seguir las instrucciones es común que los trabajos o las actividades fracasen, se caiga en la confusión o se termine haciendo una cosa diferente a la solicitada. De nada sirve que el maestro prepare guías, fichas y protocolos cuando se desea acompañar el aprendizaje de un contenido o un procedimiento, porque el estudiante al momento de realizar dicha tarea opta por realizarla de cualquier manera, sin ningún método, confiando en que de pronto –en un chispazo de genialidad– alcance el objetivo esperado. Al sobrevalorar el resultado sobre el proceso, no se entienden ni aprenden los pormenores de una disciplina, las técnicas o habilidades complejas, el desarrollo evolutivo de un producto. El no seguimiento de instrucciones se convierte en un obstáculo al enseñar porque fractura la apuesta por la secuenciación del aprendizaje, desdibuja el valor de la planificación y conduce a la idea fantasiosa de que aprender en un hecho espontáneo o de suerte. Detrás de este desdén por las instrucciones se esconde una suposición errónea de los aprendices: la de creer que atender dichos pasos reglados va en detrimento de su creatividad, cuando en el fondo es un modo ordenado de potenciar sus talentos, optimizando el tiempo, las actividades y los recursos.
Un sexto obstáculo al oficio docente radica en la negación a lo que implique trabajo extra o la falta de persistencia de los estudiantes para lograr productos de calidad. Lo que se espera es que el profesor ponga tareas fáciles, rápidas, “sin tantas arandelas”. Todo aquello que demande corregir, volver a hacer, trabajar en una versión mejorada, no es de buen recibo o, si por obligación se realiza, apenas sufre ligeras modificaciones. Por lo demás, lo que se quiere es acertar en el primer intento y lograr buenos resultados con mínimos esfuerzos. Hay una idea generalizada de aprender en el menor tiempo posible, ojalá con una didáctica centrada en “tips” sencillos o encapsulada en consignas prácticas de fácil ejecución, y que no demanden hacer lecturas adicionales o buscar fuentes complementarias. El estudio ha dejado de ser una virtud intelectual al igual que las técnicas para lograr un aprendizaje significativo. Tener un hábito de estudio se considera inútil o aburridor. Esta falta de dedicación y empeño en cualificar las tareas y perfeccionar los trabajos se hace más fuerte en aquellos maestros considerados “exigentes”, porque tienen problemas frecuentes a la hora de evaluar los productos de sus estudiantes, ya que se los tilda de “injustos” si se mantienen en el criterio de que las tareas presentadas no cumplen con los objetivos propuestos. De allí que se tenga un conocimiento superficial de muchos asuntos, se pase de un curso a otro sin alcanzar niveles académicos claramente definidos y se carezca de aprendizajes realmente interiorizados.
Diré para terminar que estos obstáculos y otros que cada maestro enfrenta en su trabajo diario, se agravan mucho más cuando no se cuenta con el apoyo institucional, cuando los padres de familia se hacen los desatendidos y cuando las políticas educativas y la misma sociedad contribuyen poco a dignificar la profesión docente. Sé que cada educador, echando mano de su experiencia y su tenacidad, halla recursos innovadores para combatir estos impedimentos; sin embargo, buena parte de sus iniciativas de enseñanza quedan truncadas o a medio camino por los motivos expuestos. Pienso que deberíamos hablar más de estos asuntos con los mismos estudiantes, volverlos motivo de reflexión y líneas de intervención en los planes académicos, darles trascendencia en todas las instituciones formadoras de maestros. Porque no creo que sólo afecte a los educadores, sino que –como lo estamos viendo y padeciendo– tiene repercusiones profundas en nuestras relaciones de convivencia, en la idoneidad de los profesionales egresados y en el talante moral que guía las decisiones de las nuevas generaciones.






