Ilustración de Rafal Olbinski

Ilustración de Rafal Olbinski

Que los maestros necesitamos desarrollar las habilidades comunicativas en nuestros estudiantes, en todos los niveles, sigue siendo un reto del educador, además de ser una tarea inaplazable. Propiciar estrategias y desarrollar habilidades para que ellos y ellas aprendan a escuchar, a hablar, a leer y escribir es un objetivo de primer orden en nuestra labor docente.

No cabe duda de que, por ejemplo, aprender a escuchar es hoy una de las claves para saber convivir, facilitar las habilidades argumentativas y, especialmente, una de las claves para ir apropiando las llamadas habilidades sociales tan necesarias para la vida personal, familiar y laboral.

Y ni qué decir de nuestros esfuerzos didácticos para el desarrollo del hablar. Aquí vuelven a tener fuerza los aportes de la comunicación oral, la tradición de la retórica y la conciencia del tipo de auditorio al que nos dirigimos. Vale la pena decir, de una vez, que esta habilidad comunicativa merece toda nuestra atención y cuidado en estos tiempos en los que prolifera el hablar de argot, los mensajes apocopados y una merma sensible en la competencias lexicales de las nuevas generaciones.

El otro reto es el de enseñar a leer. En todas las áreas, ciclos y niveles. La lectura es un lubricante del engranaje de aprender. Con ella accedemos a territorios inexplorados y con ella comprendemos o reconocemos lo que somos. La lectura, que por supuesto es más que un ejercicio de decodificación, es una actividad superior del pensamiento mediante la cual establecemos transacciones con la tradición y reconfiguramos el provenir. Por supuesto, hoy no leemos solamente textos escritos, también tenemos que formar lectores de la virtualidad, lectores de la imagen. Pero de eso hablaré más adelante.

La última de las habilidades comunicativas es la de la escritura. Aquí sí que tenemos trabajo por hacer. Porque escribir no es igual a redactar, porque escribir es contribuir al desarrollo del pensamiento. La escritura es una herramienta de la mente, una técnica tan potente como para disociar el sujeto y trascender el tiempo. Si claudicamos en esta otra habilidad comunicativa permitiremos que nuestros estudiantes sigan siendo meros reproductores de información y no genuinos productores de conocimiento.

Pero, centrémonos en la lectura de la imagen, de la imagen fija. Y he elegido esta modalidad de la lectura porque o bien no la tenemos en cuenta lo suficiente en nuestra labor docente o porque damos por hecho que por verla ya la hemos mirado.

Aquí podemos, de inmediato, hacer una distinción. El ver es natural;  el mirar, cultural. Nacemos viendo pero vamos poco a poco aprendiendo a mirar. De un lado, lo indeterminado del ver; del otro, la intencionalidad del mirar. La escuela, en sentido amplio, nos ayuda a adquirir esas mediaciones del mirar. Algunos la llaman “lectura crítica”; otros, alfabetidad visual.    

La imagen, lo sabemos, tiene una sintaxis que no podemos olvidar: punto, línea, plano, dirección, textura, escala, proporción, color…  Esos elementos se combinan para producir diversos mensajes y para llevar al lector por diversos caminos. La imagen compone significados de manera autónoma: equilibrio, inestabilidad, simplicidad, complejidad, simetría, asimetría, unidad, fragmentación… Esa es la razón por la cual, en una misma página de un libro de texto, tenemos que hacer legibles aspectos como el tamaño, tipo y estilo de fuente, el empleo de recuadros, los destacados y el uso del color. Cada uno de esos aspectos apunta a que el lector aprenda, diferencie y jerarquice niveles de información. Porque la imagen puede utilizarse didácticamente para varios fines. Expliquemos brevemente algunos:

1. La imagen permite atravesar la opacidad de los objetos y las cosas. A partir de cortes, la imagen muestra las partes que componen un objeto. Nos permite entrar en la “caja negra” de objetos o eventos. La imagen nos muestra, al mismo tiempo, lo externo, lo medio y lo profundo de las cosas.

2. La imagen nos permite mostrar procesos, desarrollos, dar cuenta del paso a paso. La imagen es estratégica para mostrar cómo se hacen las cosas o los procedimientos que hay que seguir para obtener determinado producto. Los manuales de uso, los protocolos tienen a la imagen como una aliada comunicativa.

3. La imagen es, en sí misma, una manera de narrar. La imagen puede crear y recrear mundos posibles. Aunque el receptor aún no haya apropiado un código lingüístico, a partir de la imagen puede relatar hechos, prefigurar historias. El cómic es un ejemplo supremo de este uso didáctico de la imagen. El humor gráfico sería otra forma interesante de evidenciar cómo la imagen rebasa las limitantes de lenguas vernáculas para contar sin palabras.

4. La imagen moviliza componentes afectivos, emocionales. La imagen hiere nuestro sentir, convoca, evoca, nos mueve a recordar e imaginar. La imagen pone a circular el tiempo, el tiempo del que también estamos hechos. Por eso nos impacta, por eso nos compromete, por eso dinamiza pulsiones y sentidos profundos de nuestro psiquismo.

5.  La imagen permite la síntesis, lo esencial de una cosa, un concepto o un problema. La imagen, en este sentido, elimina lo superfluo, lo accesorio. De allí su alto potencial didáctico al centrar el interés del receptor en lo verdaderamente importante.

6. La imagen desplaza nuestro pensamiento lineal a un pensar en superficie. La plasticidad de la imagen lleva a que las explicaciones o las informaciones se muestren como una topología: puntos de referencia, rutas, nodos. La imagen pone el conocimiento no tanto en sucesión como en relación: el menú, la red.

Desde luego, hay muchos más usos y bondades de la imagen. Pero, por ahora, resaltemos esas seis cualidades que si las capitalizamos podrán arrojar excelentes dividendos en el aprendizaje de nuestros estudiantes. Recordemos, en todo caso, que leer la imagen es una de las habilidades comunicativas que necesitamos volver habitual en el aula. Porque, y eso hay que reiterarlo, el consumo de imágenes –tan abundante en nuestra época– no genera de por sí habilidades lectoras.