Jorge Velosa: juglar y cronista musical de la vereda

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Ediciones Monigote publicó recientemente Historiando mi cantar. Un viaje por la carranga (Monigote, Bogotá, 2024) de Jorge Velosa Ruiz. Se trata de un cancionero autobiográfico en el que, además de incluir las letras de 147 de sus canciones, se narra el origen o los pormenores de la composición de tal repertorio musical. A lo largo de más de 400 páginas, organizadas en cuatro jornadas, y escritas en una prosa confesional, cercana y amena, el “Carranguero mayor” nos comparte anécdotas de su vida enriquecidas con reflexiones sobre el entorno campesino, la descripción del paisaje cundiboyacense y la constante alusión a coplas populares que, como bien lo reitera en sus páginas, “es la biblioteca del saber popular”.

La obra, en general, es un homenaje al entorno y la persona del campesino. A sus cuitas y alegrías, a sus experiencias afectivas y a las vicisitudes cotidianas que abarcan desde el ahorcamiento de una vaca (“La Pirinola”) hasta eventos propios de una vereda (“El parlante de mi pueblo”, “La Dioselina”). Velosa elogia ese mundo campesino (“Canto a mi vereda”, “Buenos días, campesino”, “Yo también soy un boyaco”), retoma su habla y su sabiduría (“Las siete yerbas”, “Los consejos de mi taita”), recoge la idiosincrasia de sus personajes (“El saceño”, “El raquireño”), recrea las características notorias del mundo familiar (“La tía Carmela”). Esta celebración del mundo campesino es, de igual modo, un reconocimiento a sus orígenes, porque, según él, “todos llevamos un campesino adentro, sean nuestros taitas, nuestros abuelos o tatarabuelos, como también llevamos una vereda adentro”. Tal elogio múltiple a la “patria chica”, al pueblo, a ese ámbito cultural y humano de la ruralidad puede sintetizarse muy bien en el merengue joropeado “El rey pobre”.

Esta canción afirma que al campesino le basta su pedazo de tierra, que su ranchito, por humilde que sea, es como su castillo. Lo importante para él es tener libres sus ojos para mirar el horizonte y contemplar ese reino pintado de verde y de azul. Esto es para el campesino su mayor orgullo, su verdadera riqueza. No necesita de oropeles ni lujosas vestimentas; le basta “la cara del sol” y sus herramientas cotidianas: una piedra de amolar puede ser un trono y un azadón un magnífico cetro. El entorno natural es guardia y compañía, los árboles, los pájaros y los animales cercanos hacen las veces de escudos y de criados, de pajes y consejeros. No son necesarias demasiadas cosas para sentirse rey. Así parezca un sueño, el campesino sabe que su pequeña parcela es un reinado magnífico. ¿Quién puede negarle la ilusión de que su ruana sin cardar sea también una vistosa capa palaciega?

Jorge Velosa, como lo testimonia en su libro, es un caminante. Caminando descansa su espíritu y al caminar se extasía con el paisaje; cuando camina recoge información y en ese continuo caminar va nutriéndose de historias. Y “entre paso y paso” van saliendo sus canciones o, por lo menos, un borrador de las mismas. Por eso es un cronista, un etnógrafo, que está atento o es sensible a un giro en una conversación, a la confesión de un paisano, al diálogo fortuito con un desconocido, a las peripecias de amigos y familiares. Esas cosas, primero las consigna en su libreta y, después, en un viaje de regreso de alguna presentación o en la soledad de su casa, las somete al “trapiche creativo”, les impregna un ritmo o pide la colaboración de otro carranguero como Delio Torres Ariza, para “sacarle el zumo de la canción”. El caminante escucha y consigna; al caminante le quedan “sonando y resonando” anécdotas y nombres, al caminante le gusta “juglar con la memoria”. De esta manera nacieron canciones como “La Cucharita”, “La china que yo tenía”, “El regreso de la china”, “El bajacocos”, “El tinterillo”, “La mula de don Roberto”, “Mocoqueco”, “Por fin se van a casar”, “Soldadito de la patria” y muchas más. El carranguero cronista es el que convierte un hecho aparentemente banal, como la pérdida de una cucharita de hueso, en una historia interpelativa y llena de trascendencia, especialmente para aquellos que hemos sentido en carne propia el robo de algún objeto muy querido.

Otro semillero de buena parte de las canciones de Jorge Velosa reside en su infancia campesina; en los recuerdos de aquella edad en la que empezó a delinear el mapa de su identidad. Por eso hay canciones dedicadas a los juegos de la niñez, a los animales domésticos, a los alimentos y la sazón de la madre, a las travesuras de escuela o las fiestas patronales. “Viví mi infancia en el campo –dice Velosa en la presentación del libro–. En la escuela primaria, en los quehaceres de la finca y en el goce jugarreto y travesuril con mis amigos que tallaron para siempre en mis adentros las viandas del entorno campesino”. Y por tener ese abrevadero, el autor declara que “llegó al canto para espantar los espantos de mis noches veredales infantiles, cuando por quedarme oyendo las historias y las coplas de la obrerada en la casa del campo, se me hacía tarde para regresar a dormir a la casa del pueblo”. Considero que una canción magnífica para ilustrar lo que vengo diciendo es “El caramelito rojo”.

El merengue cuenta y tiene la magia de evocar esos tiempos en los que uno de niño campesino esperaba con ansias el “presente dulce” que traía el padre cuando volvía de la ciudad. La canción hace que la boca se nos haga agua con aquellas remembranzas, con el color emocionante de esos pequeños regalos que podían ser dulces u obleas, roscones o liberales, pero especialmente el sabor de un caramelito “que era distinto al de los otros”, una golosina que disfrutábamos con frenesí y que al acabarse se convertía en esperanza y petición para un nuevo viaje de nuestro querido padre. El merengue exalta esos sabores de infancia que son tan fuertes como para impregnar de por vida las papilas afectivas de nuestra memoria.

Como buen cronista que es, Jorge Velosa describe el micromundo campesino no con los términos generales del turista, sino con las palabras precisas y apropiadas de un residente conocedor del territorio. La geografía deja de ser un espacio indefinido para adquirir los nombres propios de una localidad, un pueblo, una vereda, un caserío: Tausabita, Velandia, Cucunubá, Villa de Leyva, Zipaquirá, Iguaque, Ráquira, El Tesoro, Puente Nacional, Chocontá, Jesús María, Morro Caliente, La Virgen, Ubaté… Del mismo modo están los sustantivos adecuados para señalar un oficio, los ingredientes de un plato o la zoología de un lugar. En el bambuco carranguero “Canto a mi vereda”, por ejemplo, Velosa menciona los apellidos de los habitantes de una vereda, dice cuáles son los nombres frecuentes de mujer, al igual que distingue las aves, los árboles, los cultivos y otras particularidades propias de lugares como Ticha, Quintoque, San Isidro, San Cayetano o San Miguel de Sema. En el cancionero abundan los arrayanes, los guayacanes, “el trigo, el maicito, la papa”, y desfilan también las mirlas y azulejos, los marranos y las ovejas, las vacas y los burros, los gallos y las gallinas. Precisamente de ese ojo afinado es que nació una rumba ronda infantil, “La gallinita mellicera”. Velosa relata que fue en una visita a una casa de campo cuando “apuntó el ojo hacia un viejo horno de leña, y vio una gallina saraviada culequiando y muy mama de una camada de pollitos, nueve para ser exactos”. Recuerda que le comentó al dueño de casa algo así como “nueve huevos para nueve pollitos”, pero que su anfitrión lo había corregido de inmediato diciéndole que no eran nueve, sino ocho huevos porque “uno había sido un señor huevo de dos yemas”. Esa fue la anécdota que más tarde “la imaginación se encargó de redondearla” y, mezclada con el juego de las onomatopeyas, colaboraron a componer una canción excepcional.

Son abundantes las historias cantadas, los sucesos musicalmente narrados que desfilan a lo largo del cancionero. Puede ser el caso contado en “El bajacocos” que nace de lo que le sucedió a Delio, el requintista de los Hermanos Torres, quien por congraciarse con una muchacha que le gustaba y satisfacer su antojo de comer coco, terminó intentando subirse a una palmera con el triste final de venirse abajo “como vara de cuete reventado”. O la historia de “El cuchumbí” en la que se relatan los pormenores de un paseo de olla a un riachuelo llamado Meche y del encuentro de Velosa de un hueso mágico de cuchumbí o perro de monte. Y en esa misma línea narrativa nacen canciones como “La pobre María” (una historia de maltrato de pareja), “La Pirinola” (la historia de una vaca resabiada “se que malogró en una horqueta”), “El tinterillo” (la historia de un problema de linderos) o “La mula de don Roberto”. Podemos detenernos un tanto en este último merengue hermanado con un son paisa para ver las entrañas de la historia: el personaje que sirve de motivo es Don Roberto, un guachetuno dueño de una finca cerca al cruce de caminos llamado La Virgen y que trabajaba conduciendo “una carriolita para cargar leche y hortalizas”. Pero algún avispado logró endulzarle el oído para que “dejara de tener vacas y huerta, porque lo que estaba dando plata eran las tractomulas”. Así que don Roberto vendió su finca y se encartó son esa “supertusa de veintipico de llantas”. La canción cuenta toda la serie de desgracias que tuvo que enfrentar, “hasta que lo perdió todo”. Velosa ha dicho que “el camino de la historia es como el caudal de un río que tiene varios afluentes, o como un acorde musical compuesto de varias notas. Se nutre de distintos recuerdos, vivencias y sonoridades”.

Una temática transversal de las canciones de Jorge Velosa es el amor, ya sea propio o ajeno. Desde un tema clásico de la música carranguera como “Julia, Julia, Julia” hasta obras como “Es por tu amor”, el maestro raquireño describe las emociones, los avatares de este sentimiento que es contradictorio e inexplicable (“El amor es una vaina”), que nos hace profundamente felices (“Volvió la venezolana”) o nos abate el alma hasta la desesperación (La china que yo tenía”, “La coscojina”). Velosa le canta al amor ilusionado (“El cielo dice que sí”), a los cambios en el amor (“No me escribes, no me llamas”), a sus inesperadas maneras de aparecer o desaparecer (“Donde te encuentres”, “El corazón remitente”), recalca las citas, los encuentros y desencuentros, unas veces poniéndole un acento humorístico (“La cojita del Tesoro”, “El pitico”) y, en otras ocasiones, dándole voz a la nostalgia (“Ingrata cara de gata”, “Te digo adiós”). El sentimiento del amor, su certeza o su ilusión, está en muchas letras de Jorge Velosa. Pero hay una canción dedicada al amor lejano, al amor imposible, ese que desde tiempos inmemoriales ha dado pie a la expresión del más puro romanticismo. Se trata de la rumba corrida “Qué mujer más bella ella” en la que el Carranguero mayor muestra sus altas capacidades líricas: “¡Qué mujer más bella ella, / y más cuando está en el río!, / cuando las aguas le aplanchan/ los pliegues de su vestío”.

Historiando mi cantar recoge también otra faceta de Jorge Velosa, la de folklorista del habla de la gente campesina, de los cantos, de las coplas y adivinanzas, de toda una tradición oral anclada en los romances españoles con sus respectivas adaptaciones y mantenidas por la voz de los mayores, por los taitas o los abuelos. En este sentido, Velosa sigue la tradición de los juglares recogiendo una copla allí, un relato más allá, agregando algo a lo escuchado y volviendo a recrear lo que personajes veredales como Milciades Buitrago, “Don Milcio”, recitaba al “son de un buen piquete con guarapo templado”. Tal es el caso del romance “El Jirinaldo”, adaptado al tono y el “cantadito” de estas tierras cundiboyacenses.

Pero son las coplas las que más abundan, a veces como detonante de una canción, como ejemplos de la memoria colectiva, o como mínimas lecciones rítmicas sobre al arte de vivir. “Dígame señor coplero”, “La rumba coja”, “El testamento del armadillo”, se inscriben en esta perspectiva. Velosa afirma que las coplas “son los adobes con los que se construyen casi todas las canciones populares, a punta de estrofas y estribillos”; y que él, “se fue encariñando con ellas, que las fue conociendo en sus formas, en lo que dicen y en cómo lo dicen, en sus parecidos y en sus diferencias”, hasta que ellas mismas le fueron “enseñando sus secretos” para hacer otras semejantes: “Esto dijo el armadillo / pensando en nuestra nación: la paz sin educación / es queso sin bocadillo”. El juglar siente y presiente que “varias coplas alguna vez formaron parte de un texto más amplio, un viejo y enorme árbol del que apenas sobrevive una hoja o una mera ramita coplera que se puede sembrar para darle vida nueva al árbol, al estilo de uno en su parcela espiritual”. En el cancionero hay coplas ingeniosas, picantes, cojas; y hay coplas festivas, convertidas en un merengue arriado, listas para iniciar el baile: “Las diabluras”.

De igual modo, el folklorista Jorge Velosa juega con el lenguaje, con los ritmos y las palabras. “Lero, lero, candelero”, “Mocoqueco”, “El chirimóyilo y la guayábula”, “La rumba de los animales”, son canciones en las que el goce por la misma materialidad lingüística, por sus repeticiones o variaciones, producen gran fascinación en los más pequeños. Elijamos una de esas canciones, inspiradas en el canto amoroso de los chirlovirlos, chilongos, jaquecos o chirlomirlos, y dejemos que Velosa nos sirva de traductor del lenguaje de los pájaros: “El chichirochío”.

Por supuesto, Historiando mi cantar es un testimonio y una celebración a la música carranguera, a un género musical que al decir de Velosa es “canto, pregón y sueño, pensamiento, palabra y obra; un amor cotidiano con la vida y sus querencias, y un compromiso con el arte popular”. El juglar ha escrito que la carranguería es un “pacto por la alegría” hecho con “los cuatro palitos”; es decir, con el tiple, el requinto, la guitarra y la guacharaca. Y con esos instrumentos Velosa ha compuesto merengues en todas sus variantes (joropeado, bambuqueado, reposado, chiguano, cañanguero, juguetón, rajaleño, asureñado, arriado, abuitragado) o rumbas de diverso ritmo (ligera, corrida, amarrada, pregonada) al igual que torbellinos reinosos, bambucos fiesteros, rondas y otra suerte de fusiones como la mererrumba, la guabirrumba, el bamburengue sureño o el merengue rap. Esos cuatro palitos le han permitido enaltecer y pregonar, relatar y celebrar, jugar e invitar al baile. Precisamente en el merengue arriado “La carranga es libertad” Jorge Velosa pasa revista a las emociones que produce esta música, resalta sus beneficios, muestra sus diversas manifestaciones y anuncia que es un medio gozoso “de sacudirse de los trajines”, una expresión “que es chispazo y también lamento”, “una lengua que camina, que vive y deja vivir”.

Hallazgos en la Feria del libro

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De mi pasada visita a la Feria del libro de Bogotá (del 17 de abril al 2 de mayo), durante varios días y en pausadas caminatas, encontré algunos textos que me gustaría compartir y comentar con las personas lectoras de este blog. Empezaré por el libro álbum que es uno de mis campos de interés y por considerarlo un “artefacto cultural” que ya no tiene como único público a los niños y niñas, sino que involucra a todo tipo de lectores, enfocándose creativamente a reflexionar u ofrecer alternativas sobre variedad de temáticas.

Ojalá pudiera decirte

El primer libro álbum es Ojalá pudiera decirte (Tramuntana, Girona, 2023), con textos del profesor francés Jean-François Sénéchal e ilustraciones de la japonesa Chiaki Okada. El eje de la obra es la pérdida de un ser querido (la abuela) y el modo de presentar el asunto es a través de una carta. El contrapunteo entre el texto y la imagen permiten vivir o revivir los acontecimientos, los lugares, los eventos compartidos con alguien que “se ha ido”. La carta empieza recordando los últimos días con aquella persona especial, cuando ya estaba en su cama “tan cansada y tan ausente”; luego se extasía, evocando los momentos mágicos, extraordinarios, inolvidables con aquella cómplice de aventuras; y avanza hasta la noticia de la muerte de la abuela. El libro álbum nos muestra que esas pérdidas llegan de pronto, son como la herida que produce “el rayo al caer sobre el gran roble” pero, con el pasar de los días, ese dolor “se va curando”; porque a pesar de que la destinataria no pueda leer la carta, siempre podemos mantenerla en el recuerdo y decirle que la seguimos queriendo.

El señor Nadie

Un segundo libro álbum es El señor Nadie de Joanna Concejo (Diego Pun ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 2023). Esta obra presenta a un señor anónimo, común y corriente, que vive solo y a quien ningun vecino le presta interés. Este señor a quienes los niños “le tenían miedo y lo encontraban feo y viejo” se dedica en el día a mirar por la ventana, leer el periódico, hacer su colada, lavar los platos y regar una planta. Este señor se llama Nadie. Sin embargo, el señor que aparentemente no hacía nada, cuando “el vecindario empezaba a dormirse, entonces encendía la luz de la cocina y se ponía a trabajar”. ¿Y en qué consistía su oficio?: fabricaba estrellas, “estrellas verdaderas”. Las hacía por encargo y la Noche era su mayor cliente. Al otro día las enviaba por correo y volvía a su rutina gris, invisible. Pero, aunque todo parecía ser lo mismo, “nada era igual que antes”. Este libro álbum muestra, de manera alegórica, cómo personas anónimas o poco reconocidas, realizan en sus escondidos cuartos tareas de gran trascendencia, aunque inadvertidas para los demás. Los Nadies pasan indiferentes ante la mirada rutinaria de la gente, pero su labor silenciosa contribuye a apreciar y reelaborar la riqueza de la vida. Los Nadies parecen ser personas menores en los barrios “donde normalmente el cielo es de color cemento”; sin embargo, esos seres son los que conocen la receta para “reponer las estrellas que ya no brillan muy bien”.

El manual de dibujo definitivo

Otro de mis hallazgos, que se acerca más a un libro ilustrado, es El manual de dibujo definitivo del granollerense Enric Lax (Ekaré, Barcelona, 2023). La obra toma como pretexto dibujar animales y cosas, pero la manera de resolver tales asuntos resulta no solo divertida, sino que en cada caso ofrece soluciones ingeniosas o abiertamente lúdicas. Sirva de ejemplo el paso a paso para dibujar un elefante:

Lo interesante del libro es que convierte la tarea de dibujar en algo sencillo o en una labor en la que se cambia el esperado dominio de una técnica sofisticada por el recurso espontáneo de la creatividad. En muchas ocasiones el punto inicial de una nueva figura corresponde al logro final de un dibujo anterior, bien sea quitándole elementos o reajustando los existentes. En otras ocasiones, basta cambiar de posición algo ya realizado, darle un giro, para descubrir sus nuevas potencialidades gráficas. Hacia el final de la obra se muestran diversas alternativas fallidas sobre el dibujo de una gorra, pero que, en lugar de ser desechadas o menospreciadas como errores, sirven de antídoto a la frustración porque, “dibujar es como ir en bicicleta, silbar o hacer una tortilla… ¡Nunca sale a la primera!”. He aquí otra de las lecciones de este imaginativo manual:

Lo que nos hace humanos

Para cerrar quiero destacar un libro ilustrado del lingüista brasileño Victor D.O. Santos, enriquecido por las imágenes de la italiana Anna Forlati: Lo que nos hace humanos (La maleta ediciones- UNESCO, Asturias, 2023). Se trata de una obra en la que, a manera de enigma progresivo, se va indagando en algo que “ha existido desde hace mucho tiempo”, que “está en todas partes”, que “puede ser suave como un gatito o implacable como el invierno en Alaska” y que “puede conectarnos con el pasado, al presente y el futuro”. Ese invento, “que nos hace humanos” es el lenguaje. La obra advierte que tal invento puede desaparecer y con él toda una cultura y, por ello, debemos documentar cada idioma existente a través de la escritura, que “es una de las mejores maneras de preservar su pasado y garantizar su futuro”. Un libro ilustrado que se inscribe muy bien en uno de los objetivos de la UNESCO del valor de los idiomas y, en especial, en su proclama del Decenio internacional de las lenguas indígenas (2022-2032).

El arte de morderse la lengua

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Ilustración del mexicano Rogelio Naranjo.

“Sé rápido para escuchar,
y pronuncia con calma la respuesta.
Si tienes discreción, responde al prójimo;
y si no, que tu mano esté sobre tu boca”.
Eclesiástico

 

Si bien no es fácil aprender el arte de morderse la lengua, resulta ser en nuestros días una práctica fundamental para evitar incendiar los ánimos, suscitar el odio o perder la tranquilidad. Si cada uno de nosotros practicáramos este arte seguramente tendríamos menos conflictos interpersonales, seríamos custodios de la dignidad de las personas y contribuiríamos a favorecer la convivencia en nuestra familia o en los diversos espacios de interacción social. Así que, dada su relevancia y beneficios, presentaré a continuación algunos ejercicios básicos sobre el arte de morderse la lengua.

Este arte empieza con una férrea voluntad para no responder de manera inmediata a los comentarios negativos o las críticas adversas. Si uno quiere dominar el arte de morderse la lengua, necesita –antes que nada– saber guardar silencio. Dicha capacidad de aguante, que es pura voluntad de contención, permite apreciar mejor lo que la otra persona quiere expresarnos, analizar su impulso emocional, percatarnos de sus reiteraciones, sus reclamos o sus molestias. El arte de morderse la lengua se ancla en las bondades del tiempo mediato que, como se sabe, tiene profundas relaciones con el silencio.

Salta a la vista que este arte presupone una práctica constante de escucha.  Pero no como una manifestación de cortesía o buenas maneras, sino demostrando una decidida intención de atender lo que dice otra persona, especialmente cuando nos muestra animadversión u hostilidad. El arte de morderse la lengua empieza y se mantiene en tanto respondamos oyendo más que defendiéndonos con groserías, resistiendo con entereza los embates de quien nos vapulea o censura. Porque se afina la escucha y se aumenta el nivel de observación es que resulta fácil descubrir cuál es la causa de una molestia, cuál el hecho detonante de un conflicto y cuál la trayectoria de una herida emocional. A veces son cosas nimias las que provocan descomunales reacciones, pero si no se tiene la paciencia de develarlas, la escucha imperturbable para ubicar su origen, terminaremos exagerando lo que en realidad no era más que un evento pasajero.

Otro ejercicio de gran utilidad en esto de morderse la lengua es cambiar la réplica por la pregunta aclaratoria, por la interrogación explicativa o de indagación de motivos. Este giro de la defensa por la pregunta cambia de manera inmediata el tono pasional del interlocutor a una frecuencia más reflexiva. Quien desee aprender el arte de morderse la lengua debe modificar los ataques por interpelaciones, las réplicas airadas por consultas esclarecedoras. No se adquiere experticia en este arte si ante la censura o la desaprobación ajenas respondemos con el contrataque.

Aprender el arte de morderse la lengua supone también un examen de nuestras pasiones negativas, especialmente la ira, el rencor, la envidia y los celos, porque son ellas las que nos conducen a decir lo primero que se nos ocurre, usando un lenguaje inapropiado y en el momento menos oportuno. Si no hay esa revisión de las pasiones negativas que nos desbordan, si nos las examinamos con autocrítica reparadora, seguramente fracasaremos en este arte de la contención de la palabra. Algunas de esas pasiones negativas hacen parte de nuestra zona irracional y se representan simbólicamente en el monstruo que nos gobierna y nos atemoriza. Las pasiones negativas son un afluente de nuestros miedos y ellos nos hacen gritar en vez de conversar, nos borran la sonrisa por el rictus de la venganza. Las personas interesadas en el arte de morderse la lengua necesitan conocer bien el emerger de sus monstruos, domesticar sus manías y obsesiones, y saber cómo domar sus impulsos destructivos.

Un ejercicio más, que coadyuva al dominio de este arte, es el de utilizar el dibujo o el grafismo mientras se escuchan discursos, exposiciones o arengas que están en contra de nuestras creencias, se opongan a nuestra corriente ideológica o muestran un desacuerdo con nuestras convicciones. Dejarse llevar libremente por la mano y sus trazos, por esa lúdica expresiva, ayuda a que la lengua repose, a transmutar lo oído por lo graficado, el habla por lo figurativo. El arte de morderse la lengua requiere de artefactos o recursos mediante los cuales la firmeza de la mano aquilate la volatilidad de la oralidad. Otro tanto podría decirse de escribir notas o ideas sueltas en un papel que, al irlas redactando, se convertirán en un poderoso filtro para tamizar la reacción de nuestras opiniones y nuestros prejuicios. Como puede apreciarse, el arte de morderse la lengua acude a mediadores que truequen la agresión vociferante por signos o grafismos mudos. 

Es vital, para avanzar en el dominio del arte de morderse la lengua, decir poco o, cuando sea estrictamente necesario, no decir todo lo que se nos agolpe en la cabeza. A pesar de que nos acometan las ganas de expresar en alud lo que sentimos o de apabullar a nuestro interlocutor con razones y justificaciones, lo aconsejable es contenerse y apenas manifestar unas cuantas palabras. Por lo mismo, será muy importante seleccionar bien cuál de todas las posibles enunciaciones es la que elegimos y la ocasión propicia para manifestarla. El arte de morderse la lengua cambia la cantidad por la calidad del mensaje; prefiere la parquedad precisa y pertinente que el derroche ambiguo y desvaído. Así tengamos a nuestro favor multitud de explicaciones o argumentos que nos pueden dar la razón, no por ello hay que promulgarlos con altivez; allí está precisamente el arte: en renunciar a toda esa artillería de defensa y optar por un comentario sencillo, pero cuidadosamente escogido. Lo importante de aprender a morderse la lengua es evitar a toda costa asfixiar o intimidar con nuestros raciocinios a quien nos interpela; de allí que, debamos abstenernos del uso estereotipos, al igual que de expresiones trilladas o manidos lugares comunes.

Este arte, en la medida en que supone decantar y discriminar las palabras que decimos, implica mermar el afán de enjuiciar o sojuzgar a los demás. Por eso, cuando haya la necesidad de señalar una discordancia o manifestar un desacuerdo lo indicado es hacer uso de la descripción de los comportamientos ajenos más que de los juicios demoledores. El arte de morderse la lengua aboga por describir aquello que nos molesta, por detallar los matices o los pormenores de una acción o un comportamiento, antes que sentenciar o dictaminar sobre ellos. Es un arte que lucha por no caer en las rápidas valoraciones morales a partir de una reducida información y que se mantiene alerta cuando las creencias o las ideologías, especialmente religiosas o políticas, nos quieren conducir a dividir el mundo en los simplismos del blanco o el negro. La descripción pormenorizada contribuye de manera positiva a no hacer generalizaciones o a sacar conclusiones globales de asuntos que son puntuales o referidos a una situación específica. El arte de morderse la lengua nos hace conscientes de que un hecho incidental no puede arrasar con toda la historia de una persona, con su acervo existencial o con las plurales dimensiones de una vida humana.

Cuando se tiene un mayor dominio de este arte, cuando ya se es inmune a las afrentas, los desaires o las ofensas, podemos examinarnos con cuidado y descubrir si tales agravios provienen de una torpeza en nuestra comunicación o de una falta de tacto en el modo de relacionarnos. Al tomarnos el tiempo para mordernos la lengua, al desmontar el deseo de retaliación o contragolpe expresivo, quedan intersticios por los cuales pueden apreciarse las causas de esa reacción, el detonante que ocasionó tal rechazo o enfrentamiento. Entonces será conveniente, y esa es la maestría de este arte, responder con una rectificación al contenido de algo dicho o corrigiendo la intención de determinado mensaje. El arte de morderse la lengua debe llevarnos a evaluar nuestro comportamiento como emisores, a recomponer las posibles ambigüedades en la interlocución o a pedir disculpas por un flagrante error en el tono, el momento o la elección de las palabras, si nuestro discernimiento así lo indica.

Después de cultivar el arte de morderse la lengua, luego de una práctica constante y validada en diversas situaciones, resultará natural sopesar si un evento conflictivo merece atenderse con empatía o si, por el contrario, lo conveniente es claudicar en dicho enfrentamiento que nada aporta a las dos partes involucradas. Una experticia en el arte de morderse la lengua permite no solo resolver las desavenencias en las relaciones interpersonales, sino detectar la utilidad de mantener una controversia o renunciar a ella. Porque no todo diálogo contrariado amerita sostenerse, ni toda disputa discursiva hay que aguantarla hasta el final. Y así como a veces es favorable esperar el desarrollo de una discusión porque alberga la posibilidad de una solución provechosa, de igual forma es beneficioso apartarse o desistir de aquellas contiendas enceguecidas por la obcecación o la insensatez.

Sobra advertir que abogar por el aprendizaje de este arte, especialmente en una época agresiva e intolerante como la que vivimos, parecerá una opción de debilidad o de pasiva aceptación al que nos intimida. Pero si se practican los ejercicios antes mencionados, si procuramos aplicarlos en los diferentes escenarios en que nos movemos, descubriremos que son, por el contrario, recursos positivos del carácter para conservar la tranquilidad interior, lecciones sencillas de sabiduría para evitar agrandar los problemas y, lo más importante, modos de contribuir desde nuestra cotidianidad a los vínculos fraternos y la convivencia pacífica. Si cada uno se ejercita en el arte de morderse la lengua será un gestor de reconciliaciones y no un propagador de discordias interminables.

Pintarte de colores

«En el caballete» de James N. Lee.

Es probable que la sugestión del negro, del negro que desea inundar de tristeza este momento de tu vida, te hipnotice con sus sombras. Entonces, ¿qué tal si este fin de semana te dedicas a pintar para mitigar tu aflicción?

Eso estaría muy bien. Podrías empezar con el rojo para celebrar tu vida, la vida que has engendrado, la vida que ha estado y está cerca de ti. Pero también, el rojo para decir el amor que das y has recibido, la pasión que te exalta y te renombra, el deseo que libre corre por tus venas. El rojo, es una buena opción… especialmente para afirmar los lazos de la sangre que crean vínculos y renuevan la existencia.

¿Y qué tal si te pintas de azul?, pues, seguramente, querrás aludir o remarcar tus sueños más queridos, tus ideales, los proyectos de largo aliento, o todas esas ilusiones que siguen rondando en tu cabeza. Azul para todo lo que en ti es infinito y hondamente profundo, para todo aquello asociado con lo trascendente y que, a pesar de las banalidades cotidianas, te sobrecoge.

Creo que el verde expresaría, por supuesto, tu gusto por la naturaleza, por el rocío mañanero, por la libertad vuelta juego y canto. Si tiñes de verde tu papel acuarela será porque no quieres olvidar las travesuras de tu infancia y la exaltación que te producía irte de aventura por los caminos polvorientos del campo. Si te pintas en verde es porque sigues renaciendo y las fuerzas de la naturaleza confluyen para ayudarte. El verde será como tu polo a tierra, como un signo de permanencia o pacto con la realidad.

Por supuesto también podrás escoger el amarillo. Porque te gusta el sol, porque esos rayos de color te devuelven lo que las sombras han querido quitarte. Amarillo porque disfrutas viendo y sintiendo el calor en tu rostro y porque en tu espíritu hay una estrella fulgurante que no te deja desfallecer. Si hay abundante amarillo es para exaltar tu inteligencia, el don de la palabra que posees, y porque no quieres denigrar el valor de tus ideas.

O, si te resultan más llamativos, escoges el fucsia o el naranja… o echas mano de otros colores elegidos un tanto al azar —y ojalá te untes los dedos como si fueras una niña escolar— con el único fin de mantener viva la posibilidad de la alegría, el regocijo multicolor de la esperanza. No dudes en poner tus huellas, tus manos; sé tú misma el medio y el fin con que elabores esa obra.

Lo importante es que no dejes que el negro te hipnotice con sus sombras.  Busca, entonces, tus pinturas, tu papel acuarela, tus pinceles y dispón tu espíritu para que el fin de semana te consagres a colorear tu vida. Anhelo, de todo corazón, que haya mucho rojo, abundante azul… infinidad de verde y radiantes espacios de amarillo. Que cada hoja pintada sea un mantra, un escudo, un talismán para contrarrestar o diluir las brumas de esta ocasional amargura.

Y si a pesar de ello siguen los grises agobiándote, si no despunta el ánimo o el dolor parece adueñarse de gran parte de ti, te aconsejo mandar enmarcar aquellas pequeñas obras que realizaste, y colgarlas en un lugar privilegiado de los espacios donde habitas —ojalá sea en tu alcoba—. Tus pinturas serán como ícono sagrado o una imagen tutelar que no solo custodiarán tus días, sino que al mirarlas desplegarán un halo de certidumbre en la vida, un magnetismo de confianza honda y sostenida en lo que eres esencialmente. Si contemplas aquellas pinturas, y dejas que su simbolismo penetre en tu alma, descubrirás que el fluir de los colores siempre disuelve las manchas que parecen permanentes o definitivas.

Sopesar las dificultades para escribir textos académicos

Ilustración de Joey Guidone.

Los maestros universitarios, aunque no solo ellos, me comparten a veces sus dificultades cuando se enfrentan a escribir un texto académico. Me refiero a algún artículo, un ensayo, una secuencia formativa, una reseña o un comentario de algún libro. Y si bien dicen estar motivados por realizar dicha tarea, manifiestan su angustia y unos bloqueos cognitivos que no los dejan empezar a redactar los primeros párrafos. Pensando en dichas dificultades y el modo de superarlas he escrito los párrafos siguientes.

Un primer inconveniente, que corroe el espíritu hasta la inmovilidad, es el nivel de perfección que se ponen como meta. A veces, las expectativas que nos imponemos son tan altas que, en esa misma proporción, alimentamos nuestra frustración. Cuando empezamos a redactar un texto, aún a sabiendas del poco trato que mantengamos con la escritura, esperamos que sea de un altísimo nivel o que ya cumpla los estándares de revistas especializadas. Por supuesto que no podemos contentarnos con lo primero que se nos ocurra o considerar de gran factura lo que hasta ahora va en proceso de elaboración, pero si nos fijamos objetivos demasiado elevados eso hará que sintamos pobre, incipiente o de muy baja calidad lo que comenzamos a escribir. Deberíamos, por el contrario, ponernos objetivos más razonables y realistas, acordes al nivel de experiencia que tengamos con la palabra escrita.

Una segunda causa de freno a la escritura de textos académicos es el afán de ser completamente originales. Es decir, el deseo de que la temática o el problema del que nos ocupemos ojalá no haya sido mencionado por alguien o que la mayoría de las razones que expongamos sean únicas o extraordinarias. Quizá esto se deba al poco trato con el mundo de las ideas o con la circulación del conocimiento y su manera de producirlo. Porque en realidad al escribir de algo o meternos de lleno en un asunto lo que vamos descubriendo es que nuestra voz es una tonada en medio del concierto de otras voces del pasado. Que escribir es entrar en una práctica de elaborar un palimpsesto en el que nuestra escritura se conforma a partir de los signos de otros que han escrito y en la que nuestras marcas personales entran a servir de base para aquellos que estén interesados en el mismo asunto. Entonces, si se mantiene ese prurito de redactar cosas que tengan el estigma de la originalidad, con seguridad no redactaremos una línea. Creo que lo verdaderamente original está en la manera como abordamos un tema o un problema, el modo como elegimos y organizamos el lenguaje, las marcas autobiográficas con que impregnamos nuestros escritos.

Hay otra dificultad, más de orden emocional o psicológico, y es el miedo a fracasar, a que lo que redactemos no va a salir bien. Este impedimento se crea aún antes de que se redacte una línea; es hijo de creencias pesimistas o de la baja autoestima o de una cierta propensión a destacar nuestras posibles falencias que nuestros inéditos talentos. Este temor, por supuesto, tiene relación con la forma como sobredimensionamos el error en lo que hacemos, a considerar las fallas como derrotas definitivas y a percibir la inexperiencia como una desgracia. Esta dificultad se atenuaría si entendiéramos que escribir no es una actividad de encontrar sin estorbos un acierto, sino de ir poco a poco batallando con las palabras, tachando y enmendando lo que expresamos, buscando alternativas en un constante corregir para volver a comenzar.

Mencionan los colegas maestros que otro obstáculo radica en el temor a ser criticados por lo que escriban. Se trata de una exagerada importancia a la recepción que tengan nuestras palabras y que, por momentos, se asemeja mucho a la ansiedad que padecen los adolescentes por ser aceptados o reconocidos por su grupo. Cuando escribimos algo y se publica, lo más seguro es que habrá diversas opiniones: a unos les parecerá interesante; otros, coincidirán con algunos de nuestros planteamientos; y también habrá lectores que se apartarán de lo que nosotros expusimos. Eso es lo normal de hacer públicas nuestras ideas. No podemos privarnos de escribir porque alberguemos la esperanza de que todos los que nos lean coincidan con nuestros planteamientos o den un veredicto favorable. Aceptar el lado positivo de la crítica contribuye a que revisemos lo que hemos redactado, a que veamos fisuras o descubramos alternativas a lo escrito.

Una dificultad más se atribuye al poco tiempo que se dispone para dedicarse a escribir. Se tiene la aspiración de contar con horas o días sin ninguna responsabilidad laboral para lograr aislarse y poder así, sin interferencias, concentrarse de lleno a redactar el ensayo o el artículo. Pero, en verdad, esa es una situación ideal que riñe con la realidad de un docente universitario quien, además de clases, debe resolver asuntos administrativos y atender a sus estudiantes. De allí que, la alternativa sea programar en la agenda semanal unas horas para adelantar el escrito, asumir ese tiempo con el mismo empeño y responsabilidad con que realiza las otras tareas y mantener la persistencia de redactar unos cuantos párrafos en cada sesión. Ahora, si el profesor se acostumbra a producir pequeños textos para su labor docente, como apuntes de clase, síntesis temáticas, ellos mismos irán optimizando los tiempos ya establecidos.

Es común oír también que el mayor impedimento para empezar a escribir se debe a que aún no se tiene claro en la cabeza todo lo que se desea escribir. Lo que subyace a esta dificultad es la concepción de que entre más información se tenga, más datos se acumulen, o se cuente con indicaciones más precisas, será más fácil empezar a redactar. Sin embargo, así se cuente con todo ello, mientras no nos lancemos a elaborar los primeros párrafos nunca sabremos si todo ese caudal informativo nos será útil. Por supuesto que hay que tener un esbozo o un mapa de ideas que contribuya a ordenar el pensamiento, pero tampoco podemos esperar que todo el contenido del escrito lo tengamos resuelto en sus mínimos detalles. Se olvida que el mismo proceso de escribir permite ir repensando nuestras opiniones, que la claridad es el resultado de foguearse con el lenguaje, que cosas que parecían oscuras, al irlas desarrollando, van mostrando flancos de luminosidad. El impedimento desaparecería si entendiéramos que escribir es un medio para clarificar nuestras ideas.

Un séptimo escollo estriba en las dificultades mismas de redactar un determinado tipo de texto. Lo que se arguye como impedimento es la poca familiaridad con las particularidades del formato en que se pide un documento o la reducida experiencia al enfrentar este tipo de actividades. Desde luego, el desconocimiento de la tipología textual elegida y la poca lectura de textos ejemplares hace que se exageren y multipliquen las dificultades para redactarlos. Este obstáculo se supera animándose a imitar modelos de texto semejantes al que tenemos entre manos, detallando en otros escritores expertos cómo desarrollan un tema, exponen un asunto o defienden una tesis. La escritura es un saber artesanal en el que los grandes maestros del oficio ponen sus obras como lecciones para los futuros aprendices. Más que esperar tener la experticia en un género o modalidad textual, lo más indicado es comenzar a explorar y descubrir las características distintivas de una u otra tipología y, sobre todo, entendiendo que aquello que se escriba no es sino el primer borrador de otras versiones posteriores.

Otros educadores dicen que no se atreven a escribir por su falta de dominio gramatical o el desconocimiento del buen uso del idioma. Esta limitación se hace mayor cuando quienes desean escribir están inscritos en áreas lejanas de las humanidades o son docentes de profesiones muy técnicas. Se cree erróneamente que saber redactar bien un texto —sin fallas de sintaxis o de ortografía— es sólo para literatos o personas creativas con gran imaginación. Esto no es cierto. Un alto dominio gramatical no es garantía para empezar a escribir o producir un mayor número de textos. Por supuesto que eso ayuda, pero lo esencial es tener algo que decir, saber organizar las ideas y buscar la mejor manera de comunicarlas. Por lo demás, hoy contamos con una buena cantidad de recursos virtuales y amplísimos textos de consulta para solucionar dudas de redacción o solventar las incorrecciones idiomáticas.

Si se miran en conjunto las anteriores dificultadas comprobaremos que se originan más en temores infundados, en cierto menosprecio de las propias capacidades o en la falta de “riesgo” intelectual para lanzarse a escribir. Las justificaciones para no enfrentarse con la hoja en blanco o las recurrentes excusas para dilatar este tipo de tarea, provienen, en gran medida, de una relación lejana, ocasional y esporádica que los docentes tienen con la escritura. Esta actividad, como no hace parte de su cotidianidad académica o de sus responsabilidades laborales, se va dejando al garete y hasta puede suceder que pase un semestre o un año sin haber redactado una página. Por todo ello, y a pesar de los titubeos y dudas al escribir, de los bloqueos emocionales que se tengan, vale la pena expresar nuestro pensamiento comenzando por emborronar una página. Tal vez así desdibujemos esos miedos y dejemos atrás nuestra presunta incapacidad para escribir.