
Ilustración de Jim Tsinganos.
Estar en concordia, inermes, abiertos al diálogo y la camaradería, totalmente solidarios, ese parecer ser el clamor de los cantos y los villancicos que pululan en navidad. Días y noches de paz entre los hombres es la consigna venida de los cielos, y que la reconciliación diluya el ácido corrosivo de nuestros odios.
Pregonar la paz, convertirnos en mensajeros de la convivencia parece ser el mejor regalo que podemos ofrecer a otros. Basta de injurias, de agresiones con ironías o burlas denigrantes. Dejemos de propagar tanta inquina, tanto rumor divisorio y alarmista. Pongámosle un alto a la carcoma de la envidia y a la venganza producto del resentimiento. Aunque no demos otros obsequios, procuremos ofrecerles a los familiares, a los colegas de trabajo, a nuestros semejantes, un trato digno, una actitud conciliadora y limpia de agresiones.
Esa paz empieza en nosotros mismos: a veces nos castigamos demasiado fuerte por una falta o nos avergonzamos hasta el escarnio por un defecto, y terminamos no aceptándonos, riñendo con nuestros sentimientos, con nuestros afectos o nuestras pasiones. Hay tantas intranquilidades en nuestra alma, tantas angustias en nuestro corazón, que nos convierten en seres amargados, irascibles, con el sarcasmo en los labios y la disociación a flor de piel. Es tal la lucha con nuestros miedos que desembocamos culpando a los demás o subvalorando al que percibimos como una amenaza. Por eso es difícil ser emisarios de paz, porque no hemos resuelto las contiendas en nuestro propio pecho.
Pero si el discernimiento nos habita, si acudimos con frecuencia a la autorreflexión, si el autoexamen tranquilo guía nuestro proceder, seguramente nos quedará más fácil trabajar por la paz cotidiana; por esa paz que está al alcance de nuestras manos. Por ejemplo: haremos paz si mantenemos control de nuestra boca injuriosa, haremos paz si intentamos comprender antes de juzgar, haremos paz si aprendemos a perdonar, haremos paz si a aquellos con quienes convivimos o trabajamos los respetamos, haremos paz si gritamos menos y cumplimos las mínimas normas de convivencia.
Es necesario, de igual modo, convertirnos en mediadores de paz. Contribuir de manera efectiva a que los pequeños disgustos entre vecinos no crezcan o que el conflicto entre padres no se propague en toda la familia. De nosotros depende que el incendio se extinga o que las llamas del conflicto terminen por devorar nuestro techo. Mediar es ofrecer un consejo oportuno, darle al enfurecido razones tranquilizadoras; y, también, es alejarnos de los que desean contagiarnos su fanatismo, es usar el buen humor para aplacar los ánimos caldeados y ofrecer siempre esperanza a todos aquellos que nos interpelan con su pesimismo conflictivo.
Considero que actuando así retornará la alegría a nuestra vida, y dejaremos de ser tan gruñones, tan belicosos, tan recalcitrantes con nuestros credos y opiniones. La paz contribuye a que aumente la simpatía, la confianza, el buen trato. La paz va de puerta en puerta saludando y ofreciendo solidaridad. La paz nos permite ver a lo lejos, al futuro deseado, y no tanto quedarnos anclados en los problemas o las heridas del pasado. La paz permite que cada quien saque a flote sus talentos y muestre sin temor sus predilecciones. La paz dinamiza, vincula, da cabida a la utopía personal y colectiva.
Sobra decir que ser proclamadores y mediadores de paz es una labor inacabada, de trabajo permanente; siempre hay escollos imprevistos y el camino está lleno de obstáculos. Nada es definitivo cuando buscamos que la paz sea un principio, un derecho, un modo de vivir. Cada día tenemos que enfrentar nuestros monstruos y los del prójimo, a cada momento tenemos que cuidarnos y cuidar las relaciones. Ahí estriba lo más complicado: mantener este espíritu navideño de serenidad y concordia durante los días por venir. Seamos vestales de la luz de la paz para que siga encendida después de estas fiestas decembrinas.