El maestro y el discipulo Claude Lefebvre

“El maestro y el discípulo” de Claude Lefebvre.

¿Es posible formar a otro ser humano?

Creo que sí. Pero a sabiendas de que el resultado es imprevisible. A veces lo enseñado corresponde a lo logrado y, en otros casos, está muy distante de los objetivos de formación.

¿Y eso no desalienta a un formador?

A veces. Pero si se tiene la convicción de enseñar, si ese fuego alimenta el trabajo, pues se continuará en esa labor. Me parece que esta profesión se mueve sobre la zona de lo posible. No es una ciencia exacta, ni un proceso totalmente efectivo.

¿Es como un arte?

Algo tiene de arte, en cuanto pone en acción una singularidad y en la medida en que hay un estilo que impregna las palabras y las acciones del formador. Es un arte por oposición a ciencia; es un arte porque se va perfeccionando con la experiencia, y es un arte porque demanda el aprendizaje de técnicas y procedimiento propios de un oficio.

¿O será mejor un oficio?

También es un oficio, pero como lo entendían los artesanos medievales. Es decir, una ocupación forjada en la práctica, en la que son esenciales la previsión, la inteligencia práctica, la perspicacia y un dominio de ciertos útiles o herramientas. También es un oficio por su carácter anónimo; no es una profesión para el alto renombre o figuración social.

¿El formador nace o se hace?

Se requiere cierta vocación pero no es suficiente. Vocación de servicio, de establecer vínculos, de sensibilidad social. Sin embargo, si no hay una apropiación de saberes y estrategias, de procedimientos y maneras de hacer, poco serán los alcances de un formador. Aunque lo contrario de igual modo es cierto: la excelente capacitación, el dominio de determinadas técnicas de enseñanza, el poseer una hoja de vida con altos pergaminos académicos no serán suficientes si no hay una vocación, un ardor por la alteridad, una pasión por comunicar a otros un saber o un oficio.

 ¿Es fácil detectar esa vocación?

A veces es evidente. En otras ocasiones, es el mismo oficio el que evidencia ese gusto. Muchos formadores han descubierto su pasión en el día a día de su trabajo, en el trato con niños o jóvenes, en la relación pedagógica. Ha sido ese vínculo el que los ha atrapado o el que les ha permitido descubrir su vocación. Lo lamentable es cuando una persona, después de un tiempo, se da cuenta de que no tiene en su espíritu ese ardor y sigue en las aulas porque no tiene otra manera de sobrevivir.

¿Y eso no pasa en otras profesiones?

Sí, pero en el caso de las profesiones de servicio, este autoengaño del formador tiene implicaciones gravísimas en el formando. El aprendiz se queda apenas con lo básico de determinada información, y pierde la oportunidad de haber vivido una experiencia de encuentro, de transformación vital. Mejor dicho, queda huérfano de experimentar un proceso formativo. 

¿Qué es un proceso formativo?

Hay muchas maneras de entenderlo. Podríamos, de manera rápida, decir que tiene al menos tres características: es organizado en el tiempo, cuenta con unos saberes y herramientas específicas y tiene unos propósitos definidos. El primer punto es clave para entender la importancia de las instituciones educativas, el segundo habla de las especificidades de una profesión y el tercero de los fines o la intencionalidad formativa. El proceso formativo es algo complejo porque pone en escena muchas variables: la edad del formando, el nivel de conocimiento, las estrategias de enseñanza, los estilos de aprendizaje, la secuenciación de los contenidos, las habilidades comunicativas del formador, la constatación de resultados… Sea como fuere, si hablamos de un proceso de formación es para subrayar unas condiciones de ingreso y egreso del formando y, desde luego, de un perfil de formador.

¿Cuál sería ese perfil de formador?

Aquí habría que advertir, que no hay una única manera de serlo. Hay estilos, tendencias. No obstante, un perfil, entendido como aquellos rasgos esenciales de un formador, podría delinearse así: a) con conocimientos suficientes sobre una disciplina específica o un oficio determinado, b) con saberes específicos sobre las maneras de enseñar y las formas de aprender, c) con habilidades comunicativas para la interacción y los vínculos interpersonales, d) con idoneidad profesional y proceder ético, e) con sensibilidad social. Sobra decir que no se trata de un perfil ideal, sino de un repertorio de rasgos esenciales que posee o debería tener un formador. Ciertos de esos rasgos serán más notorios y, otros, irán afinándose o perfeccionándose con la experiencia.

¿No todas las personas, según eso, están capacitadas para formar?

De manera general, todas las personas podrían ser formadoras; pero sólo algunas están capacitadas para hacerlo de manera adecuada y competente. Los padres de familia, demos por caso, son formadores, aunque no muchos sepan en verdad cómo llevar a cabo esa tarea. La profesión de maestro responde a esa necesidad: cualificar a una persona para cumplir la tarea de ser un formador. No sobra advertir que la misma profesión ha ido cambiando, precisamente porque la sociedad es dinámica y los retos de formación no son los mismos hoy que los de ayer. Esto ha hecho que el convertirse en formador en nuestra época sea más exigente e implique la apropiación y dominio de múltiples habilidades.

¿Habla de las llamadas nuevas tecnologías?

Sí. Pero no sólo las derivadas de los nuevos medios de información, sino de otras como el dominio de una segunda lengua, la evidencia de la producción escrita, el asociarse en redes, el articular la investigación con el quehacer docente, la voluntad permanente de innovación.

¿Bastante ambicioso lograr un formador así?

Es un tanto difícil. Aunque sí se obtienen resultados valiosos. Hay ofertas académicas sólidas y responsables con en ese propósito; aunque gran parte de la mejora o la cualificación de los formadores depende de ellos mismos, de su capacidad reflexiva sobre su quehacer, de los pequeños cambios en sus labores rutinarias y de no perder el entusiasmo para enfrentar los nuevos desafíos de su profesión.