Ilustración de Vlasta-Zabransky.

Ilustración de Vlasta-Zabransky.

Comencemos diciendo que la palabra, en sí misma, es consustancial al hombre. Como nos lo enseñara Octavio Paz, “La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad”. Pero esa palabra, tan de nosotros, tan humana, está llena de permanentes contradicciones: bien sea por escasez o por exceso; bien porque no sabemos cuándo decirla o porque abusamos de ella. La palabra, ese pan o esa moneda con que nos nutrimos y alimentamos nuestra cotidianidad, vive en permanente oscilación: o es en sus fines, donde no tenemos el suficiente tacto para enunciarla, o nos falta la prudencia necesaria para decirla en el momento oportuno; o es en el deseo de someter a otro, en lugar de volverla un medio para ofrecer autonomía; la retenemos o no la dejamos fluir, porque pensamos que así, represada, es más poderosa, con mayor autoridad o por lo menos más importante. Qué tensiones las que vivimos con esta nuestra palabra: cuánto nos arrepentimos de algunas palabras dichas y cuánto nos pesa el no haber dicho a tiempo otras palabras definitivas para alguien o para algo. Fijémonos, no más, en cómo nos esforzamos algunas veces por tomar la palabra, casi exigida con violencia, y otras, quizás las menos, cómo propiciamos espacios para dar la palabra, para servirla como un banquete al apetito de otros. Por momentos nos aferramos a algunas de ellas, como tabla de salvación, como amuletos sagrados, pero luego esas mismas palabras se nos tornan en cárcel, en grilletes dogmáticos que nos acorralan hasta el mutismo o la sumisión total. A veces nuestra palabra propicia la esperanza y, a veces también, fractura la posibilidad de utopía. Con todo esto quiero subrayar apenas que el ejercicio de la palabra, y más tratándose del cuidado de la misma, se mantiene en un peligroso lugar funambulario; es desde ese deseo por mantener el equilibrio sobre la cuerda floja, o desde la mesura del pensamiento del mediodía del que hablara Albert Camus, donde deseo presentar alguna tensiones que gravitan el uso de la palabra.

Primera tensión: urgencia de hablar/necesidad de callar

Una de las primeras tensiones de la palabra es aquella que se presenta entre hablar y callar. Detengámonos un poco en dicha tensión. De un lado, y en determinadas ocasiones, es urgente por no decir prioritario hablar. La palabra, en ese caso, no puede guardarse so pena de que el otro –objeto de nuestro cuidado– quede en el desamparo, la ignorancia o el inminente peligro. Decir la palabra, entonces, es clave para prevenir el error más craso. Digamos que la palabra no puede guardarse porque, en ese caso, sería un descuido o mala fe en nuestro actuar. Pero, al mismo tiempo, ese hablar de la palabra se ve en permanente tensión con el callar. A veces el cuidado de la palabra consiste, precisamente, en no decir todo lo que pensamos o todo lo que queremos. Cuidar al otro significa prever qué tanto daño o heridas pueden causarle nuestras palabras. Y no se trata de parecer estratégicos o de ser hipócritas con el otro; más bien es porque pensamos en los resultados de nuestras palabras, en el impacto que pueden causar o en el efecto que pueden desencadenar que nos cuidamos de hablar más de lo debido, o de contarlo todo, o de dar un nombre propio o señalar un defecto. Aquí, por cuidar al otro, nos contenemos, editamos, ponemos entre paréntesis, matizamos nuestra palabra.

Como puede verse, la tensión está entre saber elegir cuándo debemos hablar y cuándo debemos callar. Igual daño podemos producir con una u otra acción. Queriendo buscar una cosa con nuestras palabras, podemos terminar en provocar otra muy contraria en nuestro interlocutor. Y aunque a veces, como lo dice el mensaje bíblico, “La verdad nos hace libres”, pienso también  en el consejo de Don Quijote a Sancho, en la segunda parte de la clásica obra: “enfrena la lengua; considera y rumia la palabra antes de que salga de tu boca”. Una tensión, por lo demás, que era precepto monástico: “Hay ocasiones en que no debe decirse nada, y otras en que hay que decir algo; pero ninguna en que haya de decirse todo”; una tensión hecha tradición en refranes y sentencias: “Luego que has soltado la palabra, ésta te domina. Pero mientras no la has soltado eres su dominador”; “si juzgamos somos aborrecibles; si callamos, causamos sospecha”. 

Segunda tensión: dar riendas a la lengua/morderse la lengua

Cambiemos de mirador y observemos con juicio otra tensión. Me refiero a esa que se presenta entre el exceso y el defecto en el uso o empleo de nuestra palabra. Sabemos por experiencia que la “charlatanería”, la sordera voluntaria de que hablara Plutarco,  es uno de los puntos ciegos de la palabra. Cuando se habla en demasía, cuando no se tiene el cuidado suficiente para decantar y elegir los términos adecuados, cuando se habla por hablar o se carga  nuestra palabra de ampulosidad,  lo que sucede es que el otro ya no la escucha, o se satura de tal modo que ya no oye nada o pierde el interés. La palabra excesiva termina por volverse contra sí misma. La verborrea se torna en autofagia discursiva. Por eso los charlatanes, según Plutarco, “queriendo ser amados, son odiados; queriendo hacer favores, importunan; creyendo ser admirados, son objeto de burla; sin ganar nada gastan, ofenden a sus amigos, aprovechan a sus enemigos, se arruinan a sí mismos”. Sin embargo, desde la otra orilla, la merma o la poca competencia lexical, un defecto en la palabra también puede acarrear el descuido o la imprecisión en lo que tratamos de decir. A veces, por no contar con la palabra adecuada, usamos otras que pueden ser vagas o imprecisas. El laconismo no es garantía de eficacia comunicativa. Por momentos puede traer una consecuencia desastrosa: que el otro no sepa en verdad qué le queríamos decir o a dónde era que apuntaba nuestra palabra. Hasta cabe la mala interpretación o el malentendido más rampante. Una merma en nuestra palabra puede llevar a que nuestro interlocutor se pierda entre los variados sentidos de nuestra selva lingüística.

Entonces, si de un lado debemos tener presente el no excedernos, la retórica vacía, o la palabra vana, de otro necesitamos superar el monosilabismo esquemático o cierta flojera en nuestra habla. La tensión es evidente: por exceso o por defecto en nuestras palabras podemos perder a nuestro interlocutor. De allí que el cuidado sobre lo que decimos oscile entre la verborrea y el mutismo; entre decir más de la cuenta, y decir poco o casi nada. Entre “mordernos la lengua”, o dar riendas a la lengua.

Tercera tensión: decir la palabra con verdad/engañar con la palabra

Una tensión más que deseo presentar es aquella que se da entre la verdad y la mentira. Cuántas veces, lo sabemos por experiencia, al querer usar nuestra palabra para cuidar a otro –llámese alumno, hijo o amigo–, cuántas de esas palabras que consideramos verdaderas, son, en últimas, una mascarada de otro propósito. Intentar hablar con la verdad, y más cuando nuestro fin tiene pretensiones de cuidado, parece lo más necesario, lo más vertebral de nuestro discurso. Recuerdo ahora el largo estudio de Michel Foucault sobre la parrhesia, sobre esa cierta manera de decir, sobre esa ética de la palabra basada en  “la apertura del corazón y la necesidad de que ambos interlocutores no se oculten nada de lo que piensan y hablen francamente”. Anhelo de hablar con la palabra verdadera. Pero también es cierto que la verdad requiere, como lo pensara el mismo Foucault una lexis, un cierto orden del discurso, determinada retórica que posibilite creer esa verdad. Y la retórica, en tanto técnica del discurso de la palabra, puede, cuando no la mayor de las veces, confluir en un mar de mentiras. Por eso la tensión, porque con las mismas palabras que pretendemos cuidar a otro, con las mismas palabras que pretendemos decirle una verdad, con esas mismas palabras, disponemos el escenario del engaño. Y dependiendo de la disposición de esas palabras, de la elección de las mismas, así será su efecto. Por eso Foucault consideraba que “la parrehesia (el hablar claro, la libertad) era exactamente la antiadulación”. Y la meta final de la parrhesia no es hacer que el interpelado siga dependiendo de quién le habla, cosa que sí sucede con la adulación; “el objetivo de la parrhesia es actuar de tal modo que el interpelado esté, en un momento dado, en una situación en la que ya no necesite del discurso del otro”.

Reiteremos esta tensión, dándole la voz a Pedro Salinas: “las palabras poseen doble potencia: una letal, y otra vivificante. Un secreto poder de muerte, parejo con otro poder de vida; que contienen, inseparables, dos realidades contrarias: la verdad y la mentira y por eso ofrecen a los hombres, lo mismo la ocasión de engañar que la de aclarar, igual la capacidad de confundir y extraviar, que la de iluminar y encaminar”.

Cuarta tensión: oportunidad para decir / impertinencia al hablar

El tiempo del cuidado de la palabra se mueve entre la oportunidad y la impertinencia. Hablemos primero del tiempo de la oportunidad. Kairós, llamaban los griegos a ese tiempo que, a diferencia del Cronos, no era consecutivo o medido por los relojes, sino un tiempo amarrado a ciertas circunstancias o a cierta disposición del interlocutor. El Kairós es un tiempo del “depende”, de qué tan rápido podemos leer las condiciones de receptividad de aquellas personas a las que deseamos decirles nuestra palabra. Foucault decía que “lo que definía esencialmente las reglas de la parrhesia era el Kairós, la ocasión, que es exactamente la situación recíproca de los individuos y el momento que se escoge para decir esa verdad”. Y el Kairós tiene que ver con ciertas reglas de prudencia, con ciertas condiciones para elegir el mejor momento, la forma más adecuada, determinadas circunstancias, la medida y la mejor manera posible de decir la palabra. El Kairós es “el tiempo de la sazón, del instante oportuno, el tiempo de episodios que tienen un comienzo, un nudo y un final, el tiempo humano y vivo de las intenciones y fines”. De otro lado, está la palabra dicha a destiempo, cuando no toca, cuando no es afortunado enunciarla. Es la palabra propia del necio, del que no es prudente, del atrevido o insensato que sin saber leer los intersticios del momento, suelta a quemarropa su palabra, sin consultar las condiciones y la disposición del que las recibe. A veces, bajo el disfraz de la franqueza, disparamos nuestra palabra para todos lados y de cualquier manera, desconociendo los ritmos particulares, las historias individuales, los mundos personales.

Luego el cuidado de la palabra se debate en esa tensión de ofrecerse o darse en el momento justo, cuando la coyuntura lo amerita, cuando la ocasión parece propicia. En esto del cuidado de la palabra sí que es cierto que se cumple aquello de que todo tiene su tiempo y sazón. Caso contrario, nuestra palabra será inoportuna, improcedente cuando no impertinente. Por lo mismo, nuestra tarea cotidiana consiste en tratar de acertar en el tiempo, el lugar y la circunstancia para que nuestra palabra sea de buen recibo, y no sea rechazada por haber sido dicha de forma improcedente, indiscreta o de manera indelicada.

Referencias

Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México, 1973.

Albert Camus, El Hombre rebelde, Losada, Buenos Aires, 1953.

Quevedo, Sentencias, Temas de hoy, Madrid, 1995.

Plutarco, Obras Morales y de costumbres (Moralia), Tomo VII, Gredos, Madrid, 1995.

Michel Foucault, La Hermenéutica del sujeto (Curso en el Collage de France: 1981-1982), Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

Pedro Salinas, La responsabilidad del escritor, Seix Barral, Barcelona, 1961.

Elliott Jaques, La forma del tiempo, Paidós, Buenos Aires, 1984.