Ediciones Monigote publicó recientemente Historiando mi cantar. Un viaje por la carranga (Monigote, Bogotá, 2024) de Jorge Velosa Ruiz. Se trata de un cancionero autobiográfico en el que, además de incluir las letras de 147 de sus canciones, se narra el origen o los pormenores de la composición de tal repertorio musical. A lo largo de más de 400 páginas, organizadas en cuatro jornadas, y escritas en una prosa confesional, cercana y amena, el “Carranguero mayor” nos comparte anécdotas de su vida enriquecidas con reflexiones sobre el entorno campesino, la descripción del paisaje cundiboyacense y la constante alusión a coplas populares que, como bien lo reitera en sus páginas, “es la biblioteca del saber popular”.
La obra, en general, es un homenaje al entorno y la persona del campesino. A sus cuitas y alegrías, a sus experiencias afectivas y a las vicisitudes cotidianas que abarcan desde el ahorcamiento de una vaca (“La Pirinola”) hasta eventos propios de una vereda (“El parlante de mi pueblo”, “La Dioselina”). Velosa elogia ese mundo campesino (“Canto a mi vereda”, “Buenos días, campesino”, “Yo también soy un boyaco”), retoma su habla y su sabiduría (“Las siete yerbas”, “Los consejos de mi taita”), recoge la idiosincrasia de sus personajes (“El saceño”, “El raquireño”), recrea las características notorias del mundo familiar (“La tía Carmela”). Esta celebración del mundo campesino es, de igual modo, un reconocimiento a sus orígenes, porque, según él, “todos llevamos un campesino adentro, sean nuestros taitas, nuestros abuelos o tatarabuelos, como también llevamos una vereda adentro”. Tal elogio múltiple a la “patria chica”, al pueblo, a ese ámbito cultural y humano de la ruralidad puede sintetizarse muy bien en el merengue joropeado “El rey pobre”.
Esta canción afirma que al campesino le basta su pedazo de tierra, que su ranchito, por humilde que sea, es como su castillo. Lo importante para él es tener libres sus ojos para mirar el horizonte y contemplar ese reino pintado de verde y de azul. Esto es para el campesino su mayor orgullo, su verdadera riqueza. No necesita de oropeles ni lujosas vestimentas; le basta “la cara del sol” y sus herramientas cotidianas: una piedra de amolar puede ser un trono y un azadón un magnífico cetro. El entorno natural es guardia y compañía, los árboles, los pájaros y los animales cercanos hacen las veces de escudos y de criados, de pajes y consejeros. No son necesarias demasiadas cosas para sentirse rey. Así parezca un sueño, el campesino sabe que su pequeña parcela es un reinado magnífico. ¿Quién puede negarle la ilusión de que su ruana sin cardar sea también una vistosa capa palaciega?
Jorge Velosa, como lo testimonia en su libro, es un caminante. Caminando descansa su espíritu y al caminar se extasía con el paisaje; cuando camina recoge información y en ese continuo caminar va nutriéndose de historias. Y “entre paso y paso” van saliendo sus canciones o, por lo menos, un borrador de las mismas. Por eso es un cronista, un etnógrafo, que está atento o es sensible a un giro en una conversación, a la confesión de un paisano, al diálogo fortuito con un desconocido, a las peripecias de amigos y familiares. Esas cosas, primero las consigna en su libreta y, después, en un viaje de regreso de alguna presentación o en la soledad de su casa, las somete al “trapiche creativo”, les impregna un ritmo o pide la colaboración de otro carranguero como Delio Torres Ariza, para “sacarle el zumo de la canción”. El caminante escucha y consigna; al caminante le quedan “sonando y resonando” anécdotas y nombres, al caminante le gusta “juglar con la memoria”. De esta manera nacieron canciones como “La Cucharita”, “La china que yo tenía”, “El regreso de la china”, “El bajacocos”, “El tinterillo”, “La mula de don Roberto”, “Mocoqueco”, “Por fin se van a casar”, “Soldadito de la patria” y muchas más. El carranguero cronista es el que convierte un hecho aparentemente banal, como la pérdida de una cucharita de hueso, en una historia interpelativa y llena de trascendencia, especialmente para aquellos que hemos sentido en carne propia el robo de algún objeto muy querido.
Otro semillero de buena parte de las canciones de Jorge Velosa reside en su infancia campesina; en los recuerdos de aquella edad en la que empezó a delinear el mapa de su identidad. Por eso hay canciones dedicadas a los juegos de la niñez, a los animales domésticos, a los alimentos y la sazón de la madre, a las travesuras de escuela o las fiestas patronales. “Viví mi infancia en el campo –dice Velosa en la presentación del libro–. En la escuela primaria, en los quehaceres de la finca y en el goce jugarreto y travesuril con mis amigos que tallaron para siempre en mis adentros las viandas del entorno campesino”. Y por tener ese abrevadero, el autor declara que “llegó al canto para espantar los espantos de mis noches veredales infantiles, cuando por quedarme oyendo las historias y las coplas de la obrerada en la casa del campo, se me hacía tarde para regresar a dormir a la casa del pueblo”. Considero que una canción magnífica para ilustrar lo que vengo diciendo es “El caramelito rojo”.
El merengue cuenta y tiene la magia de evocar esos tiempos en los que uno de niño campesino esperaba con ansias el “presente dulce” que traía el padre cuando volvía de la ciudad. La canción hace que la boca se nos haga agua con aquellas remembranzas, con el color emocionante de esos pequeños regalos que podían ser dulces u obleas, roscones o liberales, pero especialmente el sabor de un caramelito “que era distinto al de los otros”, una golosina que disfrutábamos con frenesí y que al acabarse se convertía en esperanza y petición para un nuevo viaje de nuestro querido padre. El merengue exalta esos sabores de infancia que son tan fuertes como para impregnar de por vida las papilas afectivas de nuestra memoria.
Como buen cronista que es, Jorge Velosa describe el micromundo campesino no con los términos generales del turista, sino con las palabras precisas y apropiadas de un residente conocedor del territorio. La geografía deja de ser un espacio indefinido para adquirir los nombres propios de una localidad, un pueblo, una vereda, un caserío: Tausabita, Velandia, Cucunubá, Villa de Leyva, Zipaquirá, Iguaque, Ráquira, El Tesoro, Puente Nacional, Chocontá, Jesús María, Morro Caliente, La Virgen, Ubaté… Del mismo modo están los sustantivos adecuados para señalar un oficio, los ingredientes de un plato o la zoología de un lugar. En el bambuco carranguero “Canto a mi vereda”, por ejemplo, Velosa menciona los apellidos de los habitantes de una vereda, dice cuáles son los nombres frecuentes de mujer, al igual que distingue las aves, los árboles, los cultivos y otras particularidades propias de lugares como Ticha, Quintoque, San Isidro, San Cayetano o San Miguel de Sema. En el cancionero abundan los arrayanes, los guayacanes, “el trigo, el maicito, la papa”, y desfilan también las mirlas y azulejos, los marranos y las ovejas, las vacas y los burros, los gallos y las gallinas. Precisamente de ese ojo afinado es que nació una rumba ronda infantil, “La gallinita mellicera”. Velosa relata que fue en una visita a una casa de campo cuando “apuntó el ojo hacia un viejo horno de leña, y vio una gallina saraviada culequiando y muy mama de una camada de pollitos, nueve para ser exactos”. Recuerda que le comentó al dueño de casa algo así como “nueve huevos para nueve pollitos”, pero que su anfitrión lo había corregido de inmediato diciéndole que no eran nueve, sino ocho huevos porque “uno había sido un señor huevo de dos yemas”. Esa fue la anécdota que más tarde “la imaginación se encargó de redondearla” y, mezclada con el juego de las onomatopeyas, colaboraron a componer una canción excepcional.
Son abundantes las historias cantadas, los sucesos musicalmente narrados que desfilan a lo largo del cancionero. Puede ser el caso contado en “El bajacocos” que nace de lo que le sucedió a Delio, el requintista de los Hermanos Torres, quien por congraciarse con una muchacha que le gustaba y satisfacer su antojo de comer coco, terminó intentando subirse a una palmera con el triste final de venirse abajo “como vara de cuete reventado”. O la historia de “El cuchumbí” en la que se relatan los pormenores de un paseo de olla a un riachuelo llamado Meche y del encuentro de Velosa de un hueso mágico de cuchumbí o perro de monte. Y en esa misma línea narrativa nacen canciones como “La pobre María” (una historia de maltrato de pareja), “La Pirinola” (la historia de una vaca resabiada “se que malogró en una horqueta”), “El tinterillo” (la historia de un problema de linderos) o “La mula de don Roberto”. Podemos detenernos un tanto en este último merengue hermanado con un son paisa para ver las entrañas de la historia: el personaje que sirve de motivo es Don Roberto, un guachetuno dueño de una finca cerca al cruce de caminos llamado La Virgen y que trabajaba conduciendo “una carriolita para cargar leche y hortalizas”. Pero algún avispado logró endulzarle el oído para que “dejara de tener vacas y huerta, porque lo que estaba dando plata eran las tractomulas”. Así que don Roberto vendió su finca y se encartó son esa “supertusa de veintipico de llantas”. La canción cuenta toda la serie de desgracias que tuvo que enfrentar, “hasta que lo perdió todo”. Velosa ha dicho que “el camino de la historia es como el caudal de un río que tiene varios afluentes, o como un acorde musical compuesto de varias notas. Se nutre de distintos recuerdos, vivencias y sonoridades”.
Una temática transversal de las canciones de Jorge Velosa es el amor, ya sea propio o ajeno. Desde un tema clásico de la música carranguera como “Julia, Julia, Julia” hasta obras como “Es por tu amor”, el maestro raquireño describe las emociones, los avatares de este sentimiento que es contradictorio e inexplicable (“El amor es una vaina”), que nos hace profundamente felices (“Volvió la venezolana”) o nos abate el alma hasta la desesperación (La china que yo tenía”, “La coscojina”). Velosa le canta al amor ilusionado (“El cielo dice que sí”), a los cambios en el amor (“No me escribes, no me llamas”), a sus inesperadas maneras de aparecer o desaparecer (“Donde te encuentres”, “El corazón remitente”), recalca las citas, los encuentros y desencuentros, unas veces poniéndole un acento humorístico (“La cojita del Tesoro”, “El pitico”) y, en otras ocasiones, dándole voz a la nostalgia (“Ingrata cara de gata”, “Te digo adiós”). El sentimiento del amor, su certeza o su ilusión, está en muchas letras de Jorge Velosa. Pero hay una canción dedicada al amor lejano, al amor imposible, ese que desde tiempos inmemoriales ha dado pie a la expresión del más puro romanticismo. Se trata de la rumba corrida “Qué mujer más bella ella” en la que el Carranguero mayor muestra sus altas capacidades líricas: “¡Qué mujer más bella ella, / y más cuando está en el río!, / cuando las aguas le aplanchan/ los pliegues de su vestío”.
Historiando mi cantar recoge también otra faceta de Jorge Velosa, la de folklorista del habla de la gente campesina, de los cantos, de las coplas y adivinanzas, de toda una tradición oral anclada en los romances españoles con sus respectivas adaptaciones y mantenidas por la voz de los mayores, por los taitas o los abuelos. En este sentido, Velosa sigue la tradición de los juglares recogiendo una copla allí, un relato más allá, agregando algo a lo escuchado y volviendo a recrear lo que personajes veredales como Milciades Buitrago, “Don Milcio”, recitaba al “son de un buen piquete con guarapo templado”. Tal es el caso del romance “El Jirinaldo”, adaptado al tono y el “cantadito” de estas tierras cundiboyacenses.
Pero son las coplas las que más abundan, a veces como detonante de una canción, como ejemplos de la memoria colectiva, o como mínimas lecciones rítmicas sobre al arte de vivir. “Dígame señor coplero”, “La rumba coja”, “El testamento del armadillo”, se inscriben en esta perspectiva. Velosa afirma que las coplas “son los adobes con los que se construyen casi todas las canciones populares, a punta de estrofas y estribillos”; y que él, “se fue encariñando con ellas, que las fue conociendo en sus formas, en lo que dicen y en cómo lo dicen, en sus parecidos y en sus diferencias”, hasta que ellas mismas le fueron “enseñando sus secretos” para hacer otras semejantes: “Esto dijo el armadillo / pensando en nuestra nación: la paz sin educación / es queso sin bocadillo”. El juglar siente y presiente que “varias coplas alguna vez formaron parte de un texto más amplio, un viejo y enorme árbol del que apenas sobrevive una hoja o una mera ramita coplera que se puede sembrar para darle vida nueva al árbol, al estilo de uno en su parcela espiritual”. En el cancionero hay coplas ingeniosas, picantes, cojas; y hay coplas festivas, convertidas en un merengue arriado, listas para iniciar el baile: “Las diabluras”.
De igual modo, el folklorista Jorge Velosa juega con el lenguaje, con los ritmos y las palabras. “Lero, lero, candelero”, “Mocoqueco”, “El chirimóyilo y la guayábula”, “La rumba de los animales”, son canciones en las que el goce por la misma materialidad lingüística, por sus repeticiones o variaciones, producen gran fascinación en los más pequeños. Elijamos una de esas canciones, inspiradas en el canto amoroso de los chirlovirlos, chilongos, jaquecos o chirlomirlos, y dejemos que Velosa nos sirva de traductor del lenguaje de los pájaros: “El chichirochío”.
Por supuesto, Historiando mi cantar es un testimonio y una celebración a la música carranguera, a un género musical que al decir de Velosa es “canto, pregón y sueño, pensamiento, palabra y obra; un amor cotidiano con la vida y sus querencias, y un compromiso con el arte popular”. El juglar ha escrito que la carranguería es un “pacto por la alegría” hecho con “los cuatro palitos”; es decir, con el tiple, el requinto, la guitarra y la guacharaca. Y con esos instrumentos Velosa ha compuesto merengues en todas sus variantes (joropeado, bambuqueado, reposado, chiguano, cañanguero, juguetón, rajaleño, asureñado, arriado, abuitragado) o rumbas de diverso ritmo (ligera, corrida, amarrada, pregonada) al igual que torbellinos reinosos, bambucos fiesteros, rondas y otra suerte de fusiones como la mererrumba, la guabirrumba, el bamburengue sureño o el merengue rap. Esos cuatro palitos le han permitido enaltecer y pregonar, relatar y celebrar, jugar e invitar al baile. Precisamente en el merengue arriado “La carranga es libertad” Jorge Velosa pasa revista a las emociones que produce esta música, resalta sus beneficios, muestra sus diversas manifestaciones y anuncia que es un medio gozoso “de sacudirse de los trajines”, una expresión “que es chispazo y también lamento”, “una lengua que camina, que vive y deja vivir”.