Ilustración de Igor Morski.

Ilustración de Igor Morski.

Versículos
Gonzalo Rojas
A esto vino al mundo el hombre, a combatir
la serpiente que avanza en el silbido
de las cosas,  entre el fulgor
y el frenesí, como un polvo centelleante, a besar
por dentro el hueso de la locura, a poner
amor y más amor en la sábana
del huracán, a escribir en la cópula
el relámpago de seguir siendo, a jugar
este juego de respirar en el peligro.
 
A esto vino al mundo el hombre, a esto la mujer
de su costilla: a usar este traje con usura,
esta piel de lujuria, a comer este fulgor de fragancia
cortos días que caben adentro de unas décadas
en la nebulosa de los milenios, a ponerse
a cada instante la máscara, a inscribirse en el número
                                                             [de los justos
de acuerdo con las leyes de la historia o del arca
de la salvación: a esto vino el hombre.
 
Hasta que es cortado y arrojado a esto vino, hasta que
                                                                [lo desovan
como a un pescado con el cuchillo, hasta
que el desnacido sin estallar regresa a su átomo
con la humildad de la piedra,
                                               cae entonces,
sigue cayendo nueve meses, sube
ahora de golpe, pasa desde la oruga
de la vejez a otra mariposa
distinta.

A los que nos preguntamos más de una vez para qué venimos al mundo, o a esos otros que no saben muy bien el significado que hay detrás del destino del hombre, el chileno Gonzalo Rojas nos muestra en su poema “Versículos”, una variedad de tareas que dan sentido a la existencia humana. El poeta enumera varias respuestas a esa inquietud fundamental que nos asedia, dichas a la manera de acciones por hacer o de recomendaciones expresadas como aforismos sapienciales.

Entre las cosas que el hombre puede hacer –aunque bien pudieran enunciarse como principios de vida– están las de usar su cuerpo, de sacarle los mayores beneficios, de no dejarlo sin “estrenar” o de resguardarlo por el asco excesivo o el moralismo culpabilizante. Si vinimos con un cuerpo, debemos darlo y tomarlo con abundancia. De igual modo, venimos a este mundo a interactuar con otros, a entrar en escena para representar diferentes personajes. Y también a tratar de ser justos con los demás, bien porque asumimos una ley terrenal o porque aspiramos y obedecemos mandatos divinos. Todas esas tareas son motivos que explican nuestra presencia en el mundo.

Pero no sólo eso. Nuestro estar en el mundo tiene que ver de igual manera con asumir hasta los tuétanos algunas locuras, de no sólo sobrevivirnos sino de sumarle a la existencia un toque de riesgo y aventura. La vida necesita que le adicionemos retos y vértigo. Y mucha imaginación. Porque si no ponemos “amor y más amor” en muchas de las cosas que hagamos, la vida nos parecerá más una carga que un don o una riqueza maravillosa. Por lo mismo, en cada relación amorosa que tengamos o en los momentos de éxtasis tenemos que imprimirle nuestra rúbrica o nuestro grito de “seguir siendo”. Es una apuesta el vivir y, en tanto apuesta, trae aparejado su peligro.

Tenemos que combatir y besar y escribir y jugar;  hemos venido a eso: a cumplir el mandato de sabernos vivos. No es un asunto de quedarnos quietos a esperar el momento en que “nos desoven como a un pescado con el cuchillo”. No. Nuestro deber es enfrentar y aprovechar todo lo que nos ha sido dado. Al menos hasta que empecemos a caer en el otro vientre de la muerte; hasta que regresemos a nuestro átomo “con la humildad de la piedra”. Mientras que ese momento llega, nos corresponde rendir cuentas de cada uno de nuestros órganos, de cada uno de nuestros sentidos y de cada una de nuestras posibilidades. No podemos ser inferiores a ese destino signado en nuestra mente y en nuestro corazón.

Gonzalo Rojas, por lo demás, nos dice que esa etapa final de nuestra vida no es un término absoluto. El poeta lo ve como una caída que es al mismo tiempo una ascensión. Nuestra vejez se asemeja a una oruga que preludia una cosa distinta, una mariposa innominada. Se trata de una transformación más que de un acabose. Como se ve, aun el final de la vida tiene un sentido: es el preludio para otro estado, la etapa previa a un nuevo destino. Y como somos “desnacidos sin estallar”, lo más probable es que despuntemos en esa otra dimensión, en ese aire donde vuelan a plenitud las mariposas.

No es absurda, entonces, nuestra venida al mundo. Porque a pesar de “los cortos días que caben adentro de unas décadas”, nuestra existencia participa de las “nebulosas de los milenios”. Lo importante es lo que hagamos con nuestra vida en ese corto tiempo; lo valioso está en cómo convertimos ese oscuro terruño de nuestro ser en “polvo centelleante”. Ahí está nuestra mayor tarea. Y de cada uno de nosotros depende asumir, con valor o cobardía, la misión de hacer rendir esa herencia de la vida que nos fue dada a la manera de una semilla aún sin germinar.

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 17-21).