Decir que no
Mario Benedetti
 
Ya lo sabemos
es difícil
decir que no
decir no quiero
 
ver que el dinero forma un cerco
alrededor de tu esperanza
sentir que otros
los peores
entran a saco por tu sueño
 
ya lo sabemos
es difícil
decir que no
decir no quiero
 
no obstante
cómo desalienta
verte bajar de tu esperanza
saberte lejos de ti mismo
 
oírte
primero despacito
decir que sí
decir sí quiero
comunicarlo luego al mundo
con un orgullo enajenado
 
y ver que un día
pobre diablo
ya para siempre pordiosero
poquito a poco
abres la mano
 
y nunca más
puedes
                cerrarla.

Sabemos que es difícil, especialmente en nuestra época, negarnos a los encantos del dinero fácil o a la tentación de aumentar nuestras arcas a como dé lugar, no importa el precio que sea. De esa dificultad y del riesgo de claudicar con nuestros principios o nuestras esperanzas, nos habla el uruguayo Mario Benedetti en su poema “Decir que no”.

No es fácil mantener a raya los malintencionados oportunistas que desean fracturar una vida honesta o torcer una férrea convicción, o echar por la borda la trayectoria limpia de una profesión. Y no lo es porque el vecino o el colega nos hablan de lo fácil y cómodo que resulta aceptar un soborno, hacer una trampa o pasar por alto –como si no nos diéramos cuenta– lo que sabemos es un capital corrupto o una acción a todas luces reprochable.

Tampoco resulta fácil mantenerse fiel a unos valores cuando vemos cómo nuestras esperanzas se hacen trizas porque, precisamente, faltan algunos pesos para alcanzar nuestros mayores sueños o cuando –los peores– se los ve disfrutando con orgullo sus mal habidas metas. Y menos resulta fácil conservar intacta nuestra línea de conducta si a nuestro alrededor la impunidad es cómplice de aquellos mismos que la burlan o hacen la farsa de “entrar a saco”, de “encarcelarse”, con toda suerte de privilegios.

Por todo eso, nos dice el poeta, no es fácil rechazar el dinero de endemoniadas tentaciones. Pero lo que resulta más triste, más degradante, es cuando alguien que ha puesto en alto la bandera de la honestidad, de no feriar su conciencia, empieza a decir que sí en cosas baladíes o de poca monta. Cuando sus sueños más queridos se dejan de lado únicamente por conseguir una mejor posición social o conseguir ciertos bienes materiales. El poeta afirma que, en esos casos, no sólo hemos perdido el norte de nuestras esperanzas, sino que ya estamos lejos de nosotros mismos. Que no hay retorno, así asumamos la postura del “orgulloso enajenado” que se justifica ante el mundo alegando ser presa de un engaño o una ligereza fácilmente reparable.

Lo que Mario Benedetti nos advierte es el costo de abrir la mano de a poquitos; porque así podemos convertirnos en pobres diablos, en avaros pordioseros de fortuna: siempre queriendo más, siempre viendo insuficiente el nivel de nuestros caudales. Y como consecuencia, los sueños, los ideales, se irán sepultando u olvidando; todo por lo que nos empecinamos alguna vez, los grandes ideales de nuestra vida, pasarán a un segundo plano. Ese es el riesgo de abrir la mano a la ciega opulencia, el costo de dejarnos deslumbrar por el brillo insaciable de la riqueza, las consecuencias de  decir que sí, despacito.

Se requiere de mucha fortaleza de voluntad, de cierta dosis de valor y de hacer caso omiso a los espejismos de nuestra sociedad consumista y novelera, para aprender a decir que no. También de una sabiduría cotidiana para saber distinguir lo necesario de lo suntuario y de no echarnos encima necesidades realmente innecesarias, o de llevar una existencia muy por encima de nuestros ingresos. Pero especialmente, ese aprender a decir no, tiene mucho que ver con la educación de nuestro carácter, con la entereza y el cuidado de nuestro espíritu, para mantenernos alerta y no ser pusilánimes al momento de frenar, apartar o dejar en claro la misión que nos alienta o sirve de derrotero a nuestra existencia.

Volvamos al inicio para recalcar que no podemos “bajarnos de nuestras esperanzas” porque no contemos con los recursos económicos suficientes; que no vale la pena entregarle nuestra alma al diablo por unos pesos; que, a pesar de las necesidades o las limitaciones cotidianas, bien vale la pena sentirnos adalides de nuestros sueños o de una utopía aparentemente inútil. Lo fundamental es no mentirnos, no falsificarnos, no convertirnos en unos desconocidos de nosotros mismos. Puede que esa no sea una fortuna de grandes capitales, pero sí una tranquilidad interior de invaluables beneficios.

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 215-219)