Ilustración de Rogelio Naranjo

Ilustración de Rogelio Naranjo

Cada escritor tiene su analogía personal para referirse o dar cuenta de su oficio. Algunos asocian ese quehacer con la composición musical o la composición pictórica; otros, lo relacionan con el proceder propio de los ingenieros que construyen puentes o los físicos que descifran una ecuación; también hay los que piensan que escribir es como una forma especial de embarazo, o como una ceremonia religiosa. En todo caso, la mayoría de los escritores consideran el escribir como una fiesta del intelecto, como un juego, como un acto de amor, como una labor artesanal o como un trabajo demiúrgico de gran envergadura.

Podríamos ir un poco más al fondo y desentrañar en varias de esas analogías su riqueza ilustrativa o su poder de sugerencia para aprender el oficio de escribir. Valga, entonces, explorar en algunas de ellas. De los escritores que piensan que escribir es semejante a cocinar podemos apropiar que la escritura necesita de unos preparativos o rituales (una hora precisa, realizar alguna caminata, hablar de lo que se quiere escribir); de unos útiles especiales que bien pueden ser determinado papel o un tipo particular de bolígrafo; de unos puntos de cocción, es decir, conocer cuál es el tiempo justo para concluir un escrito o cuándo necesita todavía mayor maduración; y de cierta estética formal para presentar el “plato-obra” a los “comensales-lectores”. De esos que asocian el escribir con la labor de los mineros, rescataríamos que al igual que estos últimos, el escritor debe profundizar e ir al fondo de sí mismo, para encontrar allí las piedras preciosas de lo significativo; y que hay que excavar profundo y fuerte para sacar a la luz algún texto-metal precioso o de buena calidad. Los escritores que miran la tarea del escribir como boxeando, nos ayudan a entender que el escribir requiere de unos asaltos preliminares antes de entrar de lleno a la pelea; que no podemos arrojarnos de una vez a escribir en la página en blanco, sino que debemos conocer primero al contrincante, llámese tema o argumento de una historia, para luego sí lanzarle los primeros golpes, las primeras líneas; y que lo importante es impactar al lector con un buen golpe de derecha al mentón, lo que viene siendo lo mismo que elegir un buen primer párrafo o un título contundente. Y de aquellos otros escritores que analogan el ejercicio de escribir con el surgimiento de un árbol, podemos aprender que escribir es un proceso en el que hay que tener en cuenta muchas cosas: la preparación de la tierra, que es lectura continua y estudio de otros escritores; el cuidado de las semillas, que se evidencia en las ideas que el escritor guarda en su cuaderno de notas o en su diario; y la desyerba del cultivo, esa faena inacabada de la corrección, de pasar una y otra vez a limpio las hojas emborronadas de tachones. Esta última analogía nos advierte que la escritura crece con lentitud, que su evolución es parecida al «segregar de las resinas».

Lo valioso de estas analogías es su poder de sugerencia: porque escribir sí es en algo semejante a hacer el pan, especialmente en ese aprender a amasar la materia prima de las palabras, hasta volverlas dúctiles y adecuadas para determinada forma lingüística; porque escribir en algo se parece a soñar: pues no siempre hay que orientarlo todo con nuestra voluntad o nuestra racionalidad, sino también saber abandonarse a las secretas maneras de trabajo propias del inconsciente o estar preparados para ser amanuenses fieles de fuerzas insospechadas. Tales analogías pueden ayudar al aprendiz de escritor a entrever diferentes situaciones o condiciones de dicho oficio: porque el que escribe en algo se parece al ave que incuba un huevo o a la bailarina que realiza su espectáculo de strip-tease; porque el que escribe, mucho se asemeja al inventor de artefactos alquímicos o al inquisitivo investigador que se desvela experimentando en busca de un descubrimiento.

 (De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, pp. 594-596).