Mi punto de partida es el de considerar el objeto como un signo. En esa medida, el objeto hace parte de ese enorme texto de la cultura. Recordemos que la Cultura está compuesta por objetos, prácticas, discursos e imaginarios. Los objetos, por lo mismo, participan de diversos tipos de convención, de procesos de significación y múltiples interpretaciones. Al considerar el objeto como un signo, lo que estamos diciendo –entre otras cosas–, es su capacidad relacional. El signo significa en cuanto se inscribe dentro de un proceso de construcción de lo social.
Al ser un signo, el objeto puede ser leído desde una sintáctica, una semántica y una pragmática. Una sintáctica del objeto muestra los elementos y las formas de combinación de los mismos; la gramática básica de que se dispone: punto, línea, plano; simetría, equilibrio; color, textura. Una sintáctica del objeto puede asociarse con una morfología del objeto. La semántica del objeto corresponde a los diversos o distintos niveles de significación. Puede hablarse de grados de “acepción” del objeto. Cuáles son los diversos significados –de acuerdo a qué cultura– que el diseñador busca o propone en un objeto determinado. (La simbólica puede ser entendida como un nivel profundo y complejo de semantización del objeto). La pragmática está centrada en los diversos usos que el usuario da al objeto. La pragmática pone al objeto en el escenario de la vida cotidiana.
Dentro de la sintáctica y la semántica del objeto hay que darle mucha importancia a la retórica. A los diversos recursos de construcción que el diseñador emplea: por repetición de elementos, por supresión de elementos, por combinación de elementos, por traslación de elementos… El concepto de figura, desde esta perspectiva, cobra un nuevo brío. En el mismo sentido hay que trabajar los dos planos del signo-objeto: expresión y contenido. Y, en cada uno de esos planos, la forma y la sustancia. Como quien dice, la integración entre lo formal del objeto y lo material del mismo; entre los elementos de que se dispone y las posibles combinatorias que con ellos pueden hacerse.
Se puede elaborar, de manera experimental, una lectura del objeto desde las seis funciones del lenguaje propuestas por Ramon Jakobson: función referencial, denotativa (con respecto al contexto), función poética (referida al mensaje), función fáctica o para llamar la intención del interlocutor (orientada hacia el contacto), función emotiva o expresiva (propia del emisor), función metalingüística (propia del código) y función conativa (más centrada en el receptor).
Un último aspecto gira alrededor de una poética del objeto. Poética como poiesis, es decir, como proceso de creación o –para ser más ambiciosos–como proyección. Esta poética del objeto se conjuga con la pintura, la música, el cine y la literatura. Los trabajos de Kandinsky: Punto y línea sobre el plano, de Stravinsky: Poética musical y las Apostillas al Nombre de la Rosa de Umberto Eco, pueden servir de motivación. La poética tiene que ver con las lógicas de la creatividad y con las gramáticas de la fantasía y la invención.
Hay un viento de danza en tu cinturauna ola armoniosa en el mar de tu vientre:son caballos de aire los que galopan librescon muslos sudorosos y jadeos de campanas.Hay agua a borbotones entre tu sexo ardientey en tus alzados brazos una oración al cielo;Hay en tus manos juntas una ofrenda de llamasy tus gritos son himnos de una guerra de astros.Hay una diosa ebria bailando en tu cabellomujer furia del viento, mujer diosa del fuego;Hay una diosa loca embistiendo mi cuerpotoro de casta herido, toro de lidia ciego.
(De mi libro Ir hasta tu fondo, Kimpres, Bogotá, 2009, p. 25).
Les he solicitado a mis estudiantes de posgrado que se animen a escribir aforismos sobre el sentido y las características de investigar. Para motivarlos a comenzar –y para cumplir con ese deber ético de hacer primero la tarea– presento aquí esta cosecha de máximas. Confío en que al leerlas no solo se reflexione sobre el ejercicio y los alcances de realizar un proyecto de investigación, sino que sirvan de ejemplo al momento de enfrentarse a la redacción de las sentencias. En todo caso, y esta es una indicación de Lichtenberg, el gran maestro del estilo proverbial, cuando se desee redactar un aforismo debe darse a entender, “con un mínimo de palabras, que se ha pensado mucho”.
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El que investiga sigue indicios. Como un cazador va detrás de las huellas dejadas por una realidad huidiza y montaraz.
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Cuando se tienen demasiadas certezas es más fácil ser catedrático que investigador.
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El investigador nace cuando es capaz de formularse con claridad un problema. Son los problemas y no los métodos los que ayudan a que alumbre una pesquisa.
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Si se tiene actitud de investigador, cada hecho, persona o situación será leída bajo la lupa de una pregunta. La mirada del genuino investigador está impregnada de sospechas.
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Los buenos métodos de investigación deberían tener la calidad de los arcos: elásticos, flexibles, consistentes.
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Las auténticas investigaciones nunca terminan. Siguen extendiendo sus brazos de preguntas como las enredaderas. La investigación pertenece a las plantas escandentes y perennes.
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El investigador no es un experto enterrador, sino un incansable despojador de máscaras.
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Una y otra vez el investigador reformula sus preguntas; una y otra vez precisa sus objetivos. Esto es así porque la investigación se parece menos a operar una máquina de precisión y mucho más a una práctica de tiro con arco.
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Cuando el investigador husmea en pesquisas anteriores lo hace por dos motivos principales: bien porque ansía continuar un viejo rastro o porque necesita alejarse lo más posible de ese falso indicio.
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Todo investigador, especialmente el que trasiega en las ciencias humanas, sabe que trata con versiones y tergiversaciones. De allí que su tarea sea más difícil que la de aquellos dedicados a las ciencias exactas.
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De todos los rasgos de un buen investigador el más importante es el de no perder el rastro de un problema. A veces por días, por meses o por años. Los investigadores sabuesos conservan su gran olfato hasta el final de su proyecto.
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No os canséis, dice el investigador a su pupilo; no temáis rehacer el anteproyecto, vuelve a repetirle. El tutoriado mira al maestro con recelo pues aún no comprende o sabe de la luz que saca a flote con cada tachadura.
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El caminar del investigador tiene más de cangrejo que de guepardo. No tanto de perseguir su presa en línea recta, sino de buscarla andando de lado, y retrocediendo.
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Además de la disposición y el ánimo un investigador debe ser diligente. Es decir, con el celo suficiente para defender con ardor una pregunta que aún no puede responder o una hipótesis todavía no demostrada.
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Eva fue una investigadora radical. A pesar de las voces prohibitorias de la autoridad se obstinó en ir a las fuentes primarias del conocimiento.
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No siempre las conclusiones de un proyecto de investigación son extraordinarias o de alcances inusitados. Pero eso no invalida el ejercicio de una pesquisa. Al igual que en el poema de Cavafis, las conclusiones pueden ser las bahías nunca vistas, la adquisición de perfumes deliciosos y diversos, las humildes conchas recogidas en playas desconocidas.
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Los instrumentos de investigación andan presos de los objetivos del proyecto; y aunque gocen de libertad, ésta siempre será condicional.
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Tres son las diosas protectoras de los proyectos de investigación: Consistencia, Coherencia y Pertinencia. Las tres hermanas, al igual que las vetustas Grayas, tienen un solo ojo insomne y vigilante que rotan entre sí.
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Cuando el investigador ya tiene definido un problema, todos los caminos conducen a Roma.
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Los buenos equipos de investigación son más un acuerdo de diferencias que una suma de semejanzas.
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La atención vigilante es la sangre que corre por las venas de los investigadores. Su corazón, en consecuencia, bombea perspicacia.
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Las hipótesis se verifican, los supuestos se esclarecen. En ambos casos se responde al desafío inicial de una pregunta.
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Los investigadores novatos buscan temas; los expertos, problemas. Los primeros se afianzan en lo ya sabido; los segundos, en lo desconocido.
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Los asiduos registros en un diario de campo son puntos de referencia en el ir y venir de la investigación. La escritura es como un faro en esa larga travesía.
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Los antecedentes son la posta que otros investigadores le entregan al nuevo atleta de la pesquisa. A la vez que un legado, son un reto para seguir adelante.
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Los investigadores hacen parte de una cadena interminable: retoman un eslabón de hallazgos anteriores y forjan uno semejante con sus nuevos resultados. La mesa del investigador es semejante a la fragua de Vulcano.
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Si no hay rigor el investigador fracasa por desorganizado y falto de rumbo; si es demasiado escolástico, la investigación terminará siendo la aplicación de un protocolo estandarizado. Ni extrema lasitud; ni extremo rigorismo. El investigador debe ser cimbreante como las palmeras.
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Así como hay temas que maduran lentamente hasta convertirse en un problema; hay otros que necesitan de largas exposiciones al sol o de lentos tratamientos mecánicos por parte del investigador.
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La curiosidad es el hábitat natural de un investigador. Sin ese ambiente ningún proyecto logrará crecer o dar sus mejores frutos.
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Lo peor que le puede pasar a un investigador es tener un costoso y brillante marco teórico pero sin ninguna pintura digna de enmarcarse.
Al que investiga no lo mueven las certezas sino las incertidumbres. Se investiga porque nuestra zona de carencia es superior a la de nuestras satisfacciones. Investigamos porque tenemos algunas hipótesis, algunos indicios, pero sobre todo, porque hay dentro de nosotros una especie de desazón, de intranquilidad, ante la infinidad de preguntas que nos dan vueltas en la cabeza.
Pero navegar sobre ese mar, mantenerse en pie sin derrotarse ante el primer escollo, requiere un tipo de espíritu con ciertas características. Primero, tener corazón de aventurero; una capacidad para el riesgo y un vigor para sortear copiosas tormentas o interminables noches en vela. Sin ese corazón aventurero, sin ese talante de Odiseo, la investigación que empecemos, nuestra búsqueda, no sobrepasará los lugares conocidos, y nos quedaremos dando vueltas en los remolinos de cumplir con el requisito.
De otra parte, es necesario poseer o recuperar cierto temperamento lúdico. Ese humor juguetón y festivo es supremamente decisivo sobre todo cuando las rutas trazadas en un comienzo no dan resultado, o cuando en lugar de grandes aciertos lo que tenemos son toneladas de errores. Lo lúdico permite, además, a un grupo de investigadores convertir los conflictos inevitables de todo viaje en escenarios para la socialización o el baile; lo lúdico nos hace más tolerantes, más flexibles con nuestros compañeros de aventura.
Y aunque vayamos en pos de una tierra, aunque tengamos como norte algún “dorado”, hay algo inasible, incontrolable en toda investigación: los propios avatares del viaje. A lo largo de nuestro proyecto estaremos expuestos a un sinnúmero de eventualidades, desde el cambio de los vientos hasta la diversa fuerza de las olas. Esa es otra de las características de todo buen investigador: la de aprender a trasegar habitualmente con lo inesperado. Sin desesperos ni amotinamientos, y manteniendo la fe en no perder de vista las estrellas.
Como una forma de seguir motivando a mis estudiantes de posgrado, especialmente a los del primer semestre de la Maestría en Docencia, sobre la importancia y la riqueza de las prácticas de lectura, transcribo mis subrayados al texto “Tesauro de los buenos lectores”, contenido en mi libro Educar con maestría. El poner en alto relieve estos apartados no sólo tiene con fin destacar algunas de mis ideas allí expuestas sino que es un pretexto para invitar a los noveles magísteres a releer el mencionado texto.
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“Los buenos lectores aprenden a leer abductivamente y, por ello, siempre hallan indicios en cualquier parte de los textos. Los buenos lectores ven el libro o la página como un misterio, y cualquiera de sus lecturas se torna en una actividad de permanente sospecha”.
“Para los buenos lectores, la bibliografía es una invitación al abordaje, un llamado al hurto de otras voces, un asalto admitido, un allanamiento preparado con la autorización y el beneplácito del mismo escritor. Los buenos lectores –que por lo general tienen espíritu de astrónomos– son capaces de ver o rastrear esas confluencias, esas influencias, ese juego de atracciones y repulsiones que es toda lectura”.
“Cuando se es un buen lector, la biblioteca deja de ser aquel espacio donde se piden en préstamo los libros, para adquirir otra dimensión más potente y más rica: escenario del diálogo con esas otras voces despertadas por nuestros ojos y nuestro cerebro al entrar en relación con el libro. La biblioteca es como un salón de acústica secreta: si uno afina la atención o la perspicacia muy seguramente podrá escuchar y entrar en relación con la inmensa familia invocada desde las palabras mudas de los libros”.
“Leer como camello implica dejarse habitar por el texto, asumirlo en la dimensión del “como está dicho”, ir palabra a palabra, párrafo a párrafo, sin dar grandes saltos u omitiendo información. Los buenos lectores saben que sin esta “aduana”, sin este asumir el texto en sus ramificaciones o matices, el rendimiento o los resultados del leer comportan pocos dividendos. El camello lector estudia el texto: emplea fichas, hace esquemas, redacta glosas, subraya y discrimina, consulta las fuentes referenciadas, reflexiona y relee. Si no se lee como camello, el texto será siempre un pretexto y el juicio sobre determinada obra no sobrepasará la mera opinión”.
“Los buenos lectores van siempre a la caza de citas. Las citas fascinan a los buenos lectores porque dejan entrever, con sus muy pocas palabras, un mundo desconocido, otras relaciones apenas sugeridas. Las citas conquistan por su discreción discursiva, por su cortada manera de aparecer en una obra. Y tal vez por su misma fragmentación es que invitan a los buenos lectores para que deseen ver todo el cuerpo textual del cual hacen parte”.
“Al leer las obras clásicas lo que hacemos en retomar el legado mayor de las generaciones pretéritas; es ganar tiempo para enfrentar el presente o avizorar el futuro. El lector de obras clásicas es más apto para sobrevivir en tiempos de banalidad y aburrimiento masivo”.
“La lectura no está en los textos; es algo que debe construirse o revelarse a partir de ellos. La lectura, al igual que un iceberg, muestra una mínima parte de significación en la superficie, pero su mayor cuerpo de sentido está oculto bajo el nivel del mar. Tal vez por ello, los buenos lectores son, de alguna manera, criptógrafos”.
“Los diccionarios, para un lector de calidad, son pórticos a ciudades desconocidas, pasaporte de letras para empezar ese viaje que es toda lectura. El buen lector es lector de “thesaurus”, esos diccionarios especializados en donde se puede encontrar el concepto más extraño o la palabra que nunca asoma su nariz por las enciclopedias; o esos otros diccionarios, los etimológicos, encargados de llevarnos a los orígenes, a la genealogía fascinante de las palabras; o los diccionarios ideológicos, que más que ofrecer definiciones lo que proponen son campos de relación o semejanza, prestidigitación sinonímica”.
“Los buenos lectores saben que en los epígrafes pueden estar condensadas las claves para la comprensión de un texto o de un voluminoso libro. Los epígrafes son guiños que el texto nos lanza, llamados para que acudamos a mirar el fondo de su estructura”.
“Al esquematizar, los buenos lectores emplean corchetes, flechas, óvalos y recuadros, conectores de enlace, líneas de convergencia, palabras clave, nodos de información… Todo ello para tomar distancia del texto, para alejarse de él y poder apreciar la figura escondida entre los detalles, aquella armazón de la cual dependen las palabras o los párrafos y que, en una primera lectura, apenas vemos como ruedas sueltas en el engranaje de las páginas”.
“Los buenos lectores anhelan descubrir la estructura porque saben que, hallada esa columna vertebral, resulta más fácil diferenciar la información importante de la secundaria. Los buenos lectores desbastan, echan cincel, quitan capas, despejan todo barniz del edificio informativo para apreciar la “obra negra”, para ver las bases o los soportes, para detectar la calidad de las vigas, para observar la disposición de los pisos o los niveles de los textos”.
“Los buenos lectores indagan en los lazos de familia de las palabras y las conciben como seres vivos que cambian con el pasar del tiempo y el asentamiento en determinado territorio. La etimología es, para los buenos lectores, una forma de intimar con la obra o el texto; una estrategia de interacción o un recurso para “tratar” la información no como una desconocida o extraña, sino como alguien cercana o partícipe de una misma descendencia”.
“Las fichas o las notas son como pequeñas radiografías o instantáneas de interés a la par que avanza la lectura. Los buenos lectores las usan para abrirse paso entre la maraña de signos; las emplean para entresacar o poner en alto relieve una idea, una frase, una cita digna de recordación. Los buenos lectores usan las fichas como una potestad de la escritura para someter a la lectura y lograr con ello que declare sus más preciados secretos”.
“Los buenos lectores, los que saben que leer es un diálogo permanente con la obra, van escribiendo glosas al mismo tiempo que van leyendo. La glosa fija esa etérea figura que tratamos de ir armando en nuestro cerebro a la par que vamos avanzando en la lectura. La glosa es certeza para el entendimiento; refuerzo para el aprendizaje”.
“El gusto por leer se adquiere, se aprende, se madura como los buenos vinos. Los buenos lectores son enólogos. Catadores sibaritas. Los buenos lectores degustan muchos platos de información para ir descubriendo en ellos dónde hay un sabor que los embelesa o un alimento acorde a sus más secretos apetitos”.
“El hábito, en asuntos de la lectura, sí hace al monje. Los buenos lectores adquieren dicho título porque se animan a leer un poco todos los días, porque destinan unos minutos para frecuentar el libro o buscar una revista o adentrarse en los mares de internet. El hábito de leer conduce a descubrir el goce de leer: ese supremo estado de los amantes de la lectura”.
“Los buenos lectores saben que los índices dan visión de totalidad, de conjunto. Los índices son otras pistas para la lectura; quizá las pistas más evidentes y, por lo mismo, menos tomadas en cuenta por los lectores novatos. Los lectores expertos usan los índices como miradores de la geografía de un texto: allí una montaña, más allá un valle, hacia el oriente una ensenada… Después de otear el territorio (porque los índices son lugares de observación en lejanía) el buen lector ahora puede sumergirse en la lectura pues ya tiene claro dónde hay un río, donde está la cordillera o dónde el peñasco objeto de su búsqueda. Los índices economizan esfuerzos y, además, encaminan al viajero”.
“Leer como león es interpelar al texto, hacerle preguntas, confrontarlo desde nuestro propio mundo, desde nuestras otras lecturas. Al leer así, convertimos la lectura en una práctica activa y no en un ejercicio pasivo de nuestra percepción. Los buenos lectores asumen el texto como antagonista, como reto a la inteligencia o como provocación que invita al desciframiento”.
“Los buenos lectores son visitantes asiduos de las librerías: las buscan, ansiando conocer el libro citado por el autor que están leyendo; las recorren, revisando de nuevo los anaqueles en busca de alguna “joya” escondida; las husmean, indagando entre las novedades alguna reciente obra digna de su interés. La librería es para los buenos lectores una fiesta, un ágora, una congregación jalonada siempre por el ansia de seguir leyendo, por el deseo de conversar sobre lo ya leído, o por el vicio mismo de encontrar nuevas cosas para leer”.
“Los buenos lectores andan entre libros, se rodean de ellos; los buscan en todas partes; se duelen cuando encuentran uno mutilado; se afanan cuando no tienen dinero para adquirirlos; se regocijan cuando recuperan alguno que habían perdido. Y los libros, como perros fieles, crecen y se multiplican al lado de sus amos, conformando zigurats multicolores, o acomodándose unos junto a otros en los entrepaños de una biblioteca. Los buenos lectores son los ángeles custodios de los libros”.
“Los buenos lectores cuentan por lo menos con varios métodos de lectura. Desde los más simples (encontrar las ideas principales y las secundarias), hasta los más complejos (identificar las transformaciones o establecer una configuración simbólica). Los buenos lectores saben que cada obra reclama un método especial; que cada tipología textual exige un método acorde a sus características. Que no se puede aplicar el mismo protocolo a todos los textos o todos los libros”.
“Los buenos lectores, cuando leen como niños, se dejan asombrar por aquello que tienen ante sus ojos; se extasían ante una tesis o una idea; se maravillan ante la estructura textual o con el tejido de filigrana hecho línea a línea, párrafo a párrafo. Los lectores niños asumen el texto como algo inédito o inesperado y, por lo mismo, merman sus precomprensiones, para lograr abandonarse al despuntar de la información, a ese retoñar de las palabras cuando son tocadas por la luz de la mirada”.
“Los buenos lectores, aunque pueden leer a cualquier hora, prefieren hacerlo durante la noche porque sienten que en esa quietud o merma en la actividad del mundo exterior, hay una oportunidad para atrapar las silentes voces de las palabras. La noche es, para los buenos lectores, una aliada de la concentración. Y tal recogimiento es indispensable para que la lectura emerja plena y cabal como Venus de las aguas”.
“Los buenos lectores, antes de dedicarse a la arqueología de la información, empiezan por ser agrimensores de los textos”.
“Los buenos lectores, antes de cualquier cosa, se toman un tiempo para mirar con esmero la portada, el índice o la tabla de contenido, el prólogo o la introducción, la fecha de edición, la editorial, la traducción, si es que es un libro editado originalmente en otro idioma. Los buenos lectores revisan y meditan, sobrevuelan el texto, para tomar confianza y así poder luego entrar a las intimidades de la información”.
“Los buenos lectores están felizmente enfermos de tanto leer: una revista en la peluquería, un periódico de vieja fecha, un cómic desgastado y sin algunas páginas, los avisos callejeros, la letra menuda de los contratos y los tiquetes aéreos, los portales infinitos de la web… en fin, nada queda por fuera del ojo acucioso de los buenos lectores”.
“A los buenos lectores les gusta releer porque saben que cada lectura siempre será distinta; porque el ojo que lee no es un ojo mecánico sino un ojo preñado de mundo e historicidad; de experiencias, sentimientos y memoria”.
“Al resumir descubrimos la intencionalidad o el propósito substancial de un texto. Nos quedamos con lo indispensable, con lo necesario, con lo intrínseco de una obra. Los buenos lectores escriben resúmenes porque al igual que los perfumistas, aman destilar esencias”.
“Los buenos lectores no se atragantan, ni se preocupan por “acabar” los textos o las obras. Su modo de leer es más lento, con una intencionada preocupación por la masticación, por dar cuenta de lo que pasa entre una idea y otra, por triturar con las muelas de su entendimiento lo que van recogiendo indiscriminadamente con sus ojos. Rumiar es el modo como los buenos lectores asimilan lo leído”.
“Los buenos lectores buscan el sentido pero siempre desde el yunque del texto. Eso demanda dos movimientos: uno, muy centrado en lo dicho, llamémoslo literal; otro, más descentrado, nombrémoslo analógico. O si se quiere, un recorrido lector preocupado por explicar el texto y otro, centrado en tratar de comprenderlo”.
“Los símbolos significan en red, eso lo saben los buenos lectores. Entonces, cuando se encuentran con ellos proceden de manera transversal, nunca directa. Los símbolos aluden, insinúan, avisan de algo, pero dejando un amplio espacio para la interpretación. Los símbolos se comportan como los antiguos oráculos: apenas señalan, o dictan sus vaticinios de manera cifrada, casi oscura”.
“Los buenos lectores van discerniendo, seleccionando, separando las ideas. Cuando leen lo que en verdad hacen es tamizar la información; pasarla por muchos filtros. Por eso es clave usar varios colores para tal tarea: uno, centrado en la continuidad e interés del texto; otro, enfocado a poner en alto una pesquisa particular o un motivo especial que orienta nuestra lectura. En todo caso, los buenos lectores no se contentan con resaltar todo el texto con un mismo color. Los buenos lectores más que juntar, dividen; más que igualar, discriminan”.
“Los buenos lectores convierten los títulos en informantes o delatores del territorio textual que pretenden conquistar; los buenos lectores exprimen los títulos hasta sacarles el jugo de la anticipación de los significados; los buenos lectores meditan los títulos como si estuvieran resolviendo la fórmula de un oráculo”.
“A diferencias de sus congéneres, los buenos lectores en vacaciones es cuando más tienen trabajo. El negocio de los buenos lectores se multiplica en estos días. Y mientras sus semejantes andan desocupados, ellos no paran de ponerse al día con un texto que tenían abandonado o empezando esa obra que desde hace muchos años han querido leer. Las vacaciones son la primavera de los buenos lectores”.
“Los buenos lectores piensan que la Web es una caja de herramientas de primera mano, pero que dependiendo de la pericia del navegante puede convertirse en un canto de Sirenas, en un engaño de parecer muy informado. Los buenos lectores saben que la calidad de una lectura no depende sólo de la cantidad de información que se acumule, sino de la discriminación que se haga de ella, del criterio que se tenga para poder saber cuál es la más pertinente, la más necesaria, y cuál es puro fárrago con apariencia de actualidad”.
“Los buenos lectores no son defensores de las fotocopias (grises y monótonas substitutas de los libros), entre otras cosas porque andan como náufragas en el mundo de la información, porque son muñones sin figura, retazos sin puntos cardinales. Es la obra completa lo que subyuga a los buenos lectores: la obra que tiene índice y tabla de contenido y notas y referencias; la obra que conserva esas primeras páginas que son como su registro de nacimiento; la obra completa, la que se deja apreciar de principio a fin, así no vayamos a leer sino uno de sus capítulos”.
“El buen lector mira el bosque pero sin perder el árbol, y sabe que la interpretación de un texto requiere tener ojo de garza y, al mismo tiempo, ojo de águila. Los buenos lectores pueden explicar los detalles y también tienen la facilidad para saltar a la comprensión del conjunto. Los buenos lectores oscilan, son anfibios, nómadas. Así como pueden excavar hasta el fondo de una palabra, con el mismo ahínco pueden alejarse para apreciar la forma oculta en el conjunto”.
Por la lectura somos viajeros inmóviles, actores de muchas obras, habitantes de mundos desaparecidos. Con la lectura nos hacemos partícipes del pasado y cómplices del porvenir.
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Aunque parezca evidente, no podemos olvidarlo: los ojos van en pos de palabras; el cerebro, de sentidos.
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Si asumimos con Nietzsche la idea de un lector rumiante deberíamos tragar menos y masticar más cada bocado textual.
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Una buena manera de aprehender lo leído es confiar menos en el globo del ojo y preferir el carruaje de la mano. La escritura ancla lo que divisa la percepción.
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Los leedores van por la superficie; los lectores, exploran en las profundidades.
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Cortázar pedía elegir entre ser lector hembra o macho al momento de leer una novela: fijarse más en los detalles o preferir apreciar el conjunto. Dejarse habitar por el sentido o salir en su búsqueda.
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Ciertos libros sólo entregan sus guardados secretos a un lector especial. Son como románticas princesas que esperan por años la llegada de su príncipe azul.
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Cuando Roland Barthes distinguía entre textos de placer y textos de goce era porque sabía que una cosa es leer con los ojos y otra leer con la imaginación.
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Los títulos de los textos a veces son una promesa que se cumple y, otras, una señal equívoca de seducción.
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El buen lector mira su texto como el pastor su ganado: allí, varias bastardillas; allá, un subtítulo en negrita. Más lejos, una nota a pie de página; a lo lejos, cuatro comillas con una referencia… Pastor y lector saben una cosa fundamental: aunque toda la manada parece igual cada animal es diferente.
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Hay lecturas de diferente dureza. Hay unas para picos de cotorras y otras que demandan la persistencia del pájaro carpintero.
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Los textos botan su mejor jugo sólo si el lector los exprime con la prensa de la relectura.
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Un buen lector debe tener ojo de águila para las tablas de contenido y olfato de topo para moverse por los pasadizos de los capítulos.
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Si poco reflexionamos sobre lo leído terminaremos ahítos de información y poco nutridos de conocimiento.
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Releer es como volver a encontrarnos con viejos conocidos: un instante de familiarización y asombro al mismo tiempo.
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El que relee se extraña por un momento de un subrayado hecho años atrás. Se olvida de que sus ojos son los mismos, pero no así su pasado.
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Ciertos lectores son hijos de Sísifo: apenas creen haber conquistado la cima de lo entendido, deben volver al inicio del texto para cargar lo que aún no han logrado comprender.
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Así como enseña el médico o la madre cuidadosa, si queremos tener lectores vigorosos en el mañana es preciso leer en cierta edad algunos textos que no nos gustan.
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El sentido de un texto al igual que los antiguos imperios anda sepultado debajo de palabras. Todo lector debe actuar como si fuera un arqueólogo.
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Hay lectores alondra y lectores búho. Los primeros tienen mayor viveza en su entendimiento a primeras horas de la mañana; los segundos, aguzan mejor su inteligencia a altas horas de la noche.
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El lector crítico, al igual que Odiseo, no debe ceder al canto de las Sirenas. Detrás de los dulces cantos se esconden terribles suplicios.
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Si leer es ser pioneros de caminos; releer es sentirnos colonizadores de lo ya caminado.
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Cada texto prefigura al lector que lo interpreta; los malos lectores desconocen este vaticinio.
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El hábito de leer que parece solo ejercitar la velocidad de los ojos lo que en verdad provee es más piedras de toque para encender el pensamiento.
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Cuando el pescador de significados lanza su red en un texto aspira encontrar grandes peces pero también captura animales no comestibles, materia de deshecho y restos de antiquísimos naufragios.
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El lector avezado tiene sus ojos como cedazos. Su tarea, en consecuencia, es hacer continuos tamizajes
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Algunos textos dejan en sus palabras las huellas de un enigma que solo el lector inquisitivo puede descubrir. Encontrar el sentido ya es de por sí un caso criminal.
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Los libros clásicos saben mejor cuantos más años pasan. El secreto está en la profundidad temática de la obra y en el tipo de barrica en el que fueron tratados al escribirlos.
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Es bueno recordar las cosas que leemos; pero es mejor olvidarlas para recuperar el asombro de la primera vez que las leímos.
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Hay obras que nos marcan para toda la vida. La lectura de esos textos son cicatrices particulares visibles únicamente en la piel de nuestro espíritu.
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Algunos lectores tratan al libro como a un enemigo; otros, como a un perfecto cómplice. Los libros reconocen su lector y actúan según dicho trato.
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Los lectores que pedía Nietzsche, los rumiantes, son esencialmente relectores consagrados.
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Determinadas lecturas reclaman para sí a audaces exploradores; otras piden pacientes monjes de abadía; y las hay también que exigen la fidelidad incansable de los amantes obsesivos.
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Aunque ya estemos por acabar de leer la página final del libro no podemos caer en la falsa suposición de que ya comprendemos todo lo leído. En la lectura se cumple la consigna de la tragedia clásica: no puede darse un veredicto definitivo hasta que nuestros ojos escuchen la última palabra.
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La lectura hecha en un avión cumple el sueño arquetípico del lector de vacaciones: sentarse a leer pero con los pies subidos en un lugar bien elevado.
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El sentido de los textos no da sus favores sino a aquellos que persisten en reclamar su amor. No hay amantes fáciles cuando se trata de lecturas académicas.
No pienso que la lectura sea sólo un conjunto de habilidades, ni me parece que leer sea una mera decodificación de signos. Tampoco comparto la opinión, según la cual, la lectura –de manera un tanto gratuita– es un “libre y fantasioso” juego de interpretaciones. Me gusta más entender la lectura como un proceso –como un acto o una actividad– de abducción. Como un “trabajo” de indicios y de hipótesis progresivas.
Expliquémonos. La comprensión lectora no es un “algo” exterior al lector; tampoco es un “sentido” que el lector guarda en su interior y que se devela cuando lee un texto; mucho menos es algo que uno –azarosamente– se encuentra en el viaje textual. No. Leer es sobre todo un ejercicio de conjetura. Es una capacidad para ir formulando continuas hipótesis sobre un “sentido posible”. La lectura es una construcción progresiva. Semiosis. Leer es apostar en la posibilidad de sentido.
El ejemplo del detective podría iluminar un tanto lo que estoy diciendo. La escena del crimen está repleta de indicios. Por supuesto, tales pistas no son “legibles” sino para alguien capacitado. Para los demás, no hay ni huellas, ni trayectoria de la bala, ni indicios de distinta índole. Así sucede con los textos: cada uno de ellos podría denominarse un crimen. Y como crimen que es posee una serie de pistas, de marcas, de índices sobre el culpable o responsable del delito. Por lo mismo, es el detective el que puede ir formulando hipótesis a partir de lo que va encontrando; allí una colilla, más allá un pañuelo, en ese otro lugar un vaso con un poco de licor. O siguiendo con la analogía: allí un verbo en infinitivo, más allá tres veces la misma palabra, en ese otro sitio una mayúscula en negrilla. Leer es ir recorriendo o reconstruyendo la escena del crimen, la escena del sentido.
Si el ejercicio de lectura ya no es inductivo –de lo particular a lo general, de la parte al todo–, ni es deductivo –de lo general a lo particular, del todo a la parte–, será, muy seguramente, una actividad de permanente abducción. Procediendo de un índice a otro, de una apuesta de sentido a otra, de una hipótesis a otro campo de posibilidad. Como quien dice, leer desde esta perspectiva es mantenerse en la cuerda floja del sentido; es avalar un sentido funambulario, en permanente divagar, en constante búsqueda. Por lo mismo, el texto no guarda un sentido único, mítico, “original”; tampoco es el lector el que tiene escondido –en un esquema– el sentido del texto. Más bien es desde la “reconstrucción” del crimen, desde las declaraciones de los distintos testigos, desde esas pistas, como se va desenredando el sentido. Quizá el sentido sea un momento o un estado en el cual –así sea momentáneamente– se logra evidenciar alguna relación o algún punto de convergencia. Quizá el sentido no sea sino la enorme variabilidad de los juegos de lenguaje.
La conjetura se valida en su permanente búsqueda. No hay una “única verdad” de los textos; tampoco “cualquier verdad”. Lo que se va develando, es que la verdad de un texto responde a la manera como el lector organiza las distintas pistas, los distintos indicios subyacentes, las distintas “huellas”. Conjeturar es construir diversos posibles sentidos. Por supuesto, sin dejar ningún indicio “por fuera”, sin “inventarse otros inexistentes”, sin “inflar” algunas de las evidencias, sin “minimizar” ninguna señal. Conjeturar –en cuanto propuesta de lectura– es sopesar dos fuerzas, dos referentes igualmente complejos e importantes: el texto y el lector. Conjeturar es mantener una constante “vigilancia” sobre la relación de un sujeto con un objeto. Es, como piensa Paul Ricoeur, mantener a la par de una “voluntad de escucha”, también una “voluntad de sospecha”.
Esto en cuanto a la lectura. Cabe ahora señalar algunas ideas sobre la enseñanza o el aprendizaje de la lectura y su relación con la educación. Empecemos afirmando que los distintos métodos de enseñanza contienen distintas opciones de vida y de cultura; las metodologías sobre o alrededor de la lectura corresponden a las diversas concepciones sobre la Escuela, sobre el Estado o sobre la Vida misma. Cuando se opta por uno u otro método lo que en el fondo hacemos es avalar un “orden de cosas”, una “genealogía”, una “moral” y un “proyecto del hombre”. Los métodos son como la evidencia de una decisión anterior, son como la parte explícita del pensamiento. Aunque parezca exagerado, cuando se enseña –o se aprende– a leer y escribir lo que estamos haciendo es permitir o cercenar el acceso del niño a un territorio humanizado. Es desarrollar ciertas “zonas” de nuestra cognición, ciertas estructuras de pensamiento. Mejor: si alguien nos enseña a leer –o con ese alguien aprendemos–, lo que hace es abrirnos o cerrarnos la relación con la Cultura.
Pensándolo mejor, lo que se pone en juego cuando hablamos de lectura –y de escritura, para que el proceso sea completo– es el tipo de “programas” con el cual “trabajará” nuestro “computador”. Según esos programas básicos, así será su funcionamiento, así sus posibilidades de trabajo. La lectura y la escritura son actividades relacionadas con el pensamiento y, por ende, con el lenguaje; por lo mismo, aprender a leer es, en cierto sentido, aprender a pensar. Poblar a nuestra inteligencia o a nuestro ser de ciertas “estructuras” a partir de las cuales es posible elaborar o reelaborar el enorme entramado, el enorme texto de la Cultura. Si uno aprende a leer, si uno aprende bajo cierto punto de vista o cierta metodología de lectura, no sólo está aprendiendo a decir “mamá” o “iglesia”, lo que sucede, además, es que se empieza a desarrollar cierto tipo de juicio, cierto tipo de mentalidad. Y, también, deja por fuera otras opciones, otras posibilidades de “concepción del mundo y de la vida”. El tipo de lectura elegido marca o señala el tipo de pensamiento. Lo imposibilita o lo potencia.
(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000, pp. 83-85)