Caterine Ibargüen: "Tengo que dar lo máximo… Mi ilusión está muy alta”.

Caterine Ibargüen: “Tengo que dar lo máximo… Mi ilusión está muy alta”.

Es fácil desistir; lo difícil es mantenerse fiel a una pasión, una vocación o un proyecto. Lo inmediato es el abandono, la disculpa, la inconstancia; lo excepcional es la persistencia, la disciplina, el compromiso. ¿Qué hay detrás de estos comportamientos?, ¿Cómo lograr no claudicar o renunciar a sueños o propósitos importantes en nuestra vida?

Un primer aspecto, y del cual dependen otros, tiene que ver con la buena crianza. Allí, en la familia, en el ejemplo de los padres o familiares más cercanos tenemos un referente de primer orden. Esas figuras muestran con sus actos la tenacidad necesaria para conseguir un techo, aventurarse a una empresa comercial o cultivar un talento. Por lo demás, con cada frase cotidiana de ánimo o con los consejos dados cuando las cosas no salen como se quiere, se va dejando en los más pequeños una impronta en el carácter o en el temperamento. Dicha ejemplaridad es un primer dinamizador de nuestro espíritu y una herencia de esperanza cuando decaen las fuerzas o se presenta el desánimo.

Otro elemento es el de fortalecer la propia voluntad. A veces tenemos una frágil o raquítica constitución en nuestros deseos o nuestras decisiones. No somos capaces de mantenernos firmes al orientar nuestra mente y nuestros actos hacia un propósito. Porque tener voluntad implica ejercer una fuerza, una tensión sobre aquellas fibras íntimas que nos constituyen. La voluntad es la que nos hace volver a empezar después de un fracaso o la que convierte los errores en nuevos retos. Y es la voluntad la que nos lleva a asumir determinadas disciplinas, a adquirir ciertos hábitos de alta exigencia. Sin voluntad es muy difícil conquistar grandes ideales, innovar en una empresa, perfeccionarse en una disposición natural o dominar un arte. Gracias a la voluntad franqueamos limitaciones físicas, nos sobreponemos a las adversidades económicas y ponemos en cuarentena la abulia y la indiferencia.

Derivado de lo anterior está el valor de la constancia, de la perseverancia en un sueño, un objetivo o un oficio. La persistencia y la mejora en cualquier tarea van de la mano. Si no hay asiduidad, si lo que aflora es la inconstancia, lo más seguro es que poco se avance en la perfección de una técnica o que los grandes propósitos queden en conatos y buenas intenciones. La constancia nos hace testarudos, no nos deja perder la fe en lo que ansiamos, e incluso nos dota de paciencia cuando las aspiraciones requieren un tesón permanente en el tiempo. La constancia es la vacuna contra el abandono a la primera dificultad o contra la tentación de renunciar si el esfuerzo no muestra resultados inmediatos.

Creo, además, que no se pueden conquistar grandes utopías si no se posee una tolerancia al riesgo o una declarada disposición para la aventura. Si nuestros ojos avizoran terrenos ultramontanos, si las fronteras hacia donde anhelamos llevar nuestros pasos son desconocidas, mayor deberá ser el atrevimiento, más contundente la osadía. Entre más altas sean las utopías, mayor deberá ser nuestro valor. O, para decirlo de otra forma, si no aceptamos con intrepidez los desafíos será imposible alcanzar nuestros sueños.

Pero, ¿por qué, entonces, las generaciones de hoy tienden con mayor facilidad a renunciar o abandonar sus ideales más queridos? Pueden ser muchas las respuestas. Cabría pensar que en épocas pasadas las familias privilegiaban la formación en virtudes tales como la laboriosidad, la autodisciplina, el esfuerzo o la perseverancia; también porque la escuela mantenía en alto valores como la constancia, la dedicación y la disciplina; o porque la sociedad, en su conjunto, consideraba loable el emprendimiento y el trabajo honesto. Pero en esta época –y en nuestros países que han cifrado sus ideales en el dinero fácil– se ha terminado despreciando la perseverancia, para cambiarla por el golpe de fortuna o la suerte teñida casi siempre de ilegalidad o corrupción.

Hasta ahí una primera explicación. La otra razón estriba en el éxito instantáneo que nos han inoculado los medios masivos de información y una sociedad de consumo obsesionada por la adquisición de mercancías. Nunca antes como ahora el éxito parece estar a la mano para cualquiera, y todo suena sencillo y de fácil acceso. Lo ligero y desechable campean sus candilejas a cuento ingenuo aparezca. Por supuesto, en este horizonte no se privilegia la continuada y silenciosa labor del artesano o el trabajador anónimo sino la novelería y la espectacularidad del astuto oportunista. Y lo que hoy es considerado importante mañana será desplazado por otro producto u otro ídolo de turno. En este contexto se confía más en el escándalo, el chisme o en tráfico de influencias que en el trabajo denodado y humilde.

Esas pueden ser algunas de las razones. Una causa adicional está en haber aceptado un estilo de vida muy dependiente de la exterioridad sin poca o ninguna construcción de lo íntimo. Se ha renunciado al cuidado de sí. Las grandes masas malgastan su vida en asuntos que nos les demanden mayor complicación, pegados horas y horas a un televisor, aceptando la diversión como propósito existencial, negados a cambiar lo establecido o luchar con otros para delinear un futuro diferente. Tal estilo de vida favorece la apatía, el simplismo de los problemas y una desidia frente a los asuntos fundamentales de la existencia. “No complicarse”, es la respuesta recurrente; “tomarse las cosas como vengan”, se aconseja a los inconformes. Quizá esta manera de asumir la vida sea la causante principal de haber claudicado a cimeros retos personales, de no enfrentar las dificultades con determinación o de asumir la veleidad como línea de conducta.