
“La piel y el cabello”, ilustración de Verlag Wort y Bild Rolf Becker.
Describir: pintar con palabras. Dibujar con lenguaje lo que ven nuestros ojos. Delinear con cuidado: rasgo a rasgo, detalle a detalle. Volver nuestra mirada una lupa, una lente afinadísima para no pasar por alto, para no dejar de lado aspectos o elementos fundamentales de alguien, de cierto hecho o cierta situación. Describir: elección fina del lenguaje para dar cuenta de nuestras percepciones.
Sin embargo, aunque tal aspiración parece medianamente fácil, son por lo menos tres los impedimentos que salen al encuentro del que desea hacer una descripción. El primero, que es la base para poder describir, es el haber afinado o cualificado nuestro ver, hasta convertirlo en un mirar[i]. Mirar, lo sabemos, no es un acto inmediato, fácil, mecánico; quizá el ver cumpla con tales características. Pero el mirar, en cuanto actividad voluntariamente dirigida, requiere que al ojo se lo eduque, se lo forme, se lo cualifique para alcanzar cierta fineza en la percepción. Cierta perspicacia[ii]. O para ponerlo en otras palabras, una cosa es lo percibido y otra, muy diferente, lo visto[iii]. Entre un momento y otro media el ejercicio, la práctica, el trabajo con eso que pudiéramos llamar una “educación de los sentidos”. Entonces, el primer impedimento está en la materia misma que ve, en el ojo. Entre otras razones, porque nuestro ojo natural es un ojo cultural o enculturado. No vemos como una cámara fotográfica: miramos bajo la lente de nuestras ideologías, de nuestros imaginarios; miramos bajo los filtros de nuestra socialización[iv].
Un segundo obstáculo tiene que ver con el útil que empleamos cuando vamos a describir: las palabras. O nos faltan o nos sobran. O no son las indicadas, o son tan vagas que al final no dan cuenta precisa de lo mirado[v]. El poco trato con las palabras, ese analfabetismo funcional de nuestro tiempo que ha reducido la riqueza lexical a los mínimos del consumo, es una talanquera difícil de superar. Las palabras, en cuanto dispositivos o mediaciones del pensamiento, en cuanto códigos, tienen sus propias leyes; hay sintaxis que las orientan y hay semánticas que las determinan. Las palabras tienen su propia gravitación, su propio mundo. Entonces, cuando echamos mano de ellas para describir algo o para describir a alguien, necesitamos cierto dominio o cierta pericia para gobernarlas o, al menos, para lograr que digan con precisión lo que esperamos[vi]. No es cuestión de sinónimos o de ampulosidad en el discurso. Mejor aún, las buenas descripciones consisten, precisamente, en encontrar la palabra justa o adecuada para determinado rasgo o para cierta particularidad de un rostro, un objeto o cierta situación[vii].
El último de los obstáculos, que por estar al final, no es el de menor importancia o la última instancia de un proceso de descripción, es el de no saber o no tener algo en mente cuando se quiere describir. Digamos que ya no es la torpeza del ojo, sino la pérdida de norte del investigador. Cuando se describe algo, dada la complejidad de las personas y las cosas, dada la red y la trama de signos que conforman cualquier unidad cultural[viii], hay que definir con anterioridad hacia dónde es que vamos a focalizar nuestra pesquisa. Es muy difícil, por no decir imposible, hacer descripciones generales o de todo. La descripción se vuelve fina, de filigrana, cuando trabaja en espacios delimitados, fijados, enmarcados. Por lo mismo, si no se tiene o no se sabe previamente qué es lo que deseamos describir, pues terminamos apuntando hacia cualquier lugar o perdiendo nuestras municiones en aspectos que no eran en últimas los objetivos de nuestra cacería. Quien describe se parece mucho a un cazador. No sólo porque define con anterioridad la presa que desea cazar, sino porque debe seguir sus huellas o sus indicios, sin perder nunca el rastro de lo que busca. Una buena descripción, entonces, pertenece al arte de la cinegética[ix].
Como puede verse, describir con alguna propiedad, requiere superar por lo menos los tres obstáculos mencionados. De un lado, cualificar el ojo, de otro dominar las palabras y, finalmente, saber enfocar o delimitar el objeto mismo de la descripción. Desde luego, no digo con ello que superados tales escollos ya sea suficiente para tener dominio de tal herramienta de conocimiento y de creación. Porque, la descripción necesita sortear un vado más amplio y más profundo: el del propio desinterés. Si no hay una motivación que catapulte a la descripción, por más que se hayan superado los tres obstáculos mencionados, siempre estaremos en el conato, en la tarea inacabada o imprecisa. La emoción no sólo despierta nuestros sentidos sino que nos coloca en disposición para tomar conciencia del entorno[x]. Nos eriza las sensaciones, nos exacerba el ánimo, nos estimula el interés. Y cuando un investigador tiene dentro de sí una pregunta o un cuestionamiento que le interesa, la descripción ya tiene por lo menos un lienzo idóneo para plasmarse.
Notas y referencias
[i] Si se desea ampliar en este proceso de cualificación del ojo, mírese mi texto “Más allá del ver está el mirar” en el libro La cultura como texto (lectura, semiótica y educación), Javegraf, Bogotá, 2004, págs. 77-88.
[ii] Un buen libro para ilustrar la idea de perspicacia, especialmente en el campo de la investigación, es la obra ¡Eureka! (Descubrimientos científicos que cambiaron el mundo) de Leslie Alan Horvitz, Paidós, Barcelona, 2003. El autor trae a colación diversos casos en donde se pude comprobar cómo el ojo afinado, el ojo educado, es el que puede convertir algo nimio o insustancial en un hecho o un evento significativo.
[iii] De manera amplia, Jacques Aumont ha desarrollado este desplazamiento de lo visible a lo visual en su libro La imagen, Paidós, Barcelona, 1992.
[iv] Varios textos pueden ayudar a profundizar en esta idea. Sólo como referentes iniciales recomiendo tres. El primero de ellos: Modos de ver de John Berger, Gustavo Gili, Barcelona, 1974; el segundo, El ojo del observador compilado por Paul Watzlawick y Peter Krieg, Gedisa, Barcelona, 2000. Y uno más: La construcción social de la realidad de Meter L. Berger y Thomas Luckmann, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1984.
[v] Véase mi texto “Esa palabra tan nuestra y tan lejana”, en el libro Oficio de Maestro, Javegraf, Bogotá, 2003, pág. 159-163.
[vi] Con las palabras, como lo escribiera el mexicano Octavio Paz, hay que practicar cierto oficio de jinete, de domador. Valga recordar ese poema suyo, titulado “Las palabras”: “Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen, putas), / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas, globos, pínchalas, / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, / písalas, gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, / destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se traguen todas sus palabras”. En Poemas (1935-1975), Seix Barral, Barcelona, 1979, pág. 69.
[vii] Aquí también hay una gama de textos que pueden servir de ayuda para ilustrar lo dicho. Por ahora, apenas como un aperitivo, sugiero la maravillosa obra Palomar, de Ítalo Calvino, Siruela, Madrid, 1997; y los poemas de los libros de odas de Pablo Neruda. Me refiero a las “Odas elementales”, “Nuevas Odas elementales” y “Tercer libro de odas”, recogidas en su libro Poesía (Tomo I), Noguer, Bilbao, 1974.
[viii] El concepto de unidad cultural ha sido desarrollada por mí en el libro La cultura como texto (lectura, semiótica y educación), Javegraf, Bogotá, 2004. Léanse, por ejemplo, los apartados “¿Qué son y cómo trabajar con unidades culturales?”, “Leer un texto vivo”, “Semiótica El rehén: intento de una semiótica política” y “Citizen semiotic”.
[ix] Para profundizar en este aspecto, consúltese el artículo “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales”, contenido en el libro Mitos, emblemas, indicios (Morfología e historia), de Carlo Ginzburg, Gedisa, Barcelona, 1989, págs. 138-175. De igual manera, son sugestivas las ideas de Josefa Zulaika en su texto Caza, símbolo y eros, Nerea, Madrid, 1992.
[x] Si se quiere estudiar cómo ha ido cambiando la forma de percibir esto de las emociones valdría la pena leer la compilación de Cheshire Calhoun y Robert C. Solomon, ¿Qué es una emoción? (lecturas clásicas de psicología filosófica), Fondo de Cultura económica, México, 1989.
(De mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 209-212).