Ilustración de Riki Blanco.

Ilustración de Riki Blanco.

El aforista posee las delicadas manos del orfebre: junta las palabras como si fueran hilos de una finísima obra de joyería.

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El escritor de aforismos debe conservar el tono de los epitafios: hacer memorable en pocas líneas todo el trasegar de una vida.

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El aire frío de la reflexión es el que convierte el vapor de la ideas en gotas de aforismo.

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Así deber ser el aforismo: condensado en la estructura; profundo en el análisis; agudo en las consecuencias; ingenioso en la construcción.

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Aforismo: terapia breve para despertar el espíritu.

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Las gastadas cosas al ser tratadas por el aforista adquieren un brillo de novedad. En esta labor de redescubrimiento del mundo el aforista se asemeja al poeta.

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Primero el aforismo sirvió a ayuda a la memoria; hoy es un remedio contra la amnesia de la frivolidad.

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Los efectismos buscados por el aforista son la coquetería de las ideas para atraer la atención del lector.

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Nietzsche advirtió que la lectura de un aforismo requería ser pasada por más de un estómago. Aunque breve, al aforismo hay que masticarlo largo tiempo para extraerle su significado.

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El aforista pertenece a la escuela del minimalismo de la sospecha.

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El signo distintivo de los aforistas es un anillo con la forma de la serpiente uroboros. La interpretación es sencilla: las palabras usadas en la cabeza del aforismo deben engullir a aquellas otras empleadas en la cola, formando un cuerpo indisoluble.

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El aforismo tiene algo de presuntuoso o audaz. Sabe que la subsistencia de su mensaje proviene de organizar las palabras como un todo autosuficiente.

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Por trabajar el aforista con descargas de lucidez es que logra, mediante el contraste súbito entre las ideas, desatar en el lector un relámpago de discernimiento.

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Los aforistas son practicantes de la alquimia: buscan con muy pocos elementos fraguar una piedra para filosofar.

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Aunque sea el reflexionar la cocción lenta preferida por el aforista, a veces la intuición le permite obtener resultados instantáneos.

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La mayor dificultad de un aforista practicante del zen no está en agrupar milimétricamente las voces de las palabras sino en dejar intersticios para escuchar el silencio.

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La sorpresa es la almendra del aforismo.

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El místico en trance y el aforista escribiendo confían en que, de un momento a otro, tengan la iluminación.

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Los aforistas son almas que irán al cielo. Durante su vida han preferido siempre seguir la vía estrecha y no la amplia y tentadora senda de la ampulosidad.

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Los aforismos reclaman para sí la lectura ensimismada y reiterativa. Es obvio: los concentrados necesitan disolverse muy bien para que surtan efecto.

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En el lápiz del escritor de aforismos el grafito es el apasionado y hablador; la goma, en cambio, es excesivamente reflexiva y dada al escepticismo.

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El aforista tiene un gran angular para juzgar la vida y las personas, pero utiliza un lente macro para registrar sus impresiones.

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Al igual que Hipócrates escribió los Aforismos para recordarnos cómo sanar el cuerpo, los aforistas posteriores redactan sus máximas para alertarnos del cuidado del alma.

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Los oráculos se expresan en aforismos. No de otra manera podrían los dioses entregarles a los hombres las claves de su propio destino.

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Los aforismos meritorios deben producir en el lector un efecto semejante al de las campanas de iglesia: el de sacarlo de la tranquilidad de su casa para entrar en otro espacio a meditar.

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Algunos aforismos son tan brillantes en su crítica a nuestras credulidades que se asemejan el filo de la espada de un verdugo.

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La tinta con que los aforistas escriben sus preceptos está elaborada con sustancias corrosivas. Por eso al leerlos, unos irritan o inflaman y, otros, queman hasta dejar la piel desnuda.